Teoría feminista 03. Celia Amorós

Teoría feminista 03 - Celia Amorós


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sí de modo diverso a lo largo de la historia, pero sin perder de vista la idea de que «el género es una manera primaria para significar las relaciones de poder», o quizá sea mejor decir que «el género es un campo primario dentro del cual o por medio del cual el poder se articula»19. Scott cree que es preciso tener en cuenta tanto al sujeto individual como a la organización social y articular la naturaleza de su interrelación, para lo cual se reclama del concepto de poder de Michel Foucault como conjunto de constelaciones dispersas de relaciones desiguales, constituidas discursivamente en «campos de fuerza» sociales, aunque añade algo que aclara su propia posición respecto a la cuestión del sujeto: «Dentro de estos procesos y estructuras hay espacio para la existencia de un concepto de capacidad de acción (agency) humana como un intento (al menos parcialmente racional) de construir una identidad, una vida, un conjunto de relaciones y una sociedad dentro de ciertos límites y con lenguaje, un lenguaje conceptual que marque al mismo tiempo los límites y que contenga la posibilidad de la negación, la resistencia, la reinterpretación y el juego de la invención metafórica y de la imaginación.» En definitiva, si no se puede hablar ya de sujeto, quizá se puede hablar de algo más modesto, de la capacidad de acción autónoma y racional.

      Desde otra perspectiva que estudia el género tanto como sistema de poder como auto-representación para la formación de la identidad genérica, la feminista Teresa de Lauretis se basa en la teoría de la sexualidad de M. Foucault entendida como «tecnología del sexo» (es decir, como las técnicas que la burguesía desarrolla desde el final del siglo XVIII para asegurar su supervivencia como clase y la continuación de su hegemonía), para afirmar que el género, como representación y como auto-representación, es el producto de diversas tecnologías sociales (como el cine y las técnicas narrativas), de discursos institucionalizados, epistemologías y prácticas críticas, y, por supuesto, de prácticas de la vida cotidiana. De esta forma, frente a las «tecnologías del sexo» de Foucault, ella propone las «tecnologías del género».

      El filósofo francés, afirma De Lauretis, no ha tenido en cuenta las diferentes demandas de los sujetos masculino y femenino y ha ignorado los intereses conflictivos de las mujeres y de los hombres en los discursos y en las prácticas de la sexualidad. «La teoría de Foucault excluye de hecho, aunque no imposibilite, la consideración del género»20. Es decir, la sexualidad (como construcción y como auto-representación) en el discurso foucaultiano, lo mismo que en el tradicional, no está construida con la marca del género, es decir, poseyendo una forma masculina o femenina, sino que, simplemente, lleva el sello del varón. «Incluso cuando se localiza, como a menudo ocurre, en el cuerpo de la mujer, la sexualidad es un atributo o una propiedad del varón.» Y aquí reside la paradoja de la teoría foucaultiana: para combatir la tecnología social que produce la sexualidad y la opresión sexual, omite el género. «Pero negar el género, en primer lugar, es negar las relaciones sociales de género que constituyen y dan validez a la opresión sexual de las mujeres; y, en segundo lugar, negar el género es permanecer «en la ideología», una ideología que (no por casualidad y, desde luego, no de forma intencional) está claramente al servicio del sujeto de género masculino.» Para contrarrestar esta negación, De Lauretis habla de las «tecnologías del género», es decir, de las técnicas y estrategias discursivas mediante las que el género es construido y, por lo tanto, la violencia es engendrada y generizada (en-gendered)»21.

      Nuestra autora considera al género como la representación de una relación que asigna a un individuo una posición dentro de una clase y, por lo mismo, una posición frente a otras clases previamente preconstituidas (entendiendo por clase no lo que Marx denomina clase social, sino un grupo de individuos unidos por determinaciones sociales e intereses). El género es la representación de cada individuo en términos de una particular relación social que preexiste a éste y se le atribuye sobre la base de la oposición conceptual de los dos sexos biológicos. A esta estructura conceptual, señala De Lauretis, es a lo que las feministas desde Rubin han llamado sistema de sexo-género.

      Aunque los significados varían con cada cultura, un sistema de sexo-género está íntimamente interrelacionado con factores políticos y económicos en cada sociedad. Desde esta perspectiva, la construcción cultural del sexo como género y la asimetría que caracteriza en todas las culturas a los sistemas de sexo-género (aunque a cada uno de un modo particular) se entienden como sistemáticamente ligadas a la organización de la desigualdad social22.

      El sistema de sexo-género es, por tanto, un sistema simbólico que pone en relación el sexo con determinados contenidos culturales según los valores y las jerarquías sociales. «El sistema de sexo-género es, a la vez, una construcción cultural y un aparato semiótico, un sistema de representación que atribuye un significado (identidad, valor, prestigio lugar en el sistema de parentesco, estatus en la jerarquía social, etc.) a los individuos dentro de la sociedad.» Por ello, nuestra autora sostiene que, «si las representaciones de género son posiciones sociales que llevan consigo diferentes significados, el que alguien sea representado y se represente a sí mismo como varón o mujer implica el que asuma la totalidad de los efectos de este significado»23. Pero, además, la representación social del género afecta a su construcción subjetiva y viceversa, con lo que se abre una puerta a la posibilidad de autodeterminación y de capacidad de acción en el nivel subjetivo e incluso individual de las prácticas micropolíticas y cotidianas.

      La gran dificultad para la construcción de una nueva subjetividad estriba en el hecho de que cualquier producción cultural está construida sobre narrativas masculinas de género que, a su vez, se fundan en el contrato heterosexual, narrativas que tienden a reproducirse en las teorías feministas, si no nos resistimos a ellas.

      Esta es la razón por la que la crítica de todos los discursos que conciernen al género, incluyendo los producidos o alentados por el feminismo, continúa siendo una parte tan esencial del feminismo como lo es el esfuerzo continuado por crear nuevos espacios del discurso, por reescribir las narrativas culturales y por definir los términos desde otra perspectiva — una perspectiva desde «otra parte» […]. Y es ahí donde hay que plantearse los nuevos términos de una diferente construcción del género24.

      Por su parte, la feminista americana Judith Butler desarrolla una perspectiva constructivista extrema sobre el género. Ya en un artículo titulado «Gender Trouble, Feminist Theory and Psychoanalytic Discourse»25 comienza con una crítica al psicoanálisis tanto freudiano como lacaniano para afirmar que en la teoría freudiana la adquisición de la identidad de género se realiza simultáneamente a la realización de una heterosexualidad coherente; así el tabú del incesto que presupone e incluye el tabú de la homosexualidad opera sancionando y produciendo la identidad, al tiempo que la reprime. Tanto en el caso de la teorías lacanianas como en el de las teorías psicoanalíticas basadas en las relaciones de objeto, se da por supuesto que en el desarrollo infantil, bien una represión primaria (en el caso de las primeras), bien una identificación primaria (en el de las segundas), produce la especificidad de género y, posteriormente, «da forma, organiza y unifica la identidad.» Las dos posiciones explican la adquisición del género mediante teorías que estabilizan de forma falsa la categoría de «mujer». Tales teorías, sostiene Butler, no necesitan ser explícitamente esencialistas en sus argumentos para ser efectivamente esencialistas. Ambas presentan el postulado utópico de un estadio originariamente prediferenciado de los sexos, que, además, preexiste al postulado de la jerarquía y que queda destruido por la intervención brusca y rápida de la ley del Padre (en las lacanianas) o por el mandato edípico de repudiar y devaluar a la madre (teoría de las relaciones de objeto).

      Al fundamentar sus metanarrativas en el mito del origen, estas descripciones psicoanalíticas de la identidad de género confieren un falso sentido de legitimidad y universalidad a una versión culturalmente específica (y culturalmente opresiva también) de la identidad genérica. Al afirmar que algunas identificaciones son más primarias que otras y sirven para unificar a las demás, la unidad de las identificaciones queda preservada. Las identificaciones primarias establecen el género de un modo sustantivo y las secundarias funcionan como atributos de éste, que pueden revisar o reformar la identificación primaria pero, de ningún modo, poner en cuestión su primacía estructural26.

      Las fantasías de género constitutivas de las identificaciones no forman parte del


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