Las alas del reino I - Cuervo de cuarzo. Tamine Rasse
—Después de una vida de desgracias, esperaría que alguna vez me tocaran los números ganadores.
Eli sacudió la cabeza, como siempre hacía cuando me ponía a hablar de temas que lo ponían incómodo.
—¿Por qué no cierras la boca y me concedes esta pieza? —ofreció tendiéndome la mano.
—Bueno, pero no te propases.
—¿Te refieres a que no puedo tocarte el trasero?
—Lamentablemente no.
—Bueno, de todas maneras, no me estoy perdiendo de nada.
—Idiota —me tocó reír a mí. Al menos no estaba condenándome al aburrimiento eterno al casarme con Eli. Todos saben que podría haber sido mucho peor.
Me relajé un poco al sentir el toque de Eli en mi cintura, su tacto era familiar y seguía a los demás bailarines con precisión, ¿cuánto tiempo habría pasado ensayando? Interiormente se lo agradecí, secretamente contaba con que se supiera los pasos, porque en lo personal no había dedicado más que los cinco minutos que mi padre estuvo dispuesto a darme para aprender la coreografía. Él no era el mejor maestro, y yo estaba lejos de ser la alumna perfecta, por lo que había decidido confiar en el sentido de la responsabilidad casi patológico de mi mejor amigo y en mi asombrosa habilidad de escapar de todos los problemas por un pelo.
—No mires ahora, pero creo que la princesa te está mirando —le dije, y era cierto, no había podido dejar de notar que los ojos ámbar de la princesa se posaban con cierta regularidad sobre Eli.
—Sí, claro —ni siquiera se molestó en verificarlo—. Quizás está mirándote a ti.
—Quizás. Probablemente le gusta mi corte.
Por milésima vez esa noche, hicimos un esfuerzo por no reírnos. Si tan sólo el peso del matrimonio no hubiese sido tan pesado sobre nuestros hombros, y si no hubiéramos sentido la constante presión de comportarnos de acuerdo a la etiqueta para no ser descubiertos, probablemente habríamos pasado un buen rato. Pero conocía muy bien a Eli como para pensar siquiera un minuto que estaba relajado, y yo por mi parte, estaba terriblemente molesta.
Pero pretender era algo que venía de forma natural.
Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, me hallaba sentada sobre el techo de mi casa. Eli, como nunca, había accedido a venir conmigo, y ambos estábamos en silencio mirando hacia la ciudad, observando las luces lejanas que delataban que la celebración aún estaba lejos de terminar.
Esta sería mi última noche en el tejado. Mañana al atardecer vendrían por nosotros, y, si teníamos éxito, jamás tendría que volver a sentarme en este lugar a mirar la miseria del Borde. Si teníamos éxito, no habría Borde al que mirar. Y con suerte, tendría otro tejado, uno más alto, en el cual sentarme.
—¿No tienes miedo? —me preguntó Eli, pero antes de que pudiera contestar continuó—, y no quiero una típica respuesta de Bo. Por una vez, quiero la verdad.
Suspiré. Tenía razón, no valía la pena hacer como si nada estuviera pasando.
—La verdad es que sería más fácil sentir algo, miedo, cualquier cosa, si supiera a qué nos estamos enfrentando —la rabia me apretó el corazón como había estado haciéndolo por semanas antes de este día—. No me parece que sea justo que seamos una parte tan importante de la operación, y sin embargo no sepamos prácticamente nada de ella.
—La vida no es justa, Bo. Al menos la nuestra no.
—Ya lo sé —dije, apoyando mi cabeza en mis rodillas—. Tan sólo me gustaría que no fuera precisamente nuestra gente quien la hace de esa manera.
Eli guardó silencio. Jamás me respondía cuando me quejaba sobre el tema, suponía que era porque lo ponía incómodo pensar en eso, especialmente cuando sus padres eran la cabeza del Cuervo de Cuarzo, y había sido criado para hacer grandes cosas. O al menos, eso era lo que le habían prometido.
Hice la pregunta que ninguno de los dos quería vocalizar.
—¿Y si no somos importantes?
—No creo que lo seamos —contestó serio—. No más que cualquier otro, quiero decir. Creo que somos como un engranaje, y que sabremos cuál es nuestro lugar cuando llegue el momento oportuno.
Esta vez me tocó a mí quedarme callada. No valía la pena discutir con Eli cuando se ponía en modo ‘hijo responsable y abnegado’. Además, no tenía ganas de tocar temas delicados. Tan sólo yo sabía lo duros que habían sido los días anteriores, y aunque me costara admitirlo, estaba cansada.
—Debo irme, ¿te veo mañana?
—No si me caigo del techo —respondí.
—Poco probable. Jamás te vi caerte de ningún sitio.
—Hay una primera vez para todo.
—Eres una mujer de costumbres.
—Uhm. Sólo vete.
—Te veo luego —se despidió, y trepó pared abajo.
Al rato yo misma bajé del tejado. Quizás esa noche podría dormir. Después de todo, antes de ese día había visto los ojos de la princesa.
X Úneteles
La mañana había sido un caos. O al menos, tanto como era posible en una casa como la nuestra, donde el orden y la disciplina tenían un papel protagónico.
Mis padres me habían ordenado preparar mi bolso hacía una semana, pero eso no impidió que mi madre lo desarmara para revisar todo por última vez. Sospecho también que estaba escondiendo algún dispositivo por el cual comunicarnos.
Sospechar. Esperar. Básicamente son lo mismo.
Mi padre me llevó al piso de abajo a dar unos últimos golpes, dijo que no tenía la seguridad de que pudiera seguir entrenando mientras cumplía con mi trabajo en el palacio, pero tenía la impresión de que, a su manera, se estaba despidiendo. No pocas veces mi padre me había llevado a entrenar sólo los dos, pero no era la falta de mis compañeros lo que lo hacía ver todo tan triste, sino que, por primera vez, estaba viendo el salón de entrenamiento como lo que realmente era: un sótano con sacos de harina, bolsas con rocas, y cuerdas apiladas por aquí y por allá. Me sentí como un niño pequeño que jugaba a ser guerrero, pero que en realidad no tenía idea de a qué se estaba enfrentando. Por primera vez, las dudas de Bo me invadieron también a mí.
—Papá… —comencé mientras daba un golpe al saco que habíamos colgado del techo.
—Golpea más fuerte y más al centro, Elián.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Si eso va a hacer que vuelvas a tener la cabeza donde debe estar…
Lo ignoré, sabía que no había ningún problema con los golpes que estaba dando. Era él quien estaba distraído, y eso sólo logró preocuparme más.
—¿Estamos seguros de lo que estamos haciendo?
—¿A qué te refieres? —me preguntó, pero su mirada era de advertencia. Debía proceder con cuidado.
—Ya sabes… es sólo que, no hemos tenido instrucciones muy precisas, y… bueno, no sé cómo podría prepararme para algo que no comprendo.
—Así es. No lo comprendes. Por el momento sólo debes acatar órdenes, y confiar en que los mayores sabemos lo que estamos haciendo. Las instrucciones llegarán a su debido tiempo, y no creo que haga