De La Higuera a Chile, el rescate. Adys Cupull

De La Higuera a Chile, el rescate - Adys Cupull


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to­maron un camión hasta Santa Cruz de la Sierra y via­jaron en avión a Cochabamba, donde comenzaron los preparativos para sacar a los tres que quedaron ocultos en la zona de San Isidro.

      Reproducimos a continuación algunos fragmentos del testimonio de Inti Peredo que aparecen en su libro Mi campaña con el Che.

      “¿Por qué sobrevivimos a los cercos que se nos tendieron después del Yuro, con fuerzas inmensamente superiores a nosotros en número y armamento?

      Muchos pueden pensar que sólo se deba a ese factor pri­mario que se llama “instinto de conservación” o al ansia de continuar viviendo. Creo sinceramente que no fue sólo eso.

      Es cierto que queríamos continuar viviendo, pero eso no era todo. Esencialmente éramos agresivos y estábamos dis­puestos a dar combate en cualquier circunstancia, como lo hicimos siempre.

      ¿Era imposible, entonces, romper el apretado cerco ene­migo y regresar a la ciudad en busca de contactos para con­tinuar la lucha?

      La tarde del 10 de octubre, después que juramos no deser­tar jamás del proceso revolucionario, planificamos la ruptu­ra del cerco y decidimos buscar al resto de los sobrevivientes. Por la radio nos informamos que el ejército sabía que sólo quedábamos con vida 10 guerrilleros. Nuestro grupo inte­grado por los seis ya mencionados y otro, cuya dirección de marcha no conocíamos pero suponíamos que era la misma que la de nosotros, integrado por Chapaco, Moro, Eustaquio y Pablito. En la identificación nuestra y en el dato del nú­mero exacto de los que quedábamos, colaboraron los de­sertores Camba (Orlando Jiménez Bazán) y León (Antonio Domínguez Flores).

      Ya nos habíamos dado cuenta de la forma en que se exten­día el cerco enemigo, sus características y la forma en que pro­cedían los soldados. Por eso decidimos romperlo por la parte más abrupta. Infortunadamente el día 11 fueron muertos en la desembocadura del río Mizque los compañeros Moro, Pablito, Eustaquio y Chapaco. Seguramente habrían toma­do la misma decisión nuestra, de no entregarse jamás y mu­rieron combatiendo dignamente. Ellos habían escogido un rumbo contrario al nuestro (al sur) seguramente buscando también la ciudad. Sólo quedábamos nosotros.

      Estábamos en malas condiciones físicas. Habíamos comi­do poco y realizado un gran esfuerzo en los días anteriores, al margen de que las grandes tensiones también habían he­cho efecto sobre nuestro organismo.

      Volvimos a aligerar la carga. Ñato, que llevaba todo el ins­trumental médico, lo enterró, pues en el futuro no nos ser­vía y convirtió en olla la caja metálica que antes servía para esterilizar. La sopa de harina que cocinamos después de tan­tos días de privaciones sólo sirvió para “engañar a las tripas”, pero no reparó nuestras fuerzas.

      Al comenzar la madrugada del 12 de octubre empezamos a marchar en dirección a un sector del cerco. A las tres de la ma­ñana cruzamos el camino de La Higuera al Abra del Picacho, el mismo que ya antes habíamos hecho con el Che. Todo es­taba silencioso. Cuando clareó ya estábamos al otro lado del Abra. Caímos cerca de una choza y decidimos llegar hasta allí para preguntar a sus moradores la ubicación exacta del lu­gar, reorientarnos, tratar de abastecernos de alimentos y con­tinuar. Buscamos a los campesinos, pero no encontramos a nadie. Quedarse en la choza era demasiado peligroso, por lo que estimamos más conveniente ocultarnos en los espinales que rodeaban la casa.

      Dos hechos, totalmente antagónicos, marcaron el transcur­so del día. Un muchacho de unos doce años, muy despierto, nos identificó el lugar exacto donde estábamos, nos indicó la dirección del río, nos prestó una olla para cocinar y empe­zó a ordeñar una vaca para darnos leche. Desgraciadamente un campesino que pasaba por el lugar nos vio y corrió hacia el Abra a denunciarnos a los soldados que en buen número se encontraban concentrados allí como parte del cerco es­tratégico que habían tendido alrededor de nuestra merma­da columna. Por nuestra debilidad física no pudimos darle alcance. Tampoco quisimos dispararle, porque se trataba de un campesino.

      En esta emergencia nos vimos obligados a partir inmedia­tamente, sin cocinar y sin esperar la leche. Caminamos bor­deando un arroyo muy encajonado que desemboca en el río San Lorenzo, cuando Urbano, que caminaba a la vanguardia, vio a los soldados que ya habían tomado posiciones. Provistos de todos los recursos técnicos, se nos habían adelantado, y allí estaban esperándonos.

      Urbano, de reflejos rápidos, disparó instantáneamente. Los soldados replicaron al fuego.

      Esta es la última vez que cargamos las mochilas, obligados por las circunstancias a eludir con rapidez al enemigo, saca­mos sólo la ración de azúcar y nuestras respectivas chama­rras. El resto lo botamos.

      Subimos por una empinada ladera, muy abrupta y peligro­sa para caer al otro lado del arroyo. Como esa es una zona que sólo tiene árboles en las quebradas, nos veíamos en la obliga­ción de salir de cualquier manera para ubicar un lugar mejor. Nos arrastramos hasta llegar a una especie de “isla” de mon­te, con una superficie aproximada de 50 metros cuadrados.

      La situación era relativamente peor que la anterior, porque el pequeño campo estaba rodeado por pampas abiertas don-de los soldados podían matarnos fácilmente. Nos ocultamos y guardamos silencio esperando que no nos hubiesen detec­tado, hasta que cayera la noche para salir.

      Algunos campesinos comenzaron a rondar la zona. El ejér­cito nos empezó a cercar. Aproximadamente a las 16: 30 horas del 12 de octubre, un círculo compacto de soldados estrecha­ba sus posiciones en torno a la “isla”. Era la mejor oportuni­dad para eliminarnos, pero la última palabra no estaba dicha.

      Los seis compañeros resolvimos agruparnos en la parte más alta del pequeño bosque y responder el fuego enemigo sólo cuando estuviéramos seguros de dar en el objetivo. Los soldados comenzaron a disparar, insultarnos y a exigirnos la rendición. Nosotros nos manteníamos en silencio, atentos a las maniobras que ellos estaban realizando.

      Fueron momentos sumamente difíciles. Pensábamos que había llegado nuestro último momento, de manera que nos preparamos para caer dignamente. En uno de esos instan­tes propuse enterrar el dinero que nos quedaba y los relojes para que no cayeran en poder de los soldados, pero Pombo con mucha seguridad, afirmó que el cerco se podía romper en la noche. Todos seguimos entonces con nuestras respec­tivas pertenencias.

      El silencio desconcertó al ejército. Algunos soldados, re­flejando su miedo, gritaban: “Aquí no hay nadie, vámonos”. Otros nos insultaban.

      Pronto se inició una nueva operación. Grupos de soldados empezaron a “peinar” la islita, tarea fácil si se consideraba su reducido tamaño. Cuando los tuvimos cerca, disparamos. Tres soldados y un guía cayeron muertos.

      Las tropas se replegaron, pero enseguida nos empezaron a tirar rafagazos de ametralladora y granadas, pues ya estába­mos ubicados. Pero también varió su tono insolente. Ahora ya no nos insultaban, sino nos gritaban:“Guerrilleros, ríndanse. Para qué siguen combatiendo si ya murió su jefe…”

      Como había previsto Pombo, el fuego cesó apenas cayó la noche. Pero para desgracia nuestra apareció una luna hermo­sa, que derramaba su luz por todos los rincones. Intentar la salida en tales circunstancias era arriesgar demasiado.

      Nos quedamos vigilantes. El frío que se descargó con una inclemencia terrible traspasaba la ropa y nos llegaba hasta los huesos. Tiritábamos mientras mirábamos el cielo, espe­rando que se ocultara la luna.

      A las tres de la mañana las sombras se descolgaron por todo el sector. Este era el momento que habíamos esperado con impaciencia. Nos arrastramos lentamente; para sorpre­sa nuestra, los soldados se habían replegado un poco. Al pa­recer las cuatro bajas que habían sufrido la tarde anterior los habían obligado a tomar precauciones. Pronto llegamos cer­ca de las posiciones enemigas. Los puestos de los soldados estaban situados a una distancia de cinco metros entre sí. El clima y la espera también los habían afectado.

      Seguimos avanzando cuando de pronto uno de los solda­dos, en lugar de dispararnos gritó: “¡Alto, quién anda ahí…!”

      Fue nuestra salvación. Nos lanzamos a una de las trin­cheras,


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