Investigar a la intemperie. Carlos Arturo López Jiménez

Investigar a la intemperie - Carlos Arturo López Jiménez


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todo, feministas y descolonizadoras. Aunque en nuestras investigaciones ambas premisas tienen una relación de dependencia mutua, este capítulo lo dedicaremos al primer tipo de premisas. Al segundo ya le hemos dedicado varios textos; aquí solo basta con subrayar que una premisa descolonizadora de la que partimos en nuestras investigaciones es que los movimientos sociales producen conocimientos de los problemas contemporáneos y sobre sí mismos tan válidos como los producidos por la academia (Flórez, 2005, 2015). En consecuencia, y en contravía de la tendencia predominante a evaluar a esos actores según criterios establecidos a priori, optamos por derivar esos criterios del diálogo con ellos y no sobre ellos (Flórez y Olarte, en prensa).6

      Nuestras investigaciones son feministas, no tanto porque estudian temas que la agenda feminista puso sobre la mesa (que es una manera muy importante de hacer feminismo), sino porque nuestra praxis investigativa sigue la idea movilizada por ciertos feminismos según la cual los intentos de crear y sostener vínculos de solidaridad entre académicas y activistas generan tensiones altamente problemáticas, pero también productivas. Nos referimos a los nudos, las inflexiones, las rupturas y los giros que no con poca frecuencia se viven en los procesos de investigación, los cuales exigen poner en riesgo algunas de sus premisas. Por ejemplo, el primer acercamiento a las organizaciones no estuvo exento del temor al rechazo —algo que, en algunas ocasiones, efectivamente sucedió—; tampoco lo estuvo de la desconfianza, no sin sustento, de las organizaciones y algunos de sus miembros hacia nosotras por pertenecer al mundo universitario y, más aún, por tratarse de universidades privadas y consideradas elitistas. Siguiendo esta premisa feminista de las tensiones como algo altamente productivo, además de presentar y negociar los objetivos de la investigación con las comunidades, en todos los casos buscamos hacer explícitas esas tensiones, en forma reflexiva. De ahí que —y esto es lo que queremos resaltar en este capítulo— cataloguemos la nuestra como investigación feminista, a secas.

      Como sustrato de ese tipo de investigación, la postura epistemológica de la que partimos es el conocimiento situado propuesto por Donna Haraway (2019), es decir, un conocimiento que asume la responsabilidad de los límites del lugar desde donde conoce. Asumir con esta autora una perspectiva localizada, parcializada, explícita y hasta descaradamente interesada, además de reconocer las marcas del propio saber (sus límites de clase, sexo/género, raza/etnia, sexualidad, procedencia, etc.), implica aprender a deslizarse paradójicamente entre las consecuencias de asumir una de las dos tendencias epistemológicas predominantes en las ciencias sociales contemporáneas y que han polarizado la historia reciente del feminismo: el empirismo crítico y el socioconstruccionismo radical. Según la autora, el conocimiento situado busca distanciarse de la asepsia propia del empirismo crítico, y de cierto afán e impostura metodológica de aspirar a investigar manteniendo una actitud científica distante y neutral; una perspectiva que garantice el análisis de resultados sin haber sido tocado por el sujeto investigado —en este caso, por activistas y sus territorios—. Según Haraway, esta forma de operar sigue la lógica de la autoidentificación y rige a su muy atinada figuración del testigo modesto (1997). Ciertamente, para nosotras esta lógica ha sido un riesgo, dado que nos formamos en la asepsia del derecho y la psicología que sigue siendo reivindicada por muchos de nuestros colegas, los estilos escriturales académicos y los procedimientos institucionales que, supuestamente, garantizan la rigurosidad científica. Por otro lado, continúa Haraway, el conocimiento situado también exige deshacerse de la peligrosa tendencia del socioconstruccionismo radical a la fusión con el sujeto de estudio. Entendemos que, en este punto, ella advierte sobre el peligro de la fantasía de fusión de las vivencias de quien investiga con las del sujeto investigado, que en nuestro caso sería con las vivencias de lucha de quienes son activistas. Esta manera de operar, explica la autora, sigue la lógica de la identificación, en oposición a la autoidentificación.

      Si bien Haraway no desarrolla la figura que encarna la lógica de la identificación, hallamos una clave para hacerlo en el conocido ensayo de Chandra Talpade Mohanty (1984/2008), “Bajo la mirada de Occidente: academia feminista y discurso colonial”. Allí la autora argumenta que el feminismo occidental coloniza discursivamente las heterogeneidades materiales e históricas de las diversas vidas de las mujeres definidas como no occidentales y las produce/representa, bajo la categoría “mujeres del Tercer Mundo”, como un grupo homogéneo y víctima de varias estructuras (legales, económicas, religiosas y familiares) y, por tanto, carentes de agencia histórica y política. De este análisis nos interesa el énfasis en la representación de las mujeres del Tercer Mundo como víctimas por su revés: la autorrepresentación de las feministas occidentales como las llamadas a salvarlas.

      Si llevamos esta doble representación a nuestras investigaciones tenemos que corremos el riesgo de recrear un posicionamiento de salvadoras (y su contraste peligrosamente binario, el de víctimas), en nuestro afán de contribuir a las luchas por los comunes y la permanencia en los territorios. De ahí que, a contraluz de la figura del testigo modesto, hayamos tenido la urgencia de nombrar a la Salvadora como la figuración que sigue la lógica identificadora —en femenino porque subraya la denuncia del cuidado sacrificial que vienen haciendo varios feminismo desde hace rato (véase Esguerra, Sepúlveda y Fleischer, 2018; Hernández, 2015); en mayúscula porque, paradójicamente, su ímpetu resolutivo es tan patriarcal como el Dios todopoderoso al que busca combatir; y en singular porque, a contracorriente y sola contra el mundo, se echa encima todas las cargas retornando a la visión liberal del sujeto individual contra la que también lucha—. Esta figura de la Salvadora, mucho más que la del testigo modesto, es cercana a nosotras y, en general, a quienes nos reconocemos de algún tipo de izquierda; incluso, cuando algunas veces la vemos rondando a los movimientos sociales cuando conversamos con activistas. Por eso, creyendo haber saldado con menos dificultad el peligro de la asepsia del testigo modesto, procuramos conjurar a la Salvadora, tratando de estar muy alerta a no aspirar a la fusión identitaria. Ciertamente, no ha sido fácil.

      Asumir todos estos riesgos epistemológicos exige poner en práctica lo que llamamos una política de lo turbio, también inspiradas en Haraway (2016). Ella emplea el término muddle (‘turbación’, ‘embrollo’, ‘revuelo’, ‘revoltijo’, ‘lío’, ‘jaleo’…) como un tropo teórico que problematiza la centralidad que la claridad visual ha tenido para el pensamiento (p. 174). Su apuesta es por “una colaboración no arrogante con todos aquellos en la turbación [muddle]”. El enturbiamiento aquí denota el compromiso de pensar fuera del binario objetivismorelativismo, para dar cabida a un posicionamiento reflexivo sobre las propias prácticas de producción de conocimiento.

      En términos de las relaciones entre humanos, esto es una invitación tanto para el objetivismo del empirismo como para el relativismo socioconstruccionista a abrirse a la posibilidad de representar sin escapar a ser representadas. Sobre este punto, Haraway (1995) insiste en que su apuesta no es la política de la autoidentidad, basada en la distancia aséptica, en el nexo nulo con el otro; tampoco la política de la identidad, producto de la fantasía de fusión con quien se trabaja. Su apuesta es por la política de la afinidad, basada en lo que ella llama una conexión parcial, no nula ni total, sino parcial con el otro (humano y no humano). En nuestro caso, las investigaciones están movidas por una política de afinidad con ciertas luchas por los comunes, con las cuales se tejen unas conexiones con los movimientos sociales que, por ser parciales, pueden ser al mismo tiempo certeras y, no obstante, abrigar disensos.

      Cuando las relaciones son entre humanos y no humanos, el enturbiamiento invita a repensar cómo comprendemos las múltiples temporalidades de una tierra dañada para aprender a vivir en y con ella (Haraway, 2016). Aprender a moverse en medio de lo turbio es particularmente pertinente para convocar a las ciencias a lidiar con las complejidades, contradicciones, confusiones y complicidades que atraviesan tanto la distribución violenta de la riqueza y las consecuencias de sus afectaciones ambientales (véase Beynon-Jones y Grabham, 2019; Gibson-Graham, 2011) como las materialidades, los entrelazamientos y desórdenes que sustentan la vida y la existencia. Entendemos que con ese enturbiamiento Haraway (1997) también reivindica el embarrarse las manos en la investigación y hace una franca invitación a “ser sucias y finitas antes que trascedentes y limpias” (p. 36).

      Inspiradas en esta política de lo turbio, nuestras investigaciones apuestan por identificar la experiencia y el conocimiento situado de los movimientos sociales, sus modos de


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