Investigar a la intemperie. Carlos Arturo López Jiménez

Investigar a la intemperie - Carlos Arturo López Jiménez


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consultorías, así como sus objetivos, no solo contradicen las premisas que sostienen el overhead, sino que desfiguran y limitan el contenido de la investigación. Otras expresiones autoritarias del aparato administrativo en las universidades son las formas de medir el impacto de las investigaciones en términos de indicadores de eficacia y eficiencia, omitiendo otros criterios de la evaluación de su incidencia en el entorno comunitario y académico.

      Estas expresiones y otras tantas buscan inscribir los procesos de investigación en esquemas formalmente transparentes (de flujogramas, planillas, estándares, buenas prácticas, etc.). Por eso es clave abrir un debate más profundo al respecto dentro de las universidades. En este texto únicamente señalaremos tres tensiones que emergieron en nuestro trabajo con movimientos sociales, y que hemos intentado sobrellevar, en algunos casos mejor que en otros.

      Una expresión de esa tensión es la legalización de los gastos del trabajo de campo. Por ejemplo, entre los requisitos que exige la universidad está la identificación de los proveedores de las regiones que brindan servicios de transporte, alimentación y alojamiento (nombre, número de identificación y teléfono). Esta exigencia, que parece obvia, resulta profundamente problemática en algunos de los territorios donde trabajamos porque quienes brindan estos servicios están en una situación de vulnerabilidad o peligro y, por tanto, no quieren que sus datos sean registrados. Incluso, en ciertos escenarios, la necesidad de mantener el anonimato para protegerse puede hacer que las personas desistan de ofrecer los servicios que requerimos para desarrollar la investigación. Esto es particularmente problemático al inicio de las investigaciones, cuando los lazos de confianza no son lo suficientemente sólidos. Una dificultad similar de legalización de gastos se presenta cuando la única posibilidad de acceder a ciertos lugares y obtener información depende de transgredir una norma legal, pero ilegítima, que suele estar asociada al detrimento de los comunes por los cuales luchan los movimientos. Por ejemplo, es inviable pedir el recibo del transporte del viaje en lancha por una hidroeléctrica por la que está prohibido navegar, pero que debemos visitar si queremos identificar las afectaciones socioambientales denunciadas por los movimientos sociales. Finalmente, la dificultad de legalizar los gastos de viaje en ocasiones ha surgido de la exigencia de presentar el número de identificación tributaria (NIT) de las empresas prestadoras de los servicios tomados cuando superan una suma determinada, algo absurdo cuando la mayoría de esos servicios —por ejemplo, el transporte interveredal— suele ser informal y única en el lugar. Estas exigencias de legalizar todos los gastos revelan unos procedimientos administrativos poco sensibles a las economías campesina, solidaria y comunitaria, las dinámicas de los movimientos sociales y sus contextos de lucha y la situación de vulnerabilidad de ciertos activistas. No se trata, claro, de una posición deliberada sino de una inercia administrativa, resultado de no contar con espacios suficientes de reflexión frente a estas realidades, y que, afortunadamente, abren las colegas administrativas de nuestros espacios institucionales más inmediatos. Pagar de nuestro bolsillo es la práctica con la que hasta ahora hemos sorteado estos procedimientos administrativos autoritarios, pero no es muy satisfactoria. Lo hacemos movidas por la satisfacción de sacar adelante la investigación y poder centrarnos en cosas más importantes y complejas del proceso, lo cual no significa, sin embargo, que podamos sostenerla financieramente ni que normalicemos esta medida.

      Otra expresión de esta tensión es la ineficacia con la que estamos contabilizando los aportes de las organizaciones a las investigaciones. Si bien una salida es tratar de incluir estos gastos en los de arriendos de espacios y preparación de alimentos, no estamos incluyendo, por ejemplo, las horas dedicadas por activistas a los debates, las convocatorias, la validación de información y las muchas conversaciones telefónicas, tampoco las visitas a las universidades o eventos académicos que, generalmente, son de varios días y pueden acarrear pérdidas productivas significativas. Por ejemplo, al regresar de un congreso un activista encontró que su sembradío de maíz había sido arrasado por una manada de micos. Estamos, entonces, en mora de diseñar un sistema financiero que nos permita calcular los aportes de las organizaciones a las investigaciones. Serían cálculos dirigidos no a mercantilizar la relación universidad-academia, sino a comprender qué es un costo, un ingreso y un egreso en una investigación. También sería una ocasión para plantear el presupuesto desde la premisa de la diversidad económica (en el sentido de Gibson-Graham, 2011) que guía nuestras investigaciones, contabilizando, por un lado, los trabajos alternativos a los asalariados (capitalistas) de las organizaciones con las que trabajamos y, por otro lado, fuentes de financiación que sostienen nuestros procesos de investigación, distintas a las usadas convencionalmente en la academia (consultorías, proyectos de extensión o servicio o grandes bolsas de investigación).

      Una tercera expresión de la tensión con procedimientos administrativos autoritarios tiene que ver con la exigencia de pedir consentimientos informados. Si bien es un requisito de los comités de investigación y ética, la incluimos aquí por el tono de requisito administrativo con el que suele ser tratada. Por el tipo de investigaciones que hacemos, cuestionamos su pertinencia. Si bien las ciencias sociales adaptaron esta práctica de las ciencias de la salud (donde tiene mucho sentido), a nuestro juicio, su traducción ha sido poco interdisciplinaria y sigue remitiendo a la visión individualista, sin salida y con agencia reducida del sujeto con el que se trabaja (un sujeto enfermo), a una comprensión unidimensional de la racionalidad de la relación investigadora-sujeto (aceptación de haber recibido una información adecuada sobre el procedimiento de investigación y sus motivaciones) y, finalmente, a una idea de que las instituciones académicas pueden distanciarse de los problemas y las contingencias que puedan surgir a raíz de esa relación (aceptación de los riesgos de dicho procedimiento).15 Como alternativa, presentamos las actas de las asambleas de las organizaciones con las que trabajamos y en las cuales se discute, ajusta y aprueba una investigación. Con esta práctica lenta (suele tomar dos o tres visitas al territorio) garantizamos no tanto deshacernos de los riesgos de la investigación, sino que sea tratada como otro asunto propio de la organización en torno a la cual se reúnen para deliberar. La asamblea también es el espacio donde se presentan posteriormente los resultados de la investigación, con un tono también deliberativo, que excede la noción de apropiación del conocimiento que privilegian nuestras instituciones.

      Una cuarta y última tensión surge de la posibilidad de brindar formaciones extrauniversitarias como una actividad de extensión o servicio de las universidades y que, muchas veces, coincide con los planes de formación de las organizaciones con las que trabajamos. Si bien para las universidades estas formaciones deben conducir a los diplomados, buscamos sortear este protocolo administrativo, pues su costo es exorbitante para activistas de zonas rurales o periurbanas e, incluso, si es asumido por el proyecto de investigación. Por eso, como alternativa, tomamos la salida de que la formación sea parte de la investigación y que cubra una cantidad de horas menor a la establecida por la universidad para los diplomados, opción ensayada comúnmente por colegas de Latinoamérica. En el mejor de los casos, buscamos que la formación sea diseñada con la organización. Esta salida potencia la diversidad económica de las universidades al concretar actividades de extensión o servicio cuyas prácticas de finanzas alternativas son distintas a las capitalistas. En la medida que no siguen una lógica mercantil, son gestos de reciprocidad con las organizaciones con las que trabajamos; además, siguiendo los lineamientos de pedagogía comunitaria de una de las organizaciones con las que trabajamos, de la lógica moderna universitaria conservamos la exigencia de la asistencia y la puntualidad así como la entrega de trabajos y su evaluación. Procuramos hacer la entrega de los certificados de los cursos en la universidad, que es uno de los momentos más emocionantes de la investigación, cuando quedan plasmados en las redes sociales de activistas y que convierte a la universidad en un lugar de encuentro con sus familiares, donde cobran sentido muchas de sus horas dedicadas al trabajo comunitario y se rompe la frontera de clase establecida por nuestras universidades, como solemos escuchar en esos eventos: “Nunca pensé estar aquí… en la universidad de los ricos”. De todos modos, nos queda el sinsabor de que la universidad no otorgue becas para estas comunidades, por ejemplo, como forma de reparación colectiva a las violencias del conflicto armado.

      CUARTA PRÁCTICA: INCORPORAR LA VIVENCIA SITUADA DEL TERRITORIO AL DISEÑO INVESTIGATIVO

      Los estudios más conservadores conciben los territorios como el “contexto” de la investigación; remiten


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