ApareSER. Víctor Gerardo Rivas López

ApareSER - Víctor Gerardo Rivas López


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una configuración respecto a la manera en que haya aparecido en la obra de la que uno parte o que quiere retomar para medir sus propias fuerzas, lo que indica que no es un criterio general sino el símbolo de una relación de fuerzas en la que los elementos del proceso se integran por medio de la referencia a una posibilidad ya realizada, la cual, más que definirse como regla a cumplir, espolea a descubrir una variable más interesante. Y con esto me refiero a la íntima comunicación de los cuadros del Bosco y de Brueguelio, que son pintores que se mueven dentro de la tradición flamenca o (si lo vemos desde un ángulo historiográfico) tardomedieval.56 Si nos atenemos al uso de figuras monstruosas como las que pueblan dos de las tres tablas que conforman El jardín de las delicias, no habrá vuelta de hoja: esas figuras sintetizan aspectos de muchas otras, ninguna de las cuales es horrenda por sí misma pero en conjunto resultan literalmente infernales, por más que a la distancia de los siglos y con la experiencia de los efectos especiales cinematográficos nos den por momentos la impresión más bien de algo hasta gracioso en ciertos casos. Lo interesante aquí es que en su contraste con el rostro del personaje que aparece en medio de ellas, del que hemos hablado largo y tendido, nos propongan una manera específica y total de situar lo humano en el límite de lo configurable, que es por lo que fungen como arquetipo con independencia, insisto, de su abigarramiento o de sus sorprendentes combinaciones. Lo que hace, pues, memorable la visión del Infierno que nos presenta el Bosco no es tanto la hibridación figurativa como la estructura que la pone en juego respecto a una presencia humana que por su lado parece estar fuera de la realidad, como bien lo comprendió Brueguelio en El triunfo de la muerte, en donde si bien la corporalidad de los seres sobrenaturales varía muy notablemente respecto a su precedente (no se ensambla brutalmente la de varios, se mantiene la unidad anatómica del esqueleto pero se le dota de una animosidad que al unísono horripila y fascina), su contraste con la presencia humana es prácticamente idéntico al de la obra del Bosco: aquí no hay un rostro que flote en medio de la nada pero sí hay un grupo de personas que con estupor ven cómo las aplasta un poder irresistible cuando aún esperan gozar de la vida. Sin que haya ninguna similitud formal entre las dos obras, es obvio que en ambas la piedra de bóveda de la configuración es el choque de lo infernal y lo humano en la máxima singularidad de una expresión inescrutable o de una entrega al placer casi demencial. Lo arquetípico no implica, pues, que se imponga un estilo o un orden compositivo sino que la diversidad de un fenómeno como lo infernal o lo escatológico se despliegue de acuerdo con una estructura adaptable al tema, a la sensibilidad de cada cual y a la dinámica cultural del caso sin sacrificar la originalidad respectiva, lo que corroboraría el vínculo crítico y operativo de lo arquetípico con la tradición, por un lado, y con el devenir histórico, por el otro. Además, ya que lo tradicional se refiere al menos a dos cosas muy distintas (lo filosófico y lo historiográfico, que a su vez se bifurca), habría que considerar que si en su fase prerromántica propone al arquetipo como un modelo a seguir, en la posromántica lo propone, por el contrario, como un trampolín para que la propia imaginación tome vuelo o hasta como un escollo que hay que sortear; en otras palabras, el arquetipo deja de tener un valor ejemplar y pasa a cumplir una función prácticamente ancilar mas no desdeñable, pues la originalidad tiene que calibrarse más que nunca en vista de la falta de una estructura ontológica clara que indique cómo tratar un tema o qué nexos tiene él con el dinamismo cultural. Lo que resultará incomprensible si no se toma en cuenta la drástica mutación que tiene lugar en la relación entre el sentido psicológico y el propiamente técnico del proceso configurador: de ser un mero paso previo sin mayor importancia (lo que en esencia se explicaba por la explicación metafísica de la inspiración como musa, estro o genio), lo psicológico se convierte casi en la piedra de toque del proceso que hay que analizar con cuidado porque apunta a la originalidad de una forma que sin tener nada de mental y mucho menos de metafísico busca realizarse en el mundo sociohistórico como posibilidad vivencial abierta a cualquiera que tenga una sensibilidad afín (y entonces Brueguelio retoma al Bosco sin tener, empero, que copiarlo en lo más mínimo); en cambio, lo técnico, que en principio consiste en un conocimiento del medio en el que se desarrolla el artista y puede equipararse casi con la pericia de cualquier obrero calificado, pierde su preeminencia, al menos como reflejo de un don personal o de un aprendizaje magistral como el que se alcanzaba en la antigua institución del taller a cargo de un artista. Todo esto implica que la configuración debe verse como una acción colectiva en la que interviene tanto quien ha tenido originariamente la idea, quien le ha enseñado a realizarla y, por qué no, quien la disfruta y valora como algo que tiene un cierto mérito: lo estético y lo artístico vuelven a equipararse a costa de lo técnico, al menos como extremos de una tradición que en su fase posromántica tiene siempre un dejo contradictorio que incluso haría aconsejable o abandonarla del todo o substituirla por tres otros sistemas de valoración y regulación del proceso configurador: la industria del espectáculo, los medios de comunicación social y el mercado del arte.

      Puesto que no es un tema que me interese tratar aquí, solo quisiera hacer hincapié en que si a pesar de todo considero conveniente mantener el término “tradición” es porque implica un cierto criterio de originalidad y de identidad reticular de cualquier forma de configuración con otra, lo que sin detenerme más en el asunto se pasa en silencio en el caso de los otros tres reguladores, en los que no hay necesidad de función arquetípica pues el sentido del fenómeno respectivo no es articular el aparecer por encima de cualquier condición fáctica o empírica sino vivirlo de modo directo como ilusión en el peor sentido de la palabra que la asemeja tristemente a alucinación. En la medida en que trata de idealizar un sentido que sale a la luz como dinamismo inagotable, la tradición da pie para hablar de un devenir histórico que ni el espectáculo, ni los medios ni el mercado tienen modo de incorporar y mucho menos proyectar fuera del estrechísimo horizonte de un presente que se agota en el eterno tiovivo de la novedad. Pues la razón más importante por la que el binomio tradición-arquetipo debe mantenerse pese a lo paradójico que resulta es que refleja la dialéctica que hay entre la consciencia perceptiva, el dinamismo de la forma que se recompone a cada instante y la desconcertante pretensión de llevarla a su máxima expresión que hallamos detrás de cada obra que se precie de ser un arquetipo para las demás. Este hecho, sin embargo, se explica sin mayor dificultad por las condiciones ontológicas de la espaciotemporalidad, en particular la del lugar en la que el ser se concreta y singulariza y por la transición que da a la identidad un sentido relativo, mas comprensible, tanto como expresión personalísima como del modo en el que el sentido se nos da en cualquier diferencia de nivel o cualidad de las innúmeras que se conjugan como por arte de magia en un grabado o en un poema tan breve como el célebre “Carmen LXX” de Catulo. En vistas de un ser que no cesa de mostrarse aunque nunca lo haga de modo objetivo, es menester que el hombre se concentre, intuya, discrimine, voltee o rechace; en una palabra, que perciba su entorno como la revelación de la unidad existencial que antecede a cualquier regulación puramente óntica y/o psicológica como las que enhebran la historiografía del arte en el sentido extrafilosófico o más bien profesional de la expresión que se limita a encuadrar la configuración en una serie de factores tan incidentales como la fundación de Constantinopla o el redescubrimiento de Platón por parte de Ficino y sus cofrades florentinos. Mas una reflexión que busca al unísono reconocer el asedio del sentido que nos sale al paso por todos lados a la vez y, además, la extraordinaria creatividad de que hacen gala cada cual a su manera el hombre común y el artista tiene que reivindicar el valor arquetípico de ciertas obras que muestran que al margen de lo que digan los sistemas de simbolización que en todas las épocas se imponen como regulación de lo real, hay una extraña vinculación entre lo estético y lo ontológico que merece la pena elucidar.

      1. Maurice Merleau-Ponty, Phénomenologie de la perception, p. 418. En este y en cualquier caso subsecuente citaré la obra respectiva conforme con la edición que haya consultado, con independencia de si hay traducciones o no de ella.

      2. Don Ihde, Experimental Phenomenology: An Introduction, p. 36.

      3. Jacques Aumont, L’image, p. 44.

      4. Maurice Merleau-Ponty,


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