Una música futura. María José Navia
Hace tres semanas que la acompaño en el sur. A ella y sus perros. Raúl anda en uno de sus viajes, filmando algo que luego seguro se gana muchos premios de festivales con nombres difíciles de pronunciar.
Mejor así.
Nunca me ha caído bien.
Clara dice que está feliz de que esté aquí. Que no le gusta quedarse sola tanto tiempo. Pero yo la veo jugar con sus perros entre sonrisas que nadie más aquí tiene. Hay una felicidad rara en ella, algo que debiera estar prohibido. Nunca tuvo hijos y ya no va a tener.
Parece no arrepentirse.
Pongo mi computador sobre un escritorio que mira al lago, una mancha celeste que a ratos me da nostalgia. Dejo también mis diccionarios, mi libreta de apuntes. Sobre la cama está la bandeja con el desayuno. Rocío, la mujer que nos ayuda con la cocina, me lo trajo en un gesto que me conmovió.
Hace años que no tomo desayuno en la cama.
Muerdo una tostada y algo en mí se revuelve. No alcanzo a llegar al baño, derramo todo junto a la puerta. Menos mal que la pieza de mi hermana está en el piso de abajo y que a esta hora debe estar todavía durmiendo. El olor ácido ya va subiendo por las paredes o puede que sea yo la que lo siente en todas partes: en mi nariz, en mis brazos, en el pelo. Mojo una toalla y la paso por el suelo de madera. Me lavo la cara y me miro, pálida y ojerosa, en el espejo del lavamanos.
Todavía no se lo cuento a nadie.
Lleno de agua la tina y echo un líquido para hacer burbujas. Lo dejó uno de los pasajeros, de los pacientes, de los huéspedes. Nunca sé cómo llamarlos.
Mi cuerpo sigue igual, aunque me duelen los pechos cada vez que los toco. Me pican los pezones, siento que del sexo me sale un olor distinto. A veces, antes de acostarme, meto un dedo y me lo llevo a la nariz.
Siempre me gustó sentirme sucia. Ahora, en cambio, las náuseas me sorprenden y me humillan. El mundo entero parece impregnado de un olor que no soporto.
Aprovecho de bañarme mientras dura el agua caliente. Son solo unas horas, luego todos quedan condenados a las duchas heladas. Más frío. ¿Por qué era lo del frío? Sumerjo la cabeza y, por un instante, no puedo oír nada.
Obligo a mi cuerpo a aguantar la respiración. Luego me arrepiento.
Me da miedo hacernos daño.
Es raro que mi hermana quiera vivir aquí. Siempre pensé que vendería la casa al primer atisbo de oferta. Yo me quedé con el departamento de Santiago y me deshice de él lo más rápido que pude. Luego compré otro en un nuevo barrio, que se pareciera lo menos posible al de mis viejos. Pero ella había querido ir allá a perderse y Raúl la había seguido. O a medias, la verdad. Pasaba gran parte del año de gira. No era una relación a distancia, pero casi. Y ambos parecían satisfechos con el arreglo.
Quién era yo para juzgarlos.
El terremoto los había pillado camino al sur. A ellos, a nuestros padres. Camino a reacondicionar la casa para transformarla en uno de esos bed and breakfast que estaban tan de moda. Su sueño de jubilación.
El auto iba cargado de bidones de parafina. Eran tiempos de emergencia y la gente no andaba manejando con mucho cuidado.
Fue solo un instante. O eso nos dijeron.
Ayudo a Rocío a preparar el desayuno para los demás. Muelo el café y ordeno las tazas en unas pequeñas torres. Vierto la leche dentro de un jarro de vidrio. Me hago cargo de los huevos. Rocío pasa un trapero y prende la chimenea para que esté al menos tibio cuando lleguen todos.
Son siempre puntuales.
Para gente adicta a sumergirse en sus pantallitas en cuanto abrían los ojos, esas horas de la mañana podían ser funestas.
No quiero dar un mal ejemplo ni tentarlos, así que agarro la camioneta de mi hermana y me invento algún trámite que ir a hacer al pueblo. Allá prendo el celular y espero.
Me cuesta revisar los mensajes. Hay llamadas perdidas, mensajes en el buzón de voz que nunca oigo.
De esa persona a la que yo debería querer.
Cuando regreso, ya hay huéspedes en terapia de grupo. Matías, uno de los psicólogos a cargo, me hace una seña con la mano cuando me ve pasar.
Imagino cómo será sentarse sobre él. Ahí, en esa misma silla en la que ahora se le ve tan compuesto. Cierro los ojos, trato de imaginar sus manos bajo mi falda. Sus jadeos en mis oídos. Pero vuelve el asco y abro los ojos.
El libro que traduzco es una novela de fantasmas. Éxito de ventas en Estados Unidos y Europa, casi no pude creer mi buena estrella cuando me contactaron. Hacía varios meses que yo no me animaba a traducir ni a escribir nada, después del fiasco ese con una editorial española que luego quebró y esos libros que, con suerte, circularon por algunas ferias antes de ir a dar a los mesones de saldos. Todavía tengo un ejemplar en mi repisa con el plástico sin abrir. Así me había relacionado siempre con mis malas decisiones. De lejos y sin poder tocarlas. Selladas al vacío.
No me pidieron que interactuara con los pacientes más allá de la primera admisión pero, la verdad, el día a veces se me hace largo, y siempre me las arreglo para colarme en alguno de sus juegos. Todos con premios lamentables, que mi hermana o yo compramos a la rápida en ese almacén lleno de cosas chinas.
No cuesta mucho acercarse. Están desesperados por hablar, por contar por qué están ahí, por convencerte de que no están locos, que no son adictos, que esta fue una decisión simple, trivial, como elegir un lugar para pasar las vacaciones.
De todos ellos, con quien mejor me llevo es con Esteban. Quizás porque no anda dando tantas explicaciones. O porque día por medio me ruega que lo lleve al pueblo para conectarse desde algún cibercafé y horas más tarde me pide perdón con notitas que desliza bajo la puerta de mi oficina.
Me da las gracias por decirle que no.
No sabe que cada vez me cuesta más.
Fue su mujer quien le pidió que ingresara. Tiene dos hijos, pero no habla mucho de ellos. De Laura, en cambio, habla en cuanta oportunidad tiene. No sé si para dejarme en claro que está comprometido y que no trate nada, o tal vez de puro aburrido. A veces me pregunta: «¿Habrías hecho lo mismo tú?» Y yo le respondo que no sé, que me faltan detalles de la historia, que con las pocas piezas de puzle que me ha entregado, todavía no sé si estoy armando un paisaje o un cuadro dentro de un museo. Y él se ríe y me pregunta si tenemos rompecabezas en la sala de juegos. Ojalá de esos bien grandes, miles y miles de piezas, que lo mantengan ocupado hasta la salida. Lo dice y hay una chispa de esperanza en el fondo de sus ojos, pero en la sala no hay puzles y en el pueblo solo encuentro de esos infantiles que se podrían armar con los ojos cerrados.
La mujer sin abrigo —que sigue tiritando, aunque me he ofrecido a comprarle un chaleco, por aquí sobran las ferias de artesanía— lidia con la ansiedad sacándose los pelos de la cabeza. Ahí está, en una esquina, sentada con gesto ausente, escarbándose. Nadie le dice nada, pero de a poquito comienzan a notarse los pelones, ahí al centro, como una calva rara.
En estas semanas he visto a otras mujeres hacerse daño sin darse cuenta o tomándolo como un mal necesario. Chicas que se rasguñan las piernas, que se sacan pedazos de uña, que se muerden los labios hasta hacérselos sangrar. No parece dolerles. Tampoco distraerlas.
Yo, por las tardes, bajo a la bodega a mirar todos esos artefactos. Cromados, de pantallas grandes o pequeñas, con sus botones a los costados, sus carcasas de plástico o de cuero. A veces enciendo alguno y me paseo por sus fotos, por sus correos electrónicos.
Son más entretenidos que los libros que dejan.
Mi hermana es enfermera. Imagino que sus estudios le son útiles en esta posada. Me gusta ese nombre: como un pájaro que se posa, como algo momentáneo que ya va a pasar, que está pasando.
La posada está siempre llena. Me costaba creerlo antes de venir, pero en estas semanas he podido comprobarlo. Las listas de espera,