Una música futura. María José Navia

Una música futura - María José Navia


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encontrar.

      Quiere que vivamos juntos. Yo ya no soporto más de unas horas a su lado. Siempre inventando salidas a comprar algo, reuniones hasta tarde. Me da tanta rabia no poder querer la vida tranquila que me ofrece. A veces sueño con tener un interruptor en mi cabeza que, al apretarlo, me ayude a compartir mis tiempos y espacios sin estas ganas de salir corriendo. A creer que todo está bien, que Rodrigo es un hombre bueno, que me respeta y me admira, que quiere que sea feliz.

      Que mi situación es envidiable.

      Que no se le dice que no a la buena suerte.

      Pero quise irme, quiero irme. Es difícil conjugar los verbos por estos días.

      Me envalentono y le pongo play a uno de los mensajes. La voz de Rodrigo inunda la cabina de la camioneta.

      Cuando regreso, el agua ya sale a chorritos tímidos. El aburrimiento de todos es incandescente.

      A veces nuestras verdades más importantes decidimos contárselas a extraños. Apoyo la cabeza contra la madera fría del suelo y agudizo los oídos. Cierro los ojos y puedo imaginarlos a todos en círculo. Uno a uno, voy oyendo sus reflexiones de estos últimos días. Hay una mujer —¿Margarita?— que no deja de tener pesadillas e imagina luces y teléfonos que suenan sin que ella pueda contestarlos. Otra voz pregunta cuándo podrá recibir su primera visita. Matías responde que pronto, aunque yo sé que faltan al menos dos semanas.

      Entonces lo reconozco. Esteban carraspea un par de veces antes de hablar. Siempre lo hace.

      Y me entero de los intentos. Cuatro.

      Y de esta, su última oportunidad.

      Nunca lo he oído hablar en ese tono, como arrastrando las palabras. Como apagándose. Me cuesta entenderlo. De pronto un fragmento se destaca, nítido.

      —Las plantas —dice—. Quiero que se callen las plantas.

      Una burbuja sube por mi garganta, llenándome de asco. Alcanzo a ponerme de rodillas para vaciarme. Por un momento se hace un silencio y temo que me hayan escuchado, pero Esteban retoma su relato.

      —Hablan entre ellas y no las entiendo. Hay un… un zumbido.

      Me arde la garganta, me duele. Con cuidado, busco un trapo en la repisa más cercana y limpio el suelo. Siento que se mete entre mis dedos. Me aparto un mechón de pelo, mojado. Hediondo. Siento líquido dentro de la nariz, la garganta en carne viva.

      —Algunas noches no me dejan dormir —llega desde abajo—. Quiero irme.

      Mi cuerpo vuelve a doblarse, ahora sobre el trapo. Siento que algo me late dentro de la cabeza.

      No escucho nada.

      Miro mi reloj. La sesión debe estar a punto de terminar.

      Me arrastro despacio hasta el baño más cercano. Lleno un recipiente con agua y vuelvo a limpiar mi desastre. Me esfuerzo por respirar solo por la boca. Siento la espalda mojada. Por la ventana veo a Clara, jugando con sus perros. Les tira unas pelotas y se las traen de vuelta. Lleva puesto un chaleco gris larguísimo que le llega hasta las rodillas y que disimula su cuerpecito flaco y a punto de quebrarse.

      Echo desodorante ambiental antes de cerrar la puerta.

      Me quedo en mi pieza el resto de la tarde. Le digo a Clara que algo que comí en el pueblo me ha caído mal al estómago. Me mira con desaprobación, nunca ha entendido mis ganas de comer; ella lo hace apenas y con desgana. El cuerpo entero me molesta: las sábanas, el roce de la ropa, no logro quitarme el olor a vómito de encima, a pesar de haberme duchado ya dos veces.

      Siento que Clara puede olerme y lo sabe todo.

      Fue ella la que recibió la llamada.

      Ese día yo estaba en la casa de una amiga. Tenía diecisiete años. Clara, veinticinco.

      Se demoró dos horas en contármelo.

      Cuando vuelve, me hago la dormida. Escucho cómo deja una bandeja sobre el escritorio, cuidando de no derramar su contenido sobre los libros.

      Abro los ojos: sopa de pollo.

      El olor inunda la pieza y vuelvo a vomitar.

      —Me envenenaron —le digo a Esteban, cuando me encuentra al día siguiente paseando por el huerto.

      Quisiera preguntarle si son estas las plantas que le hablan, pero me aguanto. Está ojeroso, y sin muchas ganas de conversar, pero camina a mi lado, siguiendo mi ritmo de anciana.

      A lo lejos se ve la sección de los adolescentes. Corren en círculos alrededor de una cancha. Allá los instructores son militares retirados y la terapia se combina con ejercicio. No me gusta hacer las rondas por esas cabañas, siempre las dejo para el final. Son jóvenes de miradas vacías, que los primeros días lloran de angustia al no poder conectarse. Incluso hay habitaciones para los padres. Son ellos los que los traen aquí: obligados. Impotentes. En sus sesiones, sus palabras se quiebran en verdaderos aullidos de dolor: hablan de sus vidas conectadas, esas que pueden manejar, mientras el mundo de sus familias está lleno de gritos, expectativas o indiferencia.

      Repaso el mensaje de Rodrigo en mi cabeza. Me pide perdón por apurarme. Dice que puede esperar, que quiere esperar, todo lo que sea necesario. Su voz suena a ruego y odio que me rueguen. Insiste en que respeta mis tiempos. Que, por favor, vuelva pronto a Santiago. Que hablemos.

      El pasto está mojado y nuestros zapatos se van manchando con barro. Esteban me pregunta si quiero volver a la casa, pero le digo que mejor sigamos. Que quiero agotarme, le insisto, mientras miro de reojo a los muchachos que corren y corren.

      —Ya no aguanto esto —agrega él por lo bajo, como si no esperara mi respuesta—, ni siquiera me dejan llamar por teléfono.

      Le tirita una de las manos cuando señala hacia adelante a unos juegos infantiles que están al fondo del bosque. Así le decíamos cuando chicas: ir a jugar al bosque. Esos cuantos árboles dando un poco de sombra justo al fondo del patio.

      Cierro los ojos y puedo vernos recostadas sobre el pasto y sin hablarnos. Enteras. Antes de todo.

      Ahora, en cambio, yo tenía otras vidas a las que no me acercaba. Y, en una de ellas, mi hermana lloraba todas las noches. Vivíamos juntas en un departamento lleno de fantasmas. Cuando se fue, ya no pude seguir ahí.

      —¿Alguna vez viviste acá? —pregunta Esteban.

      —No, solo veníamos los veranos. Esta casa era de mis abuelos. Después fue de mis papás. Estuvo arrendada mucho tiempo. Mi hermana la transformó hace unos años. Se asoció con un psicólogo que puso todo lo demás.

      Empieza a llover, apenas un poco.

      El bosque está cerca. Seguimos caminando.

      —Laura siempre quiso tener una casa en otra parte.

      No puede evitarlo: su voz sale llena de ternura.

      —¿Y cambió de opinión?

      —No —miro hacia atrás. Ya comienzan a encenderse algunas luces en la casa—. No sé.

      Los perros no están por ninguna parte. Esteban parece cansado.

      —¿Quieres seguir? —le pregunto.

      —Sí, vamos, ya queda poco.

      Lo dice e intenta sonreír. Se ve desvalido, frágil. El agua le corre por un mechón de pelo sobre su frente, que se aparta con algo de rabia. No quiere estar aquí y lo sé, lo sabe, lo sabemos. «¿Te hablan también estas plantas?», pregunto, solo formando las palabras con mi boca, a sus espaldas, y sin sonido.

      «Ya no quiero estar contigo», ensayo también, y de mi boca sale vapor.

      Clara se puso contenta cuando le dije que iría a acompañarla unos meses.

      Desde el accidente no volvía a la casa. Me hizo un recorrido por ella como si fuera una pasajera más. Tal vez lo era.

      Miro las zapatillas de Esteban: son de tela, debe


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