Una música futura. María José Navia
baja», dice Clara. Aunque de un tiempo a esta parte siempre es temporada alta.
Para obligarlos a dormir, cortamos la electricidad a las diez de la noche. En cada cabaña hay una vela que no se repone. Una vez consumida, la oscuridad es innegociable. La luz hay que administrarla con cuidado. Al principio, me consta, a todos les cuesta un mundo ajustar sus horarios. Hago rondas por fuera de las cabañas y escucho sus pasos de un lado a otro, entre sus cuatro paredes de madera, desesperados. Algunos salen a dar una vuelta, como sonámbulos. Hay pequeños focos marcando los senderos, apenas con luz suficiente para alumbrar a arañas y sapos. Pero luego de un tiempo se rinden. Imagino que incluso sus respiraciones se acompasan y duermen todos un mismo sueño en el que no echan de menos sus pantallas.
Probablemente me equivoco.
En algún lugar allá afuera está Rodrigo. En algún lugar de mi teléfono —que ahora no tiene señal— se esconden correos amables, mensajes de texto, llamadas perdidas. Fotos.
Mi hermana no pregunta por él. Quiero creer que porque sabe que aún no es el momento indicado, pero lo más probable es que no le interese. O que no se haya dado cuenta. Mi hermana de acero, la que resuelve todos sus problemas de forma civilizada. Con sus perros obedientes y su marido a una distancia que le funciona. Mi hermana con el corazón a cuerda y bien guardado en su caja. Yo con este animal enjaulado que me rasguña por dentro.
No me atreví a encararlo. Dejé una nota sobre el mesón de la cocina.
En alguno de esos e-mails que no abro, me esperan preguntas y, seguramente, más comprensión de la que merezco.
Muchos pasajeros están aquí por problemas de ansiedad. A veces escucho sus sesiones de terapia recostada en el piso que queda encima de la consulta. Ahí se guardan los productos de limpieza y solo yo tengo la llave de ese clóset. La madera se siente fría contra la piel y de a poco van subiendo las palabras de todos. Algunos obsesionados con las redes sociales de sus exparejas, con crisis de pánico después de leer un mensaje algo coqueto o un emoticón de corazoncito. Hombres confesando pasar más tiempo del necesario mirando las fotos de las amigas de sus hijas adolescentes, incluso enviándoles solicitudes de amistad que a veces llevaban por senderos de lo más oscuros. Otros despilfarrando los ahorros de la familia en casinos virtuales o jugando a videojuegos por varios días seguidos y usando pañales.
Nomofobia se llamaba su adicción.
Y la mía era escucharlos.
En ellos reconocía a otros animales enjaulados. Otros, como yo, que no se sentían enteros, que se habían resignado a intentarlo. Otros con deseos atascados. Y es que había llegado a creer que uno tropieza una vez y ya lo entiende todo. A esos maridos infieles que decidían abandonar a sus esposas el mismo día en que tenían a su primer hijo, los que se arruinaban con estafas y deudas, las madres que, en un ataque de desesperación, envenenaban a sus niños, las que se metían con el novio de la mejor amiga el día de su cumpleaños.
Uno se desvía del camino amarillo y lo entiende todo.
Toda la mugre.
Y ahí me quedaba, dejando que sus impurezas llegaran hasta mí, hasta el armario del cloro y los trapos, a ver si quizás, a ver si tal vez, las palabras del psicólogo nos limpiaban.
Cuando veníamos aquí de vacaciones con mi hermana, pasábamos el día entero junto a la piscina. Ella, vuelta y vuelta, en busca del bronceado perfecto. Yo, bajo el quitasol y protegida entre mis audífonos. Mientras, nuestros padres salían en caminatas que duraban horas, leían el diario, preparaban almuerzos. Tenían una complicidad envidiable, un universo propio en el que a veces estorbábamos. Con Clara tratábamos de armar nuestro mundo con los pies en el agua y pequeños ritos cotidianos como ponernos bloqueador en la espalda. Se desabrochaba la tirita del bikini y ahí llegaba yo con las manos brillantes de aceite que se deslizaba, suave, por su piel llena de lunares. Le costaba llegar al tono que le gustaba. Siempre terminaba pasando días enteros cubierta por una capa viscosa de aloe vera, o fucsia y de pie frente al ventilador.
Pero ahora llueve y la piscina está vacía.
Clara dijo que la llenarían en cuanto dejara de llover.
Esteban me hace un gesto con la mano. Me acerco con mi bandeja (un caldo de pollo, pan y mantequilla, no me atrevo a comer nada más) y él se hace a un lado.
El vapor de la sopa entibia mi cara, empaña mis anteojos que luego dejo sobre la mesa. Él se ha servido un poco de todo. Es inevitable. Casi todos los pacientes suben de peso durante su estadía. Son pocos los que se motivan con el ejercicio y las actividades al aire libre. Por lo general se dedican a jugar cartas. O a leer y a ver cómo cae la lluvia. A tragar todo lo que les pase por delante.
Le cuento que todavía no encuentro un rompecabezas como el que quiere. Los ojos le brillan, ansiosos. Me gustaría llevarlo conmigo al clóset donde guardamos los dispositivos. Dejarlo ahí un rato, calmar sus ganas. Que vea porno, los correos de la oficina, que apueste por internet, lo que sea su felicidad. Pero me resisto.
Me dice que ya no sueña. Que los primeros días tuvo pesadillas, pero ya no más. Que apoya la cabeza sobre la almohada y la noche cae sobre él como una colcha de lana pesada. Como un animal dormido.
Lo dice y no sonríe.
Bajo la mesa mueve, nervioso, una de sus piernas. Juguetea con la comida. Apila todas las arvejas a un costado del plato, revuelve el puré con la cuchara, parte la carne en pedazos diminutos, como si estuviera por alimentar a un niño.
Le pregunto por ellos. Cómo se llaman, cuántos años tienen. Pero no responde.
Tampoco me pregunta por qué estoy aquí.
Por las noches ceno con Clara en la casa principal. Una ensalada, un guiso, nunca postre. Mi hermana me cuenta que el negocio va mejor de lo que esperaba, que necesita contratar a más gente. Intenta convencerme de que me quede. Aquí puedes escribir, si quieres. Podrías hacer talleres, me dice, con esa sonrisa con la que miente.
Los perros siempre están a nuestros pies mientras comemos. Ella los acaricia, les canta canciones inventadas, sus manos blancas se pierden entre sus pelos. Yo me quedo con las piernas tensas. Temo que en cualquier momento se lancen a morderme un tobillo. A veces imagino que se llevan uno de mis pies en el hocico y lo entierran bien lejos. Allá, en la caseta de las herramientas, donde escondíamos los cigarros cuando chicas.
Nuestros padres nunca nos dejaron tener mascotas. Pero Clara siempre soñó con perros enormes que aparecían en todos sus dibujos de niña. Les ponía nombre. Los dibujaba en su diario de vida. Me pregunto qué pensarían ellos si vieran ahora esta casa, su casa, invadida por huesos de plástico y juguetes, o a los animales durmiendo muy campantes a los pies de la cama en la que ellos pasaron tantas noches.
Rodrigo nunca vino a la posada.
Nuestros padres no supieron de él.
Conociéndolos, habrían dicho que era muy bueno para mí. A ellos no podía engañarlos, veían sin problema al animal enjaulado y sarnoso detrás de la sonrisa que me habían enseñado a llevar a todas partes.
—Ya va a volver —me dice Clara mientras termina de escribir la lista de compras que debo hacer en el supermercado.
Han sido solo un par de horas, pero todos comienzan a desesperarse. El agua sale de a gotas ridículas, justo lo suficiente para lavarse los dientes, no sin algo de esfuerzo.
Muchos han decidido no salir de sus habitaciones. Otros caminan entre las plantas.
Es un lindo día.
Clara me entrega la hoja de papel y yo la doblo sin mirarla. Me subo a la camioneta y salgo del estacionamiento. Puedo sentir las miradas de los pacientes instalados en las ventanas, odiando mi libertad de movimiento. No me importa. Les hago una seña con la mano. Son quince minutos hasta el pueblo. El paisaje es hermoso, me calma hasta en mis días más tristes. Verde y más verde, campos, vacas, lecherías. El lago. Avanzo un poco por el camino de tierra y comienzan a sonar las notificaciones en mi teléfono. Buzón de voz. E-mails. Mensajes directos en las distintas redes sociales