96 grados. Eusebio Ruvalcaba

96 grados - Eusebio Ruvalcaba


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mil dólares. La verdad no sé cómo le habrá hecho, pero en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en el otro lado. Y a pesar de tener ofertas de trabajo en la industria de la construcción en el estado de Nevada, una fuerza inexplicable guió su camino y decidió no detenerse hasta Nueva York. Algo tenía esta ciudad que lo atraía poderosamente.

      Pronto consiguió trabajo como taxista. Es increíble la facilidad que otorgan los gringos para que un ilegal consiga manutención, o, dicho de otro modo, es inaudito el grado de corrupción entre los patrones estadounidenses. Según supimos, en el sitio de taxis les bastó con que supiera manejar. Ya con 18 años, sus gastos como alimentación y techo se los pagaba el dueño del negocio. Pero mi tío George —admitamos que se llama así— no era la excepción; otros que estaban en la misma situación recibían las mismas canonjías. En un sitio que le daba trabajo a 200 taxis, sucedían las cosas más insólitas, recuerdo que escribió en una de las escasas cartas que llegaron a nuestras manos.

      Y así hubiera seguido hasta el final de los tiempos, pero se hizo amigo de un joven neoyorkino de nombre Hal. Y cuando digo amigo, lo que quiero decir es amigo de verdad. Hijo de un oficial del ejército de los Estados Unidos, y de un ama de casa a la usanza yanqui, Hal pasaba tantas horas solo que poco a poco compartió su tiempo libre con George. Al punto de que las mejores horas del día las pasaba jugando videos con George.

      Pero algo aconteció que cambió el curso de las cosas. En cierta ocasión en que George se encontraba jugando en la recámara de Hal —quien en esos momentos se había ido a recoger unos documentos a la escuela—, decidió ir a la cocina por un vaso de agua. Enorme fue su sorpresa cuando descubrió a la madre de su amigo en ropa interior apenas disimulada por una bata entreabierta. Jenny, se llamaba. Los dos se miraron estupefactos. Ambos tuvieron la intención de dar un paso atrás, como si de ese modo se pudiera pulverizar la impresión; pero ninguno lo hizo, al contrario, dieron un paso adelante.

      Aquel encuentro fue decisivo. La experiencia se repitió incontables veces. A la menor oportunidad, y aprovechando que Bennett, el marido de Jenny, estaba en Irak y viajaba a Estados Unidos una semana cada seis meses, George encontraba el modo de entrar a la casa y hacerle el amor a aquella mujer —por cierto de melena rubia y de ojos tan azules como expresivos.

      Ya con un inglés fluido que le permitía expresarle a Jenny lo que sentía por ella, George empezó a fallar en su trabajo. Fue conminado a enderezarse pero las palabras de su patrón —quien le tenía buena fe— le entraban por un oído y le salían por el otro. Ya sin contar con el menor ingreso, se mudó al cuarto de la servidumbre de la casa de Hal —quien, hay que decirlo, no sospechaba nada del romance que estaban teniendo su amigo y su madre.

      Y aunque querían descararse más allá de lo permitido, George lograba detenerse a tiempo; tal vez por un prurito de decencia que le había sido inculcado desde niño, no se atrevía a rebasar ciertos límites. Pero cuando Bennett anunció su llegada, la situación se complicó. George no quiso dejar la casa, y finalmente le aseguró al marido que si estaba ahí era por la generosidad de Hal —que en serio estaba convencido, manipulado por George y por su mamá, de que él era el causante directo de la estadía del negro en su casa.

      Bennett empezó a sospechar. Aquel hombre era casi 20 años más joven que su esposa, mexicano, ilegal y negro; menos le pareció correcto que no trabajara. Ese bueno para nada vive a mis costillas. Sus ochenta kilos los debería gastar trabajando, le reclamó a Jenny, quien a su vez lo defendía con el argumento de que estaban fomentando en Hal la clemencia, y que ellos mismos como matrimonio estaban haciendo una obra de caridad. Que eran buenos cristianos y que Dios los compensaría.

      Aquella noche, Bennett metió su auto al garage. Y apenas se apeó, una daga de 30 centímetros le atravesó el bulbo raquídeo y le salió por la garganta, provocándole una muerte instantánea. Enseguida y con la ayuda de Jenny lo metieron a la cajuela y arrojaron el auto a una presa cercana.

      Su propio hijo denunció la desaparición de su padre, y la policía investigó. No se necesitaba ser un genio para incriminar a George, quien se delató por un nerviosismo incontrolable. Confesó todo, y, como era de esperarse, inculpó a su amada.

      El juicio no duró más de una semana.

      Mi padre estuvo presente, y nos trajo los diarios donde habían aparecido las noticias. Fue un verdadero escándalo. Con voz de ultratumba, dijo que su hermano se lo había merecido, y que lo más triste en el juicio fue la presencia de Hal, aquel hijo en quien pareció recaer toda la culpa. A su madre también la condenaron a cadena perpetua.

      —¿Por qué en Connecticut? —le pregunté. Me respondió que no sabía.

      Dilema

      Mariano Sepúlveda ocultó la botella de Buchanan’s en el buró, tras los zapatos. Lo hizo lo mejor que pudo. No podía arriesgarse a que alguno de sus hijos lo descubriera. Por supuesto que no

      tenían por qué hurgar ahí, pero sabía que la curiosidad infantil es incontenible.

      Se hizo para atrás y miró acuciosamente. Seguramente por tratarse de una botella achaparrada no se distinguiría.

      Tuvo el impulso de servirse un trago. Aunque podría conformarse con mojarse los labios de su whisky favorito; le bastaría con eso. Disfrutaba tanto ese whisky, era muy caro pero pellizcando su salario —ya muy quemado por lo que le tenía que dar a su ex esposa— le alcanzaba para comprarse una botella al mes, sin que su cartera lo resintiera.

      Aunque fuera mojar sus labios. Allí estaba el vaso. Sobre el buró. Un old fashion siempre disponible. Desde el primer piso donde se encontraba, alcanzó a distinguir las voces de sus hijos. Estaban jugando en la sala. En la planta baja.

      ¿Qué clase de pesadilla estaba viviendo? Ni él mismo sabía cómo había llegado hasta ahí, bebiendo por sorbos y a escondidas. Bastaba con un trago para que se descompusiera por completo. Por eso tenía prohibido beber. Perdía el control, y dentro de él iba creciendo una violencia que no le era posible contener. Eres un mala copa, le decían sus amigos. Entre otras razones, por eso tenía que encubrirse para beber. Cuando estaban sus hijos con él. Joaquín, de ocho años, y Omar, de seis, aleccionados por su madre: “Si ven que su papá toma, me llaman y de inmediato voy por ustedes”.

      Lo había amenazado cantidad de veces. Ella a él. Pero no fue por el alcohol que lo había dejado, sino por un enamoramiento con un funcionario en la delegación donde trabajaba. Desde luego ante el juez había recurrido al alcoholismo de su esposo, por lo que le dieron la custodia sin chistar. Así que cuando los niños pasaban algún fin de semana con su progenitor, él debía tomarlo como un favor. Como si en el fondo no se lo mereciera.

      En su defensa, él dijo lo único que podía decir, lo que todo mundo esperaba oír: que dejaría de beber, pero que no lo separaran de sus hijos; que seguiría manteniéndolos; que él no pedía nada para sí, excepto que aunque fuera de vez en cuando le permitieran que los tuviera consigo.

      Y cumplió. Cuando menos hasta donde más pudo.

      Se sometió a una terapia que le pagaba el Estado. La psicóloga era una mujer entrada en años, más amargada que la directora de un reclusorio femenino. No hubo entendimiento posible. La doctora no quería escuchar razones sino sentimientos de culpa. Arrepentimientos. A base de amenazas, le hizo jurar que no bebería más, que era un mal ejemplo para la sociedad civil. Incluso le recetó medicamentos, con la advertencia de que si bebía sufriría un shock brutal.

      Tampoco podía dejar de ir a la terapia, porque el Estado le aplicaría una multa además de que menos le permitiría ver a Joaquín y Omar. Así que decidió seguir yendo con la salvedad de que no escuchaba nada, de que hablaba por hablar; menos tomaba el medicamento.

      Hizo a un lado los zapatos, extrajo la botella con terrible apremio, tomó el vaso y vertió una buena cantidad de whisky, la mitad. Sin tapar la botella ni preocuparse por volverla a su sitio, se llevó el vaso a la boca y bebió con tanto aplomo como nerviosismo. Hasta dar cuenta del


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