96 grados. Eusebio Ruvalcaba

96 grados - Eusebio Ruvalcaba


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bastó con que la criada faltara una jornada para que su marido decidiera despacharla —estorbaba más que ayudaba, por eso la corrí—, y él mismo hacerse cargo. Y por supuesto que no hizo nada. Todo estaba hecho un asco, y no había ni por dónde empezar.

      Pero no le bastó con el lunes. También se llevó el martes en la faena. Porque ese día decidió dedicarlo al jardín. Andrés es un desidioso de marca. Ni siquiera pudo regar mis rosales. A la menor oportunidad me voy a vengar. Le voy a bajar una llanta a su vehículo, con eso basta y sobra.

      El miércoles resolvió quedarse en la cama. Se sentía molida. Bien podría dedicarlo a ver un par de películas que se habían quedado rezagadas. Las dos eran de George Clooney. Pero ni modo de desaprovechar la oportunidad. Así que se preparó un vodka con jugo de tomate. Y mucho hielo. Por cierto, no había revisado sus correos. Pero ya llegaría el momento. Apenas tuviera un tiempo libre, se ocuparía de esa tarea, que a la larga le resultaba placentera. De paso se metería al feis y al tuíter. No fueron dos películas, fueron cuatro. Y no fue un vodka, fueron tres. Cuando llegó Andrés, la encontró desparramada, dormida como un tronco. Simplemente se desvistió, se metió en la cama y le hizo el amor. Ese truco le encantaba a ella. Se fingía dormida y lo disfrutaba por partida doble.

      El jueves habría sido una pérdida de tiempo quedarse en casa. No le había dedicado el menor tiempo a sus amigas. Hizo algunas llamadas, y tomó la determinación de distribuir el día con algunas de ellas: con Alma y Eduviges en la mañana, y con Imelda y Perla en la tarde.

      Ya estaba todo armado.

      La pasó delicioso. Con Alma y Eduviges habló mal de Imelda y Perla, y con Imelda y Perla habló pestes de Alma y Eduviges.

      Apenas abrió su bandeja el viernes por la mañana, se le vinieron encima los correos que le había enviado su amiga de México. En tono cada vez más perentorio, le reclamaba que no se hubiera comunicado con el señor Jorge Luis Granados Blanco, quien a estas alturas ya se encontraba rayando en la locura. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado? Corrió al comedor, y ahí seguía el paquete: sobre la mesa.

      El paraíso

      La cosa es que lo hice en mis cinco sentidos. Y punto. Claro, ustedes lo pueden dudar, tienen todo el derecho, diría. Pero no, estaba yo en mis cinco. Quiero insistir en esto porque es muy importante porque siempre que lo cuento me dicen que de seguro estaba yo borracha o drogada, pero no, qué va, yo a esa edad nada de eso, les doy mi palabra. Así estaba yo en mis cinco cuando lo conocí. Ustedes ya saben que era el novio de mi hermana. Lupe hasta me presumía de él. Un día me enseñó unas fotos que él se había sacado en cueros. Ustedes han de decir: ay, si eso es lo más normal, pero no crean... en Guadalajara no, como que esas cosas no son vistas con tanta naturalidad, si yo creo que ni aquí. Pero qué chulote se veía. Tenía un pito bien grande. Mi hermana me decía “ni modo, Mati, así lo hizo Dios”. Bueno, mi hermana Lupe siempre presumía de sus novios, de todos, era una vieja costumbre. Total, con esos ojos tan grandotes y verdes verdes —el verde lo heredó de mi tío Juan porque mis papás los tienen negros pero mi tío Juan bien verdes, bien bonitos. Decía que con esos ojos se conquistaba a cualquiera de los que rondaban en el kiosco los jueves o los domingos por las tardes hasta entrada la nochecita, con la banda que dirigía el Güero González tocando “Cielito lindo” o “Bésame mucho” o “Por un amor” mientras uno por acá se deleitaba con unas palomitas o una dona de chocolate o un raspado de grosella.

      Mi mamá bien que sabía que Lupe se iba al ligue. Yo digo que eso todas las mamás lo saben. Mi mamá nomás veía que empezaba a entrar la tarde y órale, nos decía: “Niñas, váyanse a dar una vuelta al centro y cuéntenme si Guadalajara sigue igual de bonita”. Y en menos que se los cuento, agarrábamos un Oblatos-Colonias ya bien peinaditas, bien lavaditas de la cara y con nuestros cien pesos en la bolsa y a lo mucho diez minutos ya estábamos bajándonos en la esquina de Morelos y Colón, donde había un cine muy famoso que se llamaba cine Rex.

      Yo siempre la hacía de chaperona. Así no había problema si llegaba mi papá de jugar dominó con sus amigos y preguntaba muy enojado por Lupe. No está orita, le decía mi mamá, se fue con la Mati a platicar con sus primas o a saludar a su abuelita o en fin, cualquier mentirilla que se le ocurriera. Por mí ni preguntaba. A lo mejor porque Lupe era la grande y yo la niña. Total, eso siempre pasaba los domingos, y por la tarde, cuando nadie tiene ganas de hacer nada ni de meterse a preguntar nada. También mi mamá le sacaba la vuelta a mi hermano Jorge, es que él estaba bien dado y era bien duro para los golpes y ya iban como cinco novios que le espantaba a Lupe nada más a punta de puros fregadazos.

      Pues fue en una de esas escapaditas a la Plaza de Armas que conocimos al Gus. Lupe se entusiasmó desde un principio cuando lo vio. Yo no. Se me hacía muy chocante, la pura verdad. Llevaba unos pantalones pegaditos, sobre todo de ahí en medio, como para que le resaltara más. También me acuerdo que llevaba una camisa de cuadros rojos, abierta como cuatro botones para que se le vieran tantísimos pelos que tenía en el pecho. Ah, por cierto, también me acuerdo que le brillaba bien bonito una medallita plateada que llevaba colgando, era de la virgen de San Juan de los Lagos. Desde luego a la que le habló fue a la Lupe. Yo tenía no más que unos 13 años, Lupe 18. Hola, les disparo una nieve, ¿quieren? Bueno, porque está dura la calor, contestó la Lupe en el acto. Yo dije, achi, y ora. Qué mosca le picó a ésta, ya no se hace nada del rogar, y más de éste que ni siquiera está guapo. No, yo no quiero, prefiero oír la música, contesté. No, no, vente tú también, me dijo la Lupe, si a ti la música ni te gusta. Y ya se pueden imaginar: dos muchachas comiendo nieve de tamarindo y nieve de guanábana en la Polo Norte con un muchacho. No tiene nada de especial. Yo lo oía platicar y me dije, bueno, pues no es tan tonto. Nos dijo que estaba en el primer año de derecho en la universidad del estado, que ya estaba trabajando con unos licenciados y que su mira era ser gobernador del estado. Que pues él no era de Guadalajara sino de Zapotlán, la tierra de mucha gente talentosa, dijo. Que vivía solo en la Perla Tapatía y que realmente necesitaba alguien, una compañía, alguien con quién platicar, ir al cine, dar la vuelta, pues. N’ hombre. Los 18 años de mi hermana se alborotaron reduro. Luego luego le dio entrada. Para qué decirles que a la otra semana ya eran novios. Mi mamá se enteró porque Lupe le tenía mucha confianza, y a cada ratito, ya se imaginarán: “Mati, acompaña a tu hermana”, “Mati, no te separes, ¿eh?”.

      Y todo iba muy bien, con los desayunos domingueros en el mercado de San Juan de Dios, las visitas al Agua Azul para ver los animales y los nombres de los músicos, y las escapadas a los Camachos para asolearnos un ratito, hasta que conocí las fotos donde el Gus estaba en pelotas. Tenía un pitón loco, creo que ya se los dije, fácil como de unos veinticinco centímetros. Bien parado. Los huevos se le veían duros, tiesos, bonitos. En la mano izquierda tenía un vaso y en la derecha una botella. Se estaba riendo como diciendo gócenme, miren nomás qué pitote tengo. Mi hermana me llamó al baño y me dijo: “Te voy a enseñar un secreto pero no se lo vayas a decir a nadie, ¿eh?” No, Lupe, por Diosito lindo que no, le respondí. Mira, y órale que me enseña las fotos. Eran dos. Újule, tamaños ojotes que habré puesto porque mi hermana me dijo ¿te gusta?, ¿bien que te gusta, no es cierto? Pues es que, no sé, yo nunca había visto un hombre sin ropa. Ay, Mati, te voy decir lo que me dijo. Que esto es maravilloso, que cuando viera las fotos me pusiera la mano en mi cosita y que sintiera cómo empezaba a palpitar y a palpitar y que me apretara cada vez más duro y que cada vez iba a sentir cómo aumentaban las palpitadas. ¿Y es cierto?, le pregunté. Claro, prueba tú. Y pa qué les cuento. Que agarro la foto, que me bajo los calzones —ay, quién sabe por qué siento tan bonito cuando digo que me bajo los calzones—, y que me empiezo a tallar mi cosita, así, de la manera más natural, una y otra vez, hasta que empecé a perder la cabeza y no podía parar y cada vez me tallaba más fuerte y que suelto la foto y ya nomás con los ojos cerrados imaginándomelo con esa cosota bien parada y tálleme y tálleme y sentía que mis manos se empezaban a resbalar y que mis dedos se me iban para dentro y empecé a gemir Gus, Gus... y entonces mi hermana que me sacude y que me dice ya está bueno, ya está bueno, cálmate... Pufff, sentí


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