96 grados. Eusebio Ruvalcaba

96 grados - Eusebio Ruvalcaba


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yo, y mi hermana le respondió que ella sin mí no iba a ningún lado y que además yo ni molestaba porque para eso llevaba mi estuche de costura, para atender eso y no molestar. Bueno, si no hay más remedio, vamos, dijo el Gus. Primero pasamos por el puesto de don Matías, el que tiene ahí siglos, y el Gus se puso guapo y nos disparó un pepino con chile, limón y sal. Después nos sentamos a ver el reloj más grande de Guadalajara, el que está en el piso y está hecho de flores. Yo, como si nada, se los juro, teje y teje. Pero entonces vi que Lupe sacó de su bolsa las fotos y me señaló como diciéndole al Gus “mira, ella también te gozó”. Y pa luego es tarde. Se paró el Gus y nos dijo a las dos, muy encarameladito, que ni qué: “Muchachas, vamos a la remada”. Ahora sí, ahí mero pude comprobar que los hombres cuando quieren cambiar, cambian en serio. Primero nos ayudó a levantarnos, luego empezamos a caminar y él se puso en medio con nosotras a su lado. Pasamos frente al fotógrafo que está a un ladito de la fuente principal y le dije al Gus, nomás pa’ tantearlo, si los tres nos sacábamos una foto juntos. Claro, Mati, Matita, no faltaba más. Fuimos y nos sacamos una donde nuestras caras se ven atrás de las ventanas de un avión. Ustedes a la mejor no las conocen porque no en todas partes hay. Miren, les voy a explicar. Es como un cartón inmenso que tiene dibujado un avión volando entre las nubes y donde van las ventanas tiene agujeros para que uno se pare atrás del cartón y parezca que vas de pasajero, no sé si me entiendan. Hay un surtido a todo dar. Está el hombre fuerte sin cabeza, nomás para que llegue el flaquito y ponga la cabeza en su lugar donde va la cabeza del fuerte y salga retratado como Silvester Stallone con calzoncito de Tarzán. También está el charro con la china poblana y el novio cargando a la novia. Hay de todo para el que quiera un bonito recuerdo.

      ¿Qué, nos vamos a la remada? —preguntó Lupe. Claro —dijo el Gus. Alquilamos una de a cincuenta pesos la hora. “La número veinticinco”, me acuerdo que dijo el encargado, “está hasta el final”. ¿Qué se imaginan ustedes, que el Gus se iba a poner a remar? Pues no; nos dijo: “Muchachas, remen para su sultán y llévenlo a pasear por el Mar Negro”. El Gus se sentó atrás de nosotras y nos empezó a decir un-dos, un-dos, un-dos, y nosotras ahí, como pudimos, le fuimos dando hasta alejarnos de la gente y quedarnos solitos por la otra orilla. Entonces, en un tono muy galán, que nos dice —y de esto sí me acuerdo muy bien porque estaba yo en mis cinco, como si lo estuviera viendo: “Mamacitas, volteen, muñecotas”. Bueno, y que volteamos y nos llevamos la sorpresa del año: el Gus se había bajado los pantalones y los calzones hasta las rodillas y nos estaba enseñando un pito grande, bien parado y bien tieso. Lupe no supo ni qué decir, nomás suspiró bien hondo. Yo sí. Le dije: ¿me dejas tocarlo? Pero con cariño, mamacita, me dijo. ¡No, yo primero!, y se abalanzó mi hermana. Y lo empezó a acariciar a morir y a mí me entraron una envidia y una desesperación espantosa y le dije que me dejara tocarlo, que por favor, que me estaba volviendo loca. Espérate, mi reina, que tu hermanita lo está gozando ahorita, no estés jodiendo, me gritó el Gus. Y me desesperé más y entonces me dije: debe compartirlo, a fuerzas. Y entonces me acordé y abrí mi estuche de costura, saqué las tijeras y les grité que o me daban chance o que por Diosito que está en los cielos que se las enterraba. Cálmate, espérate, sí, cómo no, dijo el Gus. Tranquila, tranquila, me siguió diciendo, me dijo que soltara las tijeras, que con esas cosas no se jugaba. Apartó a la Lupe y con mucha tranquilidad, sin dejar de mirarme —porque tenía una mirada, así, como que imponía—, se fajó, fue hasta mí, me las quitó y las echó al agua. Y la Lupe como siempre, como burra, sin decir ni hacer nada. Entonces el Gus dijo que había sido suficiente, que ahí moría, que a él no le gustaba tener problemas porque él era un buen chico —así dijo, un buen chico—, y que nosotras dos íbamos a acabar por ser un problema para él y que se le podía venir abajo su asunto de la gubernatura del estado que tenía pendiente. Entonces se sentó y se puso a remar para atrás y mi hermana le preguntó muy quejumbrosa que si ya no eran novios, y el Gus le dijo que qué novios ni qué naranjas, que si mejor no quería su nieve de limón. Y entonces yo me armé de valor y le pregunté que qué pasaba con la promesa del pito y él me dijo que al carajo, que qué pito ni qué madres, y que no lo siguiera molestando que ya había tenido suficiente susto, y que nos lo repetía, que ahí moría, que él era hombre de una sola palabra. ¿Ah sí? A mí me vas a dar porque me das, le dije. Y en un santiamén me subí la falda y me bajé los calzones y n’hombre, orita no, nunca, forgueret, fue su comentario. ¿No?, y que me empiezo a tallar, pero ora sí con más fuerza y más cariño porque lo tenía enfrente y al ratitito noté cómo le empezaron a cambiar los ojos, y yo cada vez más mojada y por fin el Gus que suelta los remos, que dice “hija de tu madre, mira nomás qué buenota estás”, y que me la deja ir hasta adentro, así, sin más ni más. Quién carajos se iba a acordar de mi virginidad en ese momento.

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