Pedaleando en el purgatorio. Jorge Quintana

Pedaleando en el purgatorio - Jorge Quintana


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       Capítulo XXXVIII

       Capítulo XXXIX

       Capítulo XL

       Capítulo XLI

       Capítulo XLII

       Capítulo XLIII

       Capítulo XLIV

       Capítulo XLV

       Capítulo XLVI

       Capítulo XLVII

       Capítulo XLVIII

       Capítulo XLIX

       Capítulo L

       Capítulo LI

       Capítulo LII

       Capítulo LIIII

       Capítulo LIV

       Capítulo LV

       Capítulo LVI

       Capítulo LVII

       Capítulo LVIII

       Capítulo LIX

       Capítulo LX

       Capítulo LXI

       Capítulo LXII

       Capítulo LXIII

       Epílogo

       Agradecimientos

       PRÓLOGO

      Es hora de darle sabor a la vida. La frase quedó grabada en mi cerebro desde el mismo instante en que el cocinero nos presentó un plato de macarrones con trufa. O eso decía él, porque sinceramente nadie notó la menor diferencia entre la pasta de esa noche y los miles de platos de macarrones que habíamos probado antes. Eso sí, le dijimos que estaban buenísimos y que jamás habíamos degustado un manjar tan delicioso. Y nos fuimos a dormir. La carrera no había hecho más que empezar y por delante teníamos una veintena de días. Todo el mundo necesita ánimos. También los cocineros. No solo los ciclistas disfrutan del aplauso.

      Tres semanas más tarde, conseguía imitar a mi ídolo, Marco Pantani, y proclamarme vencedor final de una gran carrera. Tantos años soñando con ser como él y, por fin, lo había logrado. ¡Era el mejor ciclista del mundo! Desde el peldaño más alto del podio pude tocar la gloria y sonreír a mi novia, mis padres y mi suegro, quienes habían viajado para disfrutar conmigo de la cara más amable del deporte. En ese instante mágico entendí que era el hombre más feliz del planeta.

      A partir de ese día, el móvil no dejó de sonar con nuevas propuestas de patrocinio. Es curioso: jamás me habían propuesto nada que no fuera darme un par de zapatillas. Y ahora todas las marcas estaban dispuestas a pagarme cifras astronómicas. Pero a pesar del ruido, eso no formaba parte de mis preocupaciones. Mi cabeza estaba obsesionada con un tema: los controles antidopaje. Nunca había pasado tantos como en esa última carrera. Sabía que era normal. Siempre sucede en las pruebas de tres semanas, sobre todo, si estás en la pomada de los que pelean por el triunfo. Pero había visto movimientos extraños y mi tensión había subido enteros: pasé controles a última hora de la tarde y también a primera hora de la mañana siguiente; los tuve antes, durante y después del día de descanso… Era obvio que me estaban siguiendo de cerca y que los médicos de la Unión Ciclista Internacional (UCI) no confiaban en mí. No entendía el motivo cuando todos usábamos las mismas armas.

      Tal vez a los gerifaltes de la UCI no les gustaba mi historia, la de Cinderella, tal y como repiten con entusiasmo los americanos. O dicho con nuestras palabras, la historia de una cenicienta humilde y andrajosa que después de correr en Portugal, ficha por un equipo español de nivel medio y, en su debut, se convierte en la reina más bella del baile. También era posible que nada de eso sucediera y que los controles fueran los habituales. La imaginación me podía estar jugando malas pasadas. A esas alturas me había vuelto paranoico y empleaba la mayor parte de mi vida escrutando sombras. La alternativa, mirar de frente hacia la luz de la verdad, no era viable. ¿Por qué? Si lo intentaba, no podría soportar el reflejo que mis ojos verían en el espejo.

      Esa mañana me levanté y, como siempre hacía, empecé descargando el buzón del correo electrónico. El primer mensaje me heló la sangre. Venía de la UCI y llevaba como tema una numeración: «TF53.08». Aquello no pintaba bien. La UCI jamás escribe a un ciclista. Y si lo hace, no es para felicitarle. A ellos hace mucho tiempo que dejó de preocuparles el deporte. Solo piensan en dinero y poder. Y el dopaje también es una forma de alcanzar dinero y poder. Con ese mal presagio, me puse a leer mientras mi cuerpo empezaba a temblar:

      Dear Mr. Castro.

       Please find attached a letter addressed to you which you will

      also receive by mail promptly.

       We remain at your disposal for any additional information

      you may require in this regard.

       Yours sincerely

      No me dio tiempo a traducir mentalmente aquel texto ni a abrir el documento adjunto. Una llamada entró en el móvil. Miré la pantalla. Había un +41 y detrás aparecía un número bien largo. Por debajo podía leer una palabra: Suiza. Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. Me faltaba el aire y ni siquiera había contestado. Intenté calmarme. Mi mano temblaba. Le di a la tecla de responder.

      Al otro lado sonó la voz del jefe de los servicios médicos de la UCI, Giorgio Corloni. Hablaba un español más que correcto, aunque mezclado con términos italianos. A esas alturas, por desgracia, empezaba a asimilar lo que iba a suceder. Mi cuerpo ya sudaba y mi cabeza estaba a punto de estallar. Al final, llegó la palabra maldita: eritropoietina. Luego, ese término quedó convertido en tres siglas: EPO. Las lágrimas corrían por mi rostro. Me


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