Amar a la bestia. Nohelia Alfonso

Amar a la bestia - Nohelia Alfonso


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ndice de contenido

       1. Déjà vu

       2. Knokin´on Heaven´s door

       3. Painkiller

       4. Celada

       5. Fotos viejas

       6. Donde habita el olvido

       7. No podemos matar el tiempo sin herir la eternidad

       8. Tu voz es como un sueño que no puedo situar

       9. Cábalas

       10. El Club de los 27

       11. Panecillo integral

       12. Inventario de tristezas

       13. Locus amoenus

       14. Estratega

       15. Vampiros emocionales

       16. Lady Pain

       17. Nothing else matters

       18. Cuerdas de acero

       Agradecimientos

      Título ori­gi­nal: Amar a la bestia

      © 2021 Nohelia Alfonso

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      Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

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      1.ª edi­ción: marzo 2021

      De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

      © 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

      Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

      08028 Bar­ce­lo­na

      www.ed-ver­sa­til.com

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      Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

      1. Déjà vu

      Otra vez ese sueño. O más bien pesadilla. Me preguntaba si tenía que ver con todas las drogas que el psiquiatra se afanaba en hacerme engullir desde el accidente, o si por el contrario, y a pesar de lo que todo el mundo intentaba negar, tenía algún tipo de significado transcendental que mi mente amnésica y desquiciada era incapaz de interpretar. Era demasiado frecuente y demasiado inquietante como para ignorarlo. Sobre todo porque el Conejo Blanco se me aparecía también cuando estaba despierta, y empezaba a ser difícil saber discernir entre el sueño y la realidad…

      Además cantaba. ¡El condenado bicho cantaba! ¿Cómo iba a obviarlo con lo molesto que es que canturreen a tu alrededor cuando estás ocupada intentando recordar quién demonios eres? Tarareaba la misma melodía una y otra vez, tanto que hasta yo misma me sorprendía a veces mascullando aquel soniquete que, por cierto, nadie más identificaba. Maldito conejo cantautor… Yo obedecía al doctor Luján y me tragaba aquellas pastillas rosas cada vez que se me aparecía, pero el bichejo sabía cómo esquivar el efecto del litio. Era muy puntual. Acudía a mis sueños cada noche y frecuentaba mi compañía al caer la tarde. Pero cómo no iba a serlo, si llevaba ese reloj de bolsillo labrado siempre encima, como queriéndome decir que me diera prisa, vaya usted a saber para qué.

      El tiempo… Cuando tienes amnesia el tiempo se convierte en algo insustancial, en una coordenada sin sentido por la que dejarse arrastrar. Yo ya llevaba un año en esa corriente de minutos, desde que desperté del coma, flotando en el agua mansa de la ausencia de autorreconocimiento, dejando que se desmigasen los relojes a mi paso. Ese océano temporal que me engullía me devolvía un reflejo que me era ajeno, alienándome hasta el punto de no saber en qué lado del mismo estaba. ¿Era yo la persona real o la muchacha pálida que temblaba en la superficie? ¿Estaba congelada, como un reflejo? ¿Quién vivía entonces mi vida al otro lado?

      —Las alucinaciones son consecuencia de los daños en la parte frontal del cerebro, Micaela. Ya estamos trabajando para mejorar eso.

      —Sí… con un buen colocón, ¿verdad? Tengo tanto sueño todo el día que creo que es el Conejo Blanco el que no sabe si estoy despierta o dormida y se me aparece cuando no toca, cuando no estoy soñando.

      —Es una dosis fuerte, y los ansiolíticos provocan mucho sueño también…

      —A él no le gusta verme así, cuando no me canta esa cancioncilla pegadiza me grita que despierte. Empiezo a tener problemas para saber cuándo estoy dormida… ¿Lo estoy ahora?

      —No. Estás en la consulta, conmigo, ¿por qué? ¿Puedes verlo ahora?

      —No —mentí—, ahora no.

      Junto a la puerta de la aséptica sala, mi blanco y peludo compañero señalaba su precioso reloj dorado.

      Así fue como se me apareció la primera vez, hace ya más de un año: de repente. Yo aún estaba recuperándome del catastrófico siniestro. Iba en silla de ruedas y padecía afasia. Por eso no salí corriendo ni pedí ayuda a gritos, era físicamente incapaz de avisar a mi hermana Melisa. Mientras ella me preparaba la cena, yo permanecía frente a la pantalla plana del salón, absorbiendo las ondas como un vegetal absorbe la luz. Era mi forma particular de hacer fotosíntesis mental. Clorofila televisiva. Y en esas estaba, en mi maceta con ruedas, cuando los contornos de una figura blancuzca empezaron a dibujarse junto a la puerta, ajustando su nitidez hasta llamar poderosamente mi atención y un amago de infarto. Al principio pensé que tanta telebasura me había destrozado el poco cerebro sano que me quedaba y pestañeé un par de veces, creyendo que se trataba de una ilusión óptica. Pero no, el Conejo Blanco que Lewis Carroll diseñó para su Alicia había salido del maldito país de las maravillas para venir al saloncito de un piso de estudiantes del barrio obrero de La Palomera. Sí. Todo muy lógico. Un animalillo de metro y medio con chaleco y reloj de bolsillo, de pie sobre sus patas traseras, en mi casa, mirándome. Definitivamente se me había ido la olla. Traté de llamar a Melisa, que hacía ruido de cazuelas al otro lado de la puerta de la cocina, pero pronunciar siquiera su nombre era algo que aún no había conseguido, pese a la rehabilitación. El hemisferio izquierdo de mi cerebro —el que controla el movimiento


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