Amar a la bestia. Nohelia Alfonso

Amar a la bestia - Nohelia Alfonso


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se rescata antes a los bancos —causantes de la ruina que vivimos— que a la gente. Comprendí que se fuera, es lo que hicieron antes que ella más de la mitad de los graduados españoles, marcharse a buscarse el pan y el reconocimiento, pero… ¿por qué no me llevó con ella? ¿Por qué no llamaba más a menudo y por qué parecía que hablaba más con Elora y el doctor Luján que conmigo?

      El día en que me miró de aquella manera, comenzó una especie de despedida. Cuando confirmó que su hermana Micaela ya no habitaba más este cuerpo menudo y torturado, se rindió. Dejó de intentar acercarse a la desconocida que era entonces su gemela, se libró de esa carga, no sé… Los dos años que estuve en coma tuvo que pasarlo fatal. No puedo ni imaginar cuánto habrá sufrido. Los médicos aún no daban crédito a que hubiera despertado después de tanto tiempo en estado vegetativo, lo consideraban una especie de milagro clínico. Así que, en cierto modo, supongo que huir de mí fue una liberación. Quizá se despidió en algún momento en el hospital, y después tuvo que volver a hacerlo, —tal y como ocurrió con la abuela al aparecer el alzhéimer—, cuando confirmó que no iba a recuperar mi memoria. Así que, en cierta manera, irse era soltar por fin la idea de recuperarme. Curiosa esa tendencia familiar al olvido. Mi abuela no recordaba nada, yo no sabía quién era y nuestra madre, al parecer, había olvidado que tenía dos hijas prácticamente desde que nacimos…

      Me bajé en Eras de Renueva para pasar por casa de Elora. Habíamos acordado que la visitaría después de cada sesión con el psiquiatra. Llovía. Aquella parada era ya como un ritual, el inicio de un viaje místico. Caminaba entre los jardines y las terrazas hasta la calle Campanillas y entraba en la urbanización de mi amiga como quien entra a un bar por primera vez; seguro de que lo primero que encontrará será la barra, y de que el baño estará al fondo a la derecha; pero sin que el ambiente le resulte familiar. Llegaba, tomaba un té matcha orgánico de los que a ella tanto le gustaban, ojeaba algunos álbumes de fotos de nuestra adolescencia reconociendo las mismas caras que en un catálogo de jardinería, pasaba por el cuarto de baño y regresaba a mi casa. No es que ella no fuera amable, se preocupaba por mí. Trataba de hacerme recordar, me preparaba aquel té tan diurético… Pero para mí era una chica que acababa de conocer, como una camarera simpática. No había lazos, no había conexión. Y a veces me costaba creer que alguna vez la hubiera habido. Éramos muy distintas. En mi cuarto de baño había frascos de pastillas, el suyo estaba lleno de productos no testados en animales, cosmética ecológica, incienso y velas de cera natural de abeja. Los discos que acumulaban polvo en mis estantes eran de Cuerdas de acero, WarCry, Sôber, Leo Jiménez, Mago de Oz, HIM… Los suyos, que estaban impolutos, eran de Vetusta Morla, Zahara, Love of Lesbian, Sidonie… Una indie ecologista y una heavy desmemoriada, una combinación prometedora, sin duda. Lo mismo algún día yo la quijotizaba a ella y mi persona resultaba sanchificada. ¡Viva la simbiosis cervantina!

      Me abrió la puerta envuelta en una toalla, dejando un rastro de jabón tras de sí.

      —Pasa, Herz, me has pillado en la ducha.

      Enseguida vino la gata negra a restregarse contra mi pierna mientras yo me quitaba la cazadora mojada. Me gustaba mucho más el macho, Sésamo, gordo y holgazán. Al parecer yo se lo había regalado a Elora hacía algunos años. La felina emitió un sonoro maullido, a lo que mi amiga respondió:

      —Dale un orgasmo a Hulla, que ahora salgo.

      «Ni de coña», pensé. Me senté en el sofá, y la felina en celo acudió a mi lado mostrándome su pequeño y acalorado sexo, haciéndome proposiciones deshonestas. La primera vez que vi a Nezar, el novio de Elora, aliviando manualmente a la menor de sus felinos mientras me contaba que estaba seguro de su condición de gata lesbiana, estuve a punto de irme de su casa. Pero para ellos, que estaban totalmente en contra de darle pastillas que inhibieran su celo o castrarla, era una costumbre natural. ¿Y yo soy rara porque me visto de negro y escucho Apocalyptica? Ja.

      —Hay té en la cocina, Herz —volvió a gritar Elora bajo el chorro de la ducha.

      Es la única que me llama así. Es diminutivo de Herzeleid, mi supuesto nick. Al parecer, lo tomé de una canción de los Rammstein. Significa dolor de corazón, muy en sintonía con lo poco que sabía de mí misma. Aunque empezaba a preguntarme por qué se suponía que lo tenía dolorido. Eso sí, las ideas, los conceptos, el conocimiento abstracto, digamos, permanecía en mi cabeza, solo que había olvidado cómo lo había adquirido. Es decir, recordaba el argumento de La Regenta, sentía cierta repulsión hacia el amor, y me sabía las letras de las canciones de todos mis discos, pero no podía acordarme de un solo día en la universidad, ni de qué relaciones había tenido, ni de los conciertos a los que había ido.

      La gata Hulla se acercó un poco más a mí, acostumbrada como estaba a que los humanos le dieran de vez en cuando un poco de placer.

      —Lo siento, minina, pero no pienso complacerte —le dije empujándola al suelo.

      Cuando Elora salió de la ducha yo estaba tumbada en el sofá, jugueteando con el móvil. Me miró como quien estudia un simpático ejemplar de alguna especie a punto de la extinción. Creo que siempre he sido un ser incomprensible para ella, tanto ahora, que ya he recobrado la cordura, como antes, cuando la había perdido por completo.

      —¿No te apetece el té?

      No respondí. Estaba harta del ritual del té y de la ronda de anécdotas con las que ella pretendía hacerme recordar. A veces me parecía todo un montaje, me sentía como si fuera protagonista de un reality show, como Jim Carrey en El show de Truman.

      —Tienes cara de no haber pegado ojo —dijo—. ¿Otra vez ese sueño?

      —¿Qué sueño?

      —El que me dijiste el otro día que siempre se repetía: ese en el que vas en una barca por un lago y te despiertas de golpe porque alguien te grita…

      —Ah —fingí recordar sin dejar de mirar el móvil—. Pero no es alguien. Es el Conejo Blanco.

      —¿El Conejo Blanco? ¿El de Alicia?

      —Sí.

      —¿Es el que dice tu hermana que ves a veces…?

      —No, este es un compañero suyo de madriguera, Paco, soltero, buen tipo. Se turnan todos para verme, aunque Luján dice que es un caso claro de «síndrome conejítico», una variante de lo que padecen los que cuentan ovejas para dormir —ironicé.

      —No me tomes el pelo…

      Fue a la cocina para ponerse un té chai. Aunque puede que mi sarcasmo la incomodara y la teína fuera solo una excusa para respirar hondo. Volvió con ganas de saber más:

      —Estás muy callada. Sigues sin recuperar un solo recuerdo, ¿verdad?

      —Exactamente igual que ayer y anteayer y…

      —No te frustres, eso sí que bloquea a cualquiera.

      Que no me frustrara. Claro. Solo tenía que pulsar el botón de contener la frustración. Sencillo.

      —¿Quieres volver a mirar los álbumes de fotos?

      Qué harta estaba de aquello…

      —Lo que quiero es saber por qué tuve el dichoso accidente, Elora. Todo el mundo dice que iba demasiado deprisa y que por eso me estampé contra los pinos. ¿En serio queréis que crea que no tenéis ni idea de por qué iba a toda velocidad por un puerto de montaña con nieve? ¿Tan poco me conocíais o qué? ¿Qué es lo que no queréis que sepa?

      —¿Por qué iba a ocultarte algo…? A ver, Herz, te lo he dicho mil veces: eres mi mejor amiga, pero… no sé qué te pasó aquel día. Qué más quisiera yo que saberlo…

      —No creo que cambiara nada para ti, pero yo estoy segura de que es la pieza que me falta para el puzle en blanco de mi vida, ¿sabes? Es como en las películas, cuando el desmemoriado descubre cómo perdió los recuerdos: todas las conexiones neuronales vuelven a funcionar.

      —Pero esto


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