Amar a la bestia. Nohelia Alfonso

Amar a la bestia - Nohelia Alfonso


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la silla de ruedas. Debido al estrépito, mi hermana emergió de entre los vapores culinarios y acudió a levantarme del suelo.

      —¡Dios, Mica! —exclamó compungida mientras se arrodillaba a mi lado y buscaba con su mano algún escape de clorofila en mi nuca—. ¿Te has hecho daño? ¿Pero qué leches estabas haciendo?

      Yo farfullaba cronopios y famas sinsentido, en un glíglico perfecto, aprendido de Cortázar, tratando de advertirle de que alguien había entrado en el piso. ¡Y qué alguien, además! Pero cuando me pude incorporar y mi siniestra alargó un dedo acusador hacia la puerta, el conejo ya no estaba allí, al contrario que el dinosaurio de Monterroso en el famoso microrrelato, pero igual de breve y de tétrico.

      —¿Qué dices, Mica? ¡No hay nada ahí! ¿Por qué estás tan asustada? Shhh, tranquila…

      Y entonces la vi en sus ojos. Esa mirada. Mi gemela confirmaba mi locura con una mezcla de lástima y de alivio que me desencajó. Era como verme a mí misma desestimando cualquier posibilidad de mejora de mi estado. Como si mi parte cuerda desdeñara con tristeza a la parte demente. Como si me abandonara. Y me hizo polvo. Por si era poco traumático no reconocerme y tener una hermana idéntica a la que tampoco recordaba, ella ya había empezado a darme por perdida.

      Por supuesto, aquello no había hecho más que empezar. Y ya en la cama, interruptor de pera en mano, que es como se afrontan los miedos, esperé al conejo. Traté de hacer los ejercicios de la rehabilitación para recuperar el habla y así no dormirme, activando de vez en cuando mi arma lumínica para disipar las sombras con forma de conejo. Pero llegó antes el sueño. Un sueño tranquilo, como flotar boca arriba en el mar, mirando al cielo. Como cuando éramos pequeñas y la abuela nos llevaba a bañarnos al pozo de La Marusiña, en el río del pueblo. Y me dejé arrastrar plácidamente. ¿Era el Leteo, quizá? Porque cuanto más me dejaba llevar, menos me importaba todo lo demás. Incluso que el agua se volviera más turbia y fría. Miento, claro que eso me importaba, como también me importaba no hacer pie y darme cuenta de que ya no flotaba en el río, sino en una laguna. ¿Sería la laguna Estigia? Me recordaba al pantano de Luna, que también fue piscina de mi infancia, en aquellos veranos interminables donde todo eran pícnics con roscas de sartén y leche frita de la abuela. Hasta que llegó un punto en el que los recuerdos felices ya no apaciguaban mi creciente desesperación por llegar a la orilla. Familiarizarme con aquel lugar no iba a impedir que mis piernas y mis brazos cedieran al cansancio, y no quería convertirme en habitante del pueblo inundado que se deshacía en las profundidades. Sí, aquel lugar era sin duda el embalse de Luna, que en 1951 sepultó todo el pueblo bajo las aguas. Podía distinguir el campanario de la iglesia, unos metros por debajo. Pensé en toda aquella gente que tuvo que huir y abandonar su vida, en las lápidas del cementerio sumergido y todos los recuerdos perdidos.

      Cuando sonaron las campanas, haciendo llegar hasta mí un torbellino de burbujas, me invadió el pánico. Tenía que salir de allí, tenía que sacar fuerzas de donde fuera y olvidar la lluvia y que el agua empezaba a arremolinarse como si alguien hubiera destapado un desagüe enorme. Pero nada pude hacer cuando empezó a arrastrarme en círculos, en un centrifugado terrorífico, mientras esas campanas acuáticas tañían a muerto y yo sentía desfallecer mis fuerzas, cegada por lágrimas de pavor. Atrás quedaban La Marusiña, las roscas fritas y las pocas pinceladas de mi infancia que había podido recuperar milagrosamente, cada vez más lejos de ser mi ansiada orilla. Recordar llevaba siendo un salvavidas escurridizo más de un año.

      Quizá era el momento de dejarlo ir como Tom Hanks abandona a Willson en Náufrago. Pero cuando el tétrico paisaje comenzó a desdibujarse por la velocidad del remolino, vi una barca de madera que venía hacia mí, atravesando la vorágine como si nada. Solo tendría una oportunidad para agarrarme a ella cuando pasara por mi lado. Una única oportunidad de salvarme. Y no la desaproveché. Primero me golpeó el hombro e hizo que me hundiera, aunque clavé las uñas como pude en la madera babosa del casco y salí a flote. El borde estaba demasiado alto como para alcanzarlo, pero una soga medio podrida colgaba de la popa, y a ella encomendé mis brazos exhaustos. Sentí que la barca por fin me arrastraba lejos del torbellino.

      Con las últimas fuerzas icé mi cuerpo maltrecho y arrugado a bordo, y lo dejé caer dentro, vomitando el agua que había tragado. Luego todo se volvió oscuro. Pero no por un desmayo. La embarcación se adentraba en una cueva que la niebla no me había dejado percibir. El eco del chapoteo manso del agua al chocar contra la proa se expandió por toda la cavidad en la roca. ¿Y si encallaba contra una piedra? Me incorporé, temerosa, y vi que no estaba sola ni a oscuras. Había un timonel levemente iluminado por unas velas que hacían las veces de antiniebla en la parte delantera, incrustadas en la madera por la cera chorreante. ¿Era Caronte o mi salvador? Estaba tarareando una canción que me era muy familiar. Una melodía tan suave como una nana. Y eso me reconfortó. Avancé despacio a su encuentro y cuando estaba a apenas unos centímetros del contacto, se giró hacia mí, a un palmo de mi cara, y vi su rostro en claroscuro. Era el Conejo Blanco, que me gritó: «¡Despierta!».

      Vaya si desperté, di el mayor alarido que he dado nunca, sudando como si efectivamente hubiera estado nadando en la laguna Estigia, transpirando y absolutamente aterrorizada. Mi hermana llegó corriendo a mi cuarto. La lámpara de la mesita se había caído, pero mi mano izquierda seguía apretando con fuerza el interruptor de pera, una granada contra monstruos y conejos varios. Me la quitó como pudo.

      —¡Mica! ¡Ha sido una pesadilla, tranquila!

      —¡El conejo! —acerté a decir yo—. ¡El conejo!

      —¿El conejo? ¿Qué dices? ¡Pero si has hablado, Mica! ¡Has hablado! —Me zarandeó por los hombros.

      Así fue como empecé a superar la afasia, cuando él y yo nos conocimos. Y también fue cuando empezaron los ataques de ansiedad y la medicación contra las alucinaciones. Y cuando mi hermana empezó a distanciarse de mí, cada vez más, y me obligó a visitar al doctor Luján. Pero volver a hablar… eso fue lo que me dio fuerzas para sacar a bailar de nuevo a la parte diestra de mi cuerpo en un largo y lento proceso de rehabilitación, como aprender los pasos del vals antes de una boda.

      ***

      —Bueno, Micaela, así concluye nuestra sesión de hoy —dijo el psiquiatra, satisfecho.

      —Muy bien, pues hasta mañana —me despedí yo, pensando en lo fácil que era engañarlo.

      Cuando ya estábamos en la escalera, el conejo me reprochó que lo hubiese ignorado.

      —¿Qué quieres que haga, decirle la verdad? —le pregunté mordaz—. No quiero que me aumente la dosis y no creo que tú quieras desaparecer…

      Mudo como siempre, se limitó a mirarme con desaprobación. Aun así deslicé una pastillita rosa por mi garganta. Hizo un gesto de desconcierto.

      —Es que te pones muy pesado —me excusé—, quiero estar sola.

      A pesar de eso, me acompañó hasta el autobús, donde empezó a desdibujarse. He de reconocer que lo dejaba desvanecerse no sin cierto desasosiego. Ya llevaba mucho tiempo en su compañía y me daba miedo que no regresara más. Seguía convencida de que no era solo una alucinación aleatoria, como mi hermana y el psiquiatra se empeñaban en afirmar, sino que aquel ser tenía conexión directa con mi cordura, de algún modo inexplicable e irónico. Pero en el autobús, el asiento de al lado estaba ahora vacío. Allí solo era una pasajera más, aunque se me adivinaran los monstruos en las ojeras. Las contemplé en el reflejo del cristal, gemelas, como Melisa y yo, aunque, desde luego, más unidas.

      Hace unos meses le hicieron una oferta como traductora de la ONU en Noruega. Un trabajo así es algo imposible de rechazar, aunque tu hermana se quede sola superando las secuelas de un accidente de coche. Bueno, sola no, por supuesto. Tenía la ayuda profesional del doctor Luján y el apoyo sentimental de Elora, amiga mía desde la infancia, en quien mi hermana confiaba ciegamente, tanto como para no tener que preocuparse de nada más que de llamar de vez en cuando. Para mí resultaba raro; mi gemela era mi única familia —exceptuando a una abuela que vivía en una residencia—, y creía que tenía la obligación de encargarse de mí, aunque yo


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