Amar a la bestia. Nohelia Alfonso

Amar a la bestia - Nohelia Alfonso


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me disgusta. Por eso te decía al principio que lo primero era contarte cuánto lamento esta situación y que me siento culpable. Sobre todo porque no puedo quedarme aquí sentada esperando que algún príncipe azul venga a despertarte con un beso, tengo que vivir. El tiempo se ha detenido para ti, no para mí. Lo entiendes, ¿verdad?

      No sé dónde demonios estás ahora, pero te miro y te imagino conduciendo un viejo Cadillac azul cielo por las calles del limbo, con la melena al viento y Knockin’ on heaven’s door sonando en tu radio.

      Mama, put my guns in the ground,

      I can´t shoot them anymore,

      that cold black cloud is coming down,

      ¿Recuerdas esa canción? Claro que sí, ¿cómo ibas a olvidarla? Estoy segura de que cada vez que la has escuchado de los labios de Axl Rose has viajado mentalmente al mismo sitio que yo: al asiento trasero del Renault 5 negro de mamá, a principios de los noventa. Seguro que no me equivoco. Fue el año que fuimos a la Expo de Sevilla. Como no teníamos dinero para comprarnos una camiseta de Curro, mamá nos lo dibujó en el brazo, como buena tatuadora que era, ¡y fue el mayor regalo de la historia! Me acuerdo de que el sudor hizo que se corriera la tinta y tú te pusiste a llorar. Hacía un calor asfixiante, y pasamos muchas horas en el coche para llegar. Durante el trayecto escuchamos mil veces esa canción. Cuando años más tarde comprendí la letra y lo que había supuesto aquel viaje demencial, supe que Bob Dylan había escrito la banda sonora de nuestra vida. Así fueron aquellos años, como aporrear las puertas del cielo esperando que alguien nos dejara entrar. Lo que ocurrió fue que nos estábamos equivocando de puerta. Por eso era imposible que se abriera. Por más que mamá reclutara espaldas aladas de tinta, no eran de verdad: en el cielo no aceptan ángeles caídos.

      Yo creo que lo peor que pudo pasarle a la abuela fue tener una hija como nuestra madre. El calvario que vivió con ella desde que entró en la adolescencia… ¿Has visto sus fotos hasta que mamá cumplió los catorce? Era sencillamente preciosa, casi exótica. Las pocas fotografías de después parecen mostrar a su hermana mayor. ¡Bum!, envejeció de golpe. Pobrecita. Tampoco debió de ser fácil con un marido como el abuelo. ¿Recuerdas oír hablar del abuelo Nicasio?

      ¿Qué tendría mamá en la cabeza para portarse tan mal? Supongo que las drogas le dañaron el cerebro. No sé cómo pudimos nacer sanas, hermanita. Puede que seamos tan bajitas e imaginativas porque probamos la marihuana en el útero… Ja ja ja. Suerte que cuando se acabó el dinero tras el incendio del estudio de tatuajes, decidió abandonarnos en casa de la abuela, si no, no sé qué habría sido de nosotras vagabundeando por media España y durmiendo en el coche…

      ¿Sigues preguntándote quién es nuestro padre? Yo no. Estoy segura de que incluso Malena lo ignora, y seguramente sea un indeseable como ella. Cuando éramos pequeñas jugábamos a inventar cómo era o qué rasgos de nuestro físico o nuestra personalidad podían ser suyos. Creo recordar un dibujo, incluso un regalo que nos hizo llegar a través de mamá: el cuento de Alicia en el país de las maravillas, ¿te acuerdas? Estabas obsesionada con ese puto libro. Al cumplir los catorce decidí quién era ese hombre para mí: nadie. Tú, en cambio, seguiste soñando, y hasta los dieciocho decías que fijo que era ese cantante al que ella seguía a todas partes. ¿Pero a cuál te referías, Mica? ¿En serio creías que mamá solo estaba con un tío? ¡Por Dios! Todo el mundo sabía cómo se las gastaba Lady Pain, y que a los diecisiete se convirtió en toda una groupie. Tú y yo no habríamos nacido de no ser así. Míralo por el lado bueno, igual somos hijas de Adrián Barilari, de los Rata blanca. Sé que esto te habría hecho reír. Daría un maldito brazo por verlo.

      Alguna vez me han dicho que crecer sin padre y prácticamente sin madre ha tenido, por fuerza, que causarnos un trauma. Gilipolleces, gracias a la abuela estamos perfectamente sanas. Nunca nos faltó cariño. Nunca nos faltó de nada. Que desaparecieran de nuestras vidas fue el mayor favor que pudieron hacernos. Lo que nos habría causado un trauma hubiera sido vivir con nuestros padres. Con suerte, dormiríamos en una caravana y no habríamos ido al colegio, ¿no crees? Puede que a estas alturas ya tuviéramos hijos con el primero que nos hubiera dado la oportunidad de escapar de semejantes personajes. También es verdad que, de haber sido así, no hubieras tenido coche, y por tanto no estarías ahora donde estás… O sí, quién sabe.

      No sé si el destino se puede cambiar. Tal vez tenga versiones, o finales alternativos… O quizás existan copias imperfectas de nosotros mismos que toman asiento cuando lo dejamos vacío… Lo que está claro es que hay trenes que solo pasan una vez. Y yo debería subirme, ya que se me presenta la oportunidad.

      Ahora tengo que irme. No sé qué más decirte, Mica. Si tan solo pudieras hacer algún gesto para que sepa que me escuchas…

      3. Painkiller

      Tras aquella especie de déjà vu, Elora me invitó a cenar. Nezar estaba de viaje de empresa y volvería al día siguiente, así que teníamos la casa para nosotras solas. Mientras mi amiga se disponía a preparar el que aseguraba que era mi plato favorito: lasaña casera, empecé a parlotear animadamente sobre el doctor Luján y sobre Saúl Ortiga. Elora no decía nada, se limitaba a concentrarse en colocar las capas de pasta y cubrirlas con bechamel. En lugar de carne, el relleno consistía en un sofrito de cebolla, pimiento, calabacín y zanahoria. Luego añadió salsa de tomate que ella misma había hecho y espolvoreó el plato con queso.

      —Lo de no ponerle carne… ¿es por la crisis esta que decís que vivimos? —bromeé.

      —Soy vegetariana, ¿recuerdas? —contestó sin atisbo de risa.

      Ojalá. Estaba cenando con mi mejor amiga y ni siquiera sabía que no comía carne. La observé cocinar en silencio, sus tirabuzones moviéndose como muelles pelirrojos, sus enormes gafas hipster de pasta negra resbalando por la nariz. ¿Quién era aquella extraña que se afanaba en hacerme la cena? Por la cinturilla de su pantalón asomaba un tatuaje en la cadera. Era el mismo heartgram que tenía tatuado yo, en el mismo lugar.

      —¿Eso nos lo hicimos juntas? —Se lo señalé.

      —Claro —sonrió.

      ***

      Unos meses antes de aquel déjà vu literario me había negado a tomar los antidepresivos y estaba tan hundida en mi miseria que no tenía fuerzas ni para contemplar la posibilidad de organizarme un suicidio decente, premeditado, no como el del accidente de coche (estaba convencida de que, en realidad, no intenté matarme). Pero una noche, después de tanto absurdo y tanto tiempo mirándome en el espejo y preguntándome quién era la del otro lado, zapeando, me encontré a Kevin Costner lanzando mensajes al mar en una botella. Y una musa me desenterró del sofá de una bofetada y me llevó de los pelos a por mi pluma oxidada.

      Náufraga en el mar de la vida necesita ser rescatada.

      Herzeleid.

      Fue todo lo que fui capaz de escribir. Luego lo metí en un sobre y en el remite puse mi dirección de correo electrónico. Pasé un rato mirando el nombre del destinatario y, finalmente, escribí: «Para Painkiller». Lo había tomado del título del mejor álbum de los Judas Priest. Y es que un corazón dolorido siempre necesita un analgésico, que es lo que significa.

      El resultado fue que, como en León no tenemos mar, mi botella cayó a las aguas del río Bernesga a las cuatro de la mañana del miércoles más frío de aquel febrero. Lo cierto es que me sentí


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