Amar a la bestia. Nohelia Alfonso

Amar a la bestia - Nohelia Alfonso


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que mi problema es que estoy sola, intento adivinar cuál puede ser el tuyo. Y no me preguntes por qué supongo que tú también tienes un problema, porque recogiste una botella del río y contestaste al mensaje que había dentro…

      Painkiller: Ya. Ese es precisamente el problema: que yo no creo que lo sea. Soy un soñador, toda mi vida he sido un marginado por no adaptarme al sistema y permitir que triture mis sueños, como hacen todos los demás. Me da igual si la gente considera que recoger una botella y leer su mensaje es una estupidez y que lo que hay que hacer es salir y beberse las botellas y pisotear hasta a tu propia madre para tener más éxito o más dinero. Yo no soy así.

      Herzeleid: Vaya, lo siento si te he ofendido.

      Painkiller: No lo has hecho. No te preocupes.

      Herzeleid: ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?

      Painkiller: Estoy haciendo una tesis.

      Herzeleid: Qué curioso. ¿Sobre qué?

      Painkiller: Bueno, es complicado…

      Herzeleid: Vale, lo capto, no me lo cuentes.

      Painkiller: No, no, sí que quiero contártelo, lo que pasa es que es un tema difícil de explicar.

      Herzeleid: Prueba. Igual te entiendo y todo.

      Painkiller: Es que es una tesis muy personal, la estoy haciendo por mi cuenta, sin apoyo de la universidad.

      Herzeleid: Eso es muy raro.

      Painkiller: Lo sé. Ya te he dicho que soy un soñador.

      Herzeleid: Vale, pero de algo tratará. ¿Sobre los soñadores?

      Painkiller: Sí, en parte.

      Herzeleid: Ajá. ¿Es un estudio antropológico o sociológico? No vas a contarme más, ¿no?

      Painkiller: No. De momento no.

      Herzeleid: Esto no me gusta nada. ¿Es que soy parte de tu investigación?

      Painkiller: Quizá. Ya veremos. Primero quiero hacer un experimento.

      Herzeleid: Joder, me estás dando miedo.

      Painkiller: No tienes por qué tenerlo, en serio.

      Herzeleid: Así que soy tu conejillo de Indias, estupendo. Eso explica por qué coges botellas y contestas a sus mensajes.

      Painkiller: No, eso no es así. Tengo suficientes sujetos de estudio, tú eres otra cosa. Quiero ayudarte. Necesito ayudarte.

      Herzeleid: Dirás lo que quieras, pero yo me siento manipulada y triste ahora mismo. Por un momento había pensado que ibas a salvarme, ja, ja, ja. Qué estúpida.

      Painkiller: Y lo haré, si me dejas. ¿Cómo puedo demostrarte que no soy un capullo?

      Herzeleid: No quiero que me demuestres nada. Ya no. Es mejor que dejemos de hablar.

      Painkiller: ¡NOOOOOO! Espera, esperaaaaaaaaaaaa.

      Y apagué el ordenador. Me sentía herida y despechada, no sabía exactamente por qué, pues aquella extraña relación cibernética era solo eso, cibernética. Quiero decir que para mí no significaba nada más que charla. ¿O sí? Llevábamos hablando muy poco tiempo y apenas nos conocíamos. Pero vale, lo admito, estúpidamente había confiado en que aquel tipo iba a ayudarme de algún modo. No sé cómo. Había creído que nos parecíamos. Y resulta que lo único que quería de mí era añadirme a una lista de resultados, despojándome otra vez de mi identidad, que era lo que yo más anhelaba reafirmar.

      Los días que siguieron a aquella especie de riña de ciberenamorados, fueron un tanto largos y tristes. Elora estaba muy ocupada corrigiendo exámenes, mi hermana no cogía el móvil, y la casa se me caía encima. Cada vez que hacía la cama caía en la cuenta de que había pasado un día más haciendo exactamente lo mismo. No podía estar más tiempo así, sin hacer nada. Necesitaba ocuparme en algo o me iba a volver más loca de lo que ya estaba. Ya había escuchado todos los discos que había en casa al menos dos veces, y otro tanto con los libros… Así que me eché a la calle, liberándome de mi clausura, buscando cualquier sitio en el que necesitaran a alguien para trabajar, arrastrando conmigo al Conejo Blanco. El aire entró a través de los agujeritos de mi jersey de punto, desapolillándome el espíritu un poco e insuflándome ánimo para arrastrar mis botas de adolescente tardía por las aceras. Vivía muy cerca del centro, con lo que en muy pocos minutos estaba recorriendo las calles empedradas del casco antiguo. Pasé junto a un garito llamado Bardaya, detrás de la catedral, y tuve una extraña sensación de familiaridad. No sé por qué, decidí entrar. Dentro no encontré explicación a que me sonara, y eso me causó pesadumbre. Me quedé ahí, de pie junto a la barra, como una idiota.

      —¿Qué te pongo? —preguntó la camarera.

      —Eh… nada, nada, ya me iba.

      —¿Mimi? —volvió a interrogar.

      —¿Perdón?

      —¡Ostras, Mimi! ¿Cómo estás? ¡Madre mía, cuantísimo tiempo! —se entusiasmó.

      —Creo que me confundes con otra persona…

      —Joder, tía, ¿no te acuerdas de mí? ¡Lala! Laura Lanza. Con la de años que tocamos juntas…

      —Igual me confundes con mi hermana, yo es que no…

      —Ah, es verdad, que tenías una gemela.

      —Pero ella no se llama Mimi, y yo tampoco, así que… —le expliqué.

      —Vaya, pues entonces no eres quien creía, lo siento, debes de ser la otra. Es que sois como dos gotas de agua, yo habría jurado que eras Mimi. La llamábamos así en la universidad, por el mi de Micaela y el mi de Miñambres, je, je, je, Mimi. Y yo Lala, ja, ja, ja, chorradas de crías…

      —¿Micaela has dicho? —me sorprendí.

      —Sí, creo. Igual me traiciona la memoria, como siempre la llamaba Mimi igual me confundo con su verdadero nombre… —se explicó, extrañada.

      —No, no, está bien. Es que… nunca me habló de ti, je, je, je —mentí—. ¿Y tocabais en un grupo?

      —Sí, dimos conciertos por toda la ciudad, me parece muy raro que no te lo contara. Juraría que fuiste a alguno… Pasamos por varias agrupaciones, hasta que Mimi se hizo con el micro y formamos nuestra propia banda, Sódica, ¿no te suena?

      —Ojalá…

      —¿Qué?

      —No, nada, que no, que no me suena.

      —Oye, ¿y cómo está ella? Oí que tuvo un accidente de coche terrible y nunca pude confirmarlo ni localizarla… ¿Es verdad?

      —Emm… bien, bien. Recuperada y eso —respondí.

      —¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! Pues me encantaría verla, que después de aquello le perdí la pista completamente. Dile que venga a verme, o te doy mi número y se lo pasas. No sigue en León, ¿verdad? ¿Estás bien, tía? —se preocupó—. Tienes una cara… ¿Te pongo una cerveza o algo?

      —Sí, por favor.

      —¿Heineken, Mahou, San Miguel…?

      —No sé. Pon lo que quieras.

      —Uy, chica, qué mal te veo. También tenemos de importación…

      Debió de verme tan descolocada que se sentó junto a mí, al otro lado de la barra.

      —Mira, si quieres te pongo lo que solía beber tu hermana, así te animas —me dijo poniéndome la mano sobre el hombro.

      —Vale. ¿Qué tomaba?

      —Rubia. De trigo. Hoeggarden o Franziskaner. Pero era una gourmet de las birras artesanas, y para las grandes celebraciones, pedía Celada. Ya no la fabrican en tu pueblo,


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