Amar a la bestia. Nohelia Alfonso

Amar a la bestia - Nohelia Alfonso


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Elora cerca todo estaba bien. No me hagas cambiar de opinión.

      —No, no. Solo quiero hablar contigo, de verdad, no por teléfono. Hace diez meses que no nos vemos… —rogué.

      —Lo sé. En cuanto acabe en Noruega pido unos días para estar contigo. Te lo juro. Ahora tengo que colgar.

      —Vale, Mel. Te tomo la palabra.

      Por supuesto, la siguiente parada era la casa de Elora. ¿Qué clase de amiga le oculta información a su alma gemela?

      5. Fotos viejas

      Llegué a casa de Elora hecha una furia. Le conté todo lo que había ocurrido en el Bardaya, la conversación con mi hermana, y que había descubierto las mentiras de ambas. Tras escudarse en absurdas excusas durante unos diez minutos, acabó yendo a buscar las piezas del puzle inconcluso que me enseñaba a diario: las fotos que había sacado del álbum por petición de Melisa. Todas eran fotos en las que aparecía Adán y, curiosamente, en algunas estábamos en aquel bar que había visitado hacía una media hora. Allí estaba, rodeándome con sus brazos tatuados en muchas de las fotografías. No recordaba nada, pero lo que sentía por él era tan vívido… Melisa aparecía con nosotros en un par de fotos, y Elora y Nezar también. Todos formaban parte de aquel complot para que mi mente no regresara hasta aquel tipo. Y quería saber por qué.

      —Quiero la verdad. Ahora.

      —No creo que la verdad te ayude a recuperar la memoria. Es más, pienso que solo vas a conseguir que te de un ataque —dijo mi amiga.

      —¡Que me lo cuentes! A estas alturas ya intuyo que fue el causante de mi accidente, así que explícamelo todo, si no, sí que voy a tener un ataque, y tú un moratón en la cara.

      —Bueno, menos violencia, ya te lo cuento. Tu hermana va a matarme, pero en fin… ¿No prefieres esperar a la semana que viene? Cuando ella esté aquí podemos hablar las tres…

      —Me importa una mierda mi hermana. ¿Qué pasó el día que me estrellé? —exigí —. Basta de excusas, Elo.

      —Era un cabrón, Herz, después de años de exprimirte como un limón, decidió dejarte. Así, de la noche a la mañana. Tú no lo soportaste y…

      —¿¡Quieres decir que intenté suicidarme!?

      —Pues no lo sé… Nunca quedó claro, la verdad. Por eso no queríamos decírtelo. No sabíamos cómo te iba a afectar… El caso es que cogiste el coche, subiste el puerto con el acelerador a fondo. El coche patinó a causa de la nieve y te saliste de la carretera, hasta atravesar los pinos… Lo siento mucho.

      —¿Soy el tipo de persona que se quitaría la vida? —pregunté.

      —No lo sé. Pero conocías ese alto como la palma de tu mano, y sabías que estaba helado…

      —No puedo creerlo…

      —Lo siento mucho, de verdad.

      —¿Dónde está él?

      —¿Adán?

      —Sí, tengo que verlo —aseguré.

      —Imagino que la culpa lo hizo polvo, porque desapareció tras visitarte en el hospital y saber que estabas en coma y que nadie sabía si sobrevivirías...

      —Dios, tiene que haber una forma de localizarlo…

      —Pero ¿para qué, Herz?

      —¡Yo que sé, Elora! ¡Igual me ayuda a recordar más cosas!

      —¿Ves? Esto es precisamente lo que tratábamos de evitar, que te obsesionaras…

      —Pero ¿cómo no voy a obsesionarme? —sollocé.

      —Shhh, ven aquí, ya está —me consoló—. Hay más cosas que has recordado, por ejemplo, te acordaste de la dedicatoria de Ortiga, eso es genial.

      —Eso no es más que un recuerdo selectivo, no me lleva a ningún lado. En cambio, ver a Adán quizá active la chispa que me falta para que todo regrese a mi mente…

      —El doctor Lujan te dijo que eso no se puede acelerar, ¿no? ¿Por qué no te alegras de estar progresando y dejas que las cosas sucedan despacio? No te quedes esperando los recuerdos, vive, sé feliz, y si vienen, estupendo.

      —Qué fácil es para ti decir eso… —me quejé.

      No pensaba hacer ningún caso a su consejo. Sabía dónde tenía que buscar pistas sobre el paradero de Adán. En parte lo necesitaba para recuperar la memoria, y en parte para llenar un preocupante vacío sentimental… Era hora de enfrentarme al infierno blanco del puerto y hacerle una visita a la abuela. Claro que no pensaba contárselo a mi amiga.

      —¿Qué quieres decir con que era un cabrón, Elora?

      —Joder, Herz, pues eso, que era un auténtico cabrón. No hacía más que mirarse su propio ombligo, siempre hacía lo que le daba la gana y no paraba de hacerte daño. Yo nunca congenié con él, ni yo ni nadie. No tenía ningún interés en hacer amigos, ¿sabes? Como si estuviera incapacitado para relacionarse. Tú no dejabas de darle oportunidades y siempre volvía a defraudarte.

      —El típico egoísta —completé.

      —No, Herz, era mucho más que eso. Era tan desapegado contigo… Solo parecía necesitarte cuando te perdía. En cuanto tratabas de olvidarlo, regresaba, y tú dejabas que lo hiciera, una y otra vez. Era alarmante. No te dejaba ser feliz. Hablamos contigo, miles de veces, pero siempre recaías, por mucho que te esforzaras. Lo amenazamos, pero nadie es capaz de intimidar a ese tío. Ya no sabíamos qué hacer para dejar de verte sufrir. Y a él le daba igual verte así, no le afectaba tu dolor, era como si fuera inmune… Menudo cerdo.

      —Vaya… —musité.

      —Sí… Nos desquiciaste a todos. Quisimos abofetearte muchas veces. No comprendíamos cómo te dejabas torturar así…

      —Pero ¿a qué te refieres exactamente con que no me dejaba ser feliz? ¿Qué me hacía? —interrogué.

      —¡Ay, Micaela, te empeñas en pasarlo mal! Pues te era infiel, te trataba como a una mierda, desaparecía, te dejaba… Y lo peor: te dominaba, tenía un poder infinito sobre ti. Cuando él quería que volvieras, volvías. Sabía que lo amabas por encima de todo y lo utilizaba en su favor. Cuando conocías a otro tío o tenías la oportunidad de salir fuera de León para olvidarlo, hacía lo imposible por demostrarte lo mucho que le importabas y la falta que le hacías. Y a la mierda tus relaciones y tus oportunidades, una vez que regresabas a su lado, volvías a ser una desgraciada. Pero parecía que te gustaba…

      —A lo mejor se veía así desde fuera…

      —Mira, el corazón de ese tío era un pequeño burdel con el aforo completo. No tenía ningún escrúpulo a la hora de triturar el tuyo. Se había hecho experto en el delicado arte de pulverizar a quien quisiera amarlo, y eso debía de resultar un desafío para alguien tan masoquista como tú. Ahí residía todo el encanto que le veías: era inalcanzable. No podía ser tuyo ni de nadie. Motivo suficiente para desearlo, muchas lo deseaban, no solo tú. Además nadaba en dinero —volvió a la carga.

      —¿Y a mí me importaba eso? —me sorprendí.

      —No. La verdad es que nada en absoluto. Igual por eso te quería, a su manera, porque eras la única que lo amaba por cómo era… Nunca intimó con nadie como contigo, pero era incapaz de dejar de hacerte daño. Y tu conciencia te advertía del peligro, pero la apartabas de un manotazo y te tirabas de cabeza al gélido océano de su mirada gris, que no era más que una tela de araña invisible. Pobre estúpida… Casi te dejas la vida intentando que te amara…

      —Pero has dicho


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