Amar a la bestia. Nohelia Alfonso

Amar a la bestia - Nohelia Alfonso


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mí me daba igual la maldita Celada. No sabía cómo tenía que sentirme. ¿Le decía la verdad? ¿Le decía que yo era la tal Mimi pero que no lo recordaba? Eso era un poco raro. Al menos me había sonado el nombre del bar…

      —¿Y cómo dices que conociste a mi hermana? —pregunté antes de darle un sorbo a mi cerveza.

      —Pues en la universidad. No estudiábamos lo mismo, pero frecuentábamos los mismos bares y nos enamoraba el rock, así que nos hicimos amigas, sobre todo a raíz del grupo.

      Aquella cerveza estaba realmente buena. Sabía a… memoria. Tuve un flash de mí misma en aquel bar decorado como si fuera una vieja mina, con sus traviesas de madera sujetando la galería, sus candiles y sus vagones. Estaba cantando Show must go on, de Queen, delante de un montón de gente apiñada en el reducido espacio, y pedía que alguien me trajera una cerveza. Una mano generosa me alargaba una Celada. Era un chico a quien conocía muy bien. Mi novio, estoy segura. La impresión hizo que el recuerdo se resquebrajara como un cristal, y antes de que me diera cuenta se había hecho añicos a mis pies. Dios. Mi adolescencia en un trago. Brindé a la salud de Proust y su magdalena.

      —Oye, ¿estás bien?, esto… ¿cómo dices que te llamas? —preguntó una preocupadísima Lala.

      —¿Y ese chico con el que salía? Mi hermana, quiero decir —desoí su pregunta.

      —Te refieres a Adán, ¿no? La verdad es que no he vuelto a verlo. Creía que seguían juntos y todo…

      —¿Ah, sí?

      —No te hablas con tu hermana, ¿verdad?

      —No… —volví a mentir, aunque más o menos era cierto.

      —Vaya, tía, lo siento. Es una pena, porque es una chavala increíble. Tenéis las dos los mismos ojazos gigantes. Me alegro de que ya no esté con ese idiota de Adán.

      —Si quisiera encontrarlo… Al idiota, digo. ¿Sabrías dónde tengo que buscar? —la interrogué.

      —Uf, pues es que no sé… Ya sabes que era un hijo de papá con mucha pasta. Vivía en Trueca hasta que empezó Ingeniería de Minas, pero creo que luego estuvo estudiando fuera... Si no hubieran cerrado las minas, te diría que buscaras a su padre, don Remigio Del Val, en la Hullera Vasco-Leonesa, pero ya ves que quebró, maldito gobierno. Aunque si dices que hace tiempo que no lo ves, quién sabe dónde estará. Hace años que no lo veo por el bar, y eso que antes él y tu hermana lo frecuentaban mucho. Ese estará fuera de España, que es donde están los que tienen la suerte de podérselo permitir.

      Solo había visto su cara en ese flash, su cara de ángel caído, con esas angulosas mandíbulas y esos ojos de perro callejero fijos en mí. Ni siquiera sabía si lo reconocería si me lo topara por la calle, pero el sentimiento que me despertó estaba claro: lo amaba con todas mis fuerzas. Y si Lala no tenía noticias de que nos habíamos separado, ¿significaba que cuando tuve el accidente aún estábamos juntos? ¿Me dejó entonces al ver que no despertaba? ¿Dónde estaba? ¿Sabía mi hermana algo de todo esto?

      Me despedí de la amable camarera con la promesa de pasarme algún otro día por el Bardaya. Una vez fuera llamé a Melisa, que tardó en responder.

      —¿Si?

      —Acabo de tomarme una Celada —dije por toda respuesta.

      —¡No puedes mezclar las pastillas con el alcohol, Mica! —me regañó.

      —Entonces sabes que eso es una cerveza.

      —Sí, claro. ¿Por qué no iba a saberlo? —preguntó.

      —No es muy común que digamos. Ya ni se fabrica.

      —Bueno, y eso qué importa. Lo que sí que importa es que no debes jugártela así, hermanita.

      —Solo le di unos sorbos. En el bar Bardaya, ¿te suena?

      —Sí, estaba cerca de la catedral, ¿aún sigue abierto? —quiso saber.

      —Pues sí, y me he encontrado a una vieja amiga allí.

      —¡Te han recomendado reposo, Micaela, por Dios! Sabes que no puedes ponerte en situaciones que te causen estrés.

      —¿Y cómo iba a saber yo lo estresante que sería tomar una cerveza en un bar? Entré porque me sonaba mucho el nombre y, mira por dónde, resulta que lo frecuentaba, y hasta cantaba allí —expliqué.

      —¿Y quién era la amiga, si puede saberse?

      —Lala. Laura Lanza, es la camarera. Me reconoció de inmediato y me llamó Mimi.

      —Siempre fue un apodo horrendo… —respondió ella— ¿Le contaste lo del accidente?

      —¿Sabes quién es?

      —Sí, sí, sé quién es, os vi tocar un par de veces, y hablabas de ella en casa a menudo. ¿Le contaste entonces lo de tu accidente?

      —¡No, me dio vergüenza! ¡Podías haberme sugerido que contactara con ella! ¡Me ha ayudado a recordar! —me quejé.

      —Ni siquiera sabía que seguía en León. Y ya sabes que tu móvil se destrozó en el accidente, el único teléfono que tenía era el de Elora.

      —Es igual, lo importante es que he recordado a alguien más.

      —¿A quién?

      —A Adán —respondí.

      —…

      —¿Mel?

      —Sí, sí, dime.

      —¡Te digo que he recordado a Adán!

      —…

      —¿Qué pasa, no te alegras?

      —Sí, cariño, claro que me alegro. Lo que pasa es que ese tío es uno de los recuerdos que no deberías recuperar, eso es todo.

      —¿Por qué?

      —No fue una relación muy buena para ti, ¿vale?

      —¡No me importa! —me desesperé —. Quiero recuperar todos los recuerdos, los buenos y los malos.

      —Ya, ya, lo entiendo.

      —¿Por qué Elora nunca me ha hablado de él?

      —Porque yo le pedí que no lo hiciera, Mica…

      —¿¡Cómo!? —Perdí los nervios—. Soy incapaz de recordar nada de mi vida, ¡y encima me ocultáis cosas!

      —Lo sé, lo siento, pequeña, solo quería ahorrarte sufrimientos innecesarios…

      Para entonces ya estaba teniendo otro ataque de ansiedad, y tuve que dejar el teléfono para administrarme una dosis de esas pastillitas rosas que me permitían respirar más despacio y evitaban que empezara a hiperventilar. Cuando conseguí calmarme, retomé la conversación.

      —¿Sigues ahí? —dije.

      —¡Dios! ¿Estás bien?

      —No. Quiero que vengas a casa, tienes que contarme todo lo que me hayas ocultado.

      —No te oculto nada, ¡solo te protejo! —exclamó.

      —No lo necesito. Ven esta noche y haz de hermana de una puta vez. No puedes dejarme sola por más tiempo.

      —Nada me gustaría más que eso, Mica, te lo juro. Pero no estoy en España, sabes que dependo de la ONU.

      —¡Coge un maldito avión! —sollocé.

      —No puedo hacer eso, perdería mi trabajo. Y con el dinero que gano es con lo que comes y vas al psicólogo.

      —¡Yo no te lo pedí! Además, puedo trabajar.

      —Escucha, Mica, cálmate. Puedo estar ahí en… una


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