Los demonios de Serena. Paula R. Serrano

Los demonios de Serena - Paula R. Serrano


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la muchacha triste a la que habían abandonado, y ¿sabéis por qué?, porque la muy inconsciente se estaba viendo a escondidas con el prenda de mi padre, se ve que después de picar todas las flores que se le antojaron, le entró el remordimiento de conciencia y quiso conocerme, y a través de amistades en común hicieron posible el encuentro, parece ser que le entró la vena paternal de golpe y enseguida quiso hacerse cargo de mí.

      Lo que todavía no entiendo es cómo después de todo lo que le hizo sufrir a mi madre, cómo pudo ella ceder a todo, el amor no hay quien lo entienda.

      Un día de esos «paseos» de mi madre, ella se encontró en un parque con mi padre. Quedaron porque él quería llevarnos a ambas a su casa con sus padres para presentarme. Ellos no tenían ni idea de mi existencia y él, con su cara más dura, tiró hacia el pueblo.

      Mis abuelos, por parte de mi padre, tenían un negocio familiar justo debajo de su casa y ahí mismo se encontraba en ese momento mi abuelo, el padre de mi progenitor. Entró mi padre conmigo en brazos y le dijo:

      —Papá, ella es Serena, mi hija; y ella Paloma, su madre y mi novia.

      Mi abuelo se quedó planchado, puesto que no se esperaba para nada que algún día se llegara a encontrar en esa tesitura, ya que siempre le dijo a mi padre: «Jamás vayas a aparecer por casa con una prostituta, una mujer de mala vida con vicios o con una mujer embarazada».

      Así que, embarazada no fue, sino con la sorpresa ya del huevo en brazos.

      Mi abuelo, como buen hombre, lo asumió todo con mucha cordura y me cogió a mí, que ya me habían dejado en el cuco y subió para casa, que estaba toda la familia reunida de comida familiar; puso el cuco en el centro de la mesa como si fuera el pavo de navidad:

      —Os presento a mi nieta y a su madre.

      La verdad es que, sorprendentemente, todos acogieron la noticia muy bien y me recibieron con los brazos abiertos, fue como si llegara la felicidad de golpe a casa.

      ****

      Los días pasaban y mi madre me llevaba con frecuencia a ver a la familia paterna, y todo esto a escondidas de mis abuelitos. Entonces, llegó el día en que ella se hizo fuerte y valiente y soltó la bomba en su casa de que me había presentado a la familia de mi padre.

      A mis abuelitos no les sentó nada bien lo que había ocurrido, sobre todo porque fue a escondidas, ocultándolo todo y ahora se enteraban con que los dos decidieron emprender la vida juntos.

      No tenían muchos recursos, pero les había entrado el superamor y no querían seguir separados, ellos querían formar su propia familia. Mi abuelo, por parte de padre, fue a ver a mi abuelito, quería hablar seriamente de la actual posición de sus hijos, con el bebé ahora recién nacido, digamos que tuvieron una reunión de padre a padre.

      Mi abuelo le propuso a mi abuelito que, ya que ellos habían decidido emprender sus vidas juntos y ya habían empezado mal, pues que se casaran, que él tenía un piso en el pueblo y por lo menos lo formalizaban todo.

      Al abuelito al principio no le hizo mucha gracia, pero… qué iba hacer él, ¿negarse? Pues no, a él por encima de todo le importaba la felicidad de mi madre y que yo tuviera un padre. Después de muchos días de debate por el mismo tema, mi abuelito consintió.

      Yo puedo decir que fui a la boda de mis padres, sí, señores míos, con tres mesecitos. Acudí a ese evento, donde estoy casi segura que un gran porcentaje de invitados fueron más bien apenados por la situación, por cómo había ocurrido todo; de hecho, yo he visto fotos y puedo asegurar que las únicas sonrisas que se ven son las de mis padres; el resto, unas caras muy largas…

      Después de la boda, mi padre me reconoció y me puso sus apellidos, y se fueron a vivir al pueblo en el que mi abuelo Víctor tenía el piso preparado para ellos, así que me arrebataron de los brazos de mi abuelita, que, aunque yo no tengo consciencia de ello, seguro que le dolió como si le quitaran a un bebé de los brazos de su madre.

      ****

      Yo me iba haciendo mayor y ya me iba dando cuenta de las cosas. Iba al colegio, bueno, a preescolar, todos los días de lunes a viernes, pero cuando llegaba el viernes me entraba el nervio por todo el cuerpo como si me fuera de excursión, que para mí sí que lo era, salía del colegio y cogía rumbo a casa de mi abuelita; ese día se convertía en el mejor de mi vida, por lo tanto, tuve muchos mejores momentos en mi existencia.

      Mi abuelita viajaba mucho y siempre me traía algún detalle, que por muy insignificante que fuera, para mí era un tesoro. Un día me trajo el regalo de todos los regalos, me compró un traje de flamenca; yo tan solo tenía cuatro años, pero recuerdo a la perfección ese traje de volantes rojo con lunares blancos y flecos que me volvía loca, cada vez que entraba por la puerta de aquella casa lo primero que hacía era ir directa a la habitación donde se encontraba el traje y me lo ponía, solo me lo quitaba para ponerme el pijama y meterme en la cama. Recuerdo esa felicidad en mi cara, esa sonrisa imborrable, ahí estaba yo todos los días con mi traje de gitana y la canción de A bailar, a bailar de los Cantores de Híspalis y venga a dar vueltas haciendo como si bailara sevillanas.

      Ese ritual se repetía todos los viernes; al salir del colegio llegaba allí y me dedicaba a ser feliz, ni más ni menos.

      Creo que de todos los recuerdos que tengo el más bonito es ese, el llegar a esa casa, mi abuelita esperándome cargada con su tableta de chocolate Nestlé, la bolsa de palomitas dulces, el paquete de filipinos blancos, las lonchas de jamón de york recién cortadas de la charcutería de debajo de casa y cuando estábamos en temporada, una bolsa con dos kilos de habas para comérmelas a palo seco como si fueran pipas, yo no quería nada más, no quería juguetes, ni amigos, ni parque con columpios, nada, solo quería el sillón de la casa, compartir risas con mi abuelita y pasar las tardes jugando al tute o a la brisca. Fui una niña precoz en ese aspecto, casi aprendí antes a jugar al tute que andar.

      Pero todo lo que sube baja, así que toda la magia se rompió, mi mundo se hacía pedazos cada vez que llegaba el domingo, mi felicidad se iba por la alcantarilla, era hora de volver a casa con mis padres, me convertía en un chimpancé que se enganchaba al marco de la puerta y no había quien me soltara de allí, y no solo me pasó una vez, fueron todos los domingos de todas las semanas hasta que me fui haciendo un poco más mayor, y entonces me tenía que resignar e irme por mi propio pie. Esos domingos los recuerdo como algo bastante traumático.

      A todo esto, entre pataleta y pataleta, mi madre tuvo otro bebé, mi hermano Edu; él también fue fruto de un descuido, ya que a mis padres les gustaba mucho jugar a médicos y enfermeros sin protección, mi hermano tan solo se llevaba conmigo veintitrés meses y era un amor de bebé, pero tengo que decir que yo era celosilla y le hacía rabiar bastante. Me encantaba robarle los chupetes y cada vez que él intentaba quitarme algo de protagonismo, lo sacaba del ruedo de un plumazo, qué lástima de peque, en fin, cosas de jerarquías de hermanos.

      Una mañana, Edu y yo nos levantamos antes que mis padres; yo era un poco listilla, bueno, bastante trasto, diría yo. Los dos nos fuimos al salón, y empezamos a ver dibujitos en la televisión que nos gustaban mucho; al rato, dejé a Edu en el sofá solo viendo los dibujos, mientras yo me iba a la cocina a buscar algo para poder desayunar. No vi nada interesante, solo el bote de colacao a mi alcance; lo cogí junto a dos cucharas y me dispuse a volver al salón con mi hermano para disfrutar de nuestro increíble desayuno juntos.

      Me senté al lado de Edu, le ofrecí una cuchara, y él me miró con los ojos bien brillantes y atentos, como si le estuviera dando una piruleta grande, roja y apetitosa; estaba expectante a que yo abriera el bote, y una vez abierto, con ansia, introdujimos las cucharas en el bote. Le dejé a él primero, al fin y al cabo, era el pequeño y yo siempre cuidaba de mi hermano.

      Edu se metió la primera cucharada en la boca y su cara esbozó una gigantesca sonrisa. Estaba encantado con la idea del desayuno que le había «preparado»; seguidamente de que Edu se tomara su primera cucharada y yo lo observara orgullosa de cómo lo hacía, me tocaba a mí, era mi turno. Quería disfrutarlo como él, e introduje la cuchara, haciendo el mismo procedimiento que Edu.

      Cuando


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