Los demonios de Serena. Paula R. Serrano

Los demonios de Serena - Paula R. Serrano


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pasaban de las once de la noche desde la mañana que se fueron y a ella ya no le importaba mi padre, solo mi hermano (a mi madre le sentó muy bien tener a mi hermanita, estaba en modo madre responsable y eso a mí me encantaba).

      Mi hermana tan solo tenía tres meses, pero mi madre sabía que si no actuaba ya, él se comería el dinero de todo el mes como hacía casi siempre y no podía consentirlo. Ahora éramos tres bocas que alimentar y había que ahorrar en vicios.

      Decidió armarse de valor, nos vistió a mi hermana y a mí y fuimos al cajero más cercano a sacar todo el dinero que quedaba.

      Después de eso, mi madre se hizo una idea de dónde podría estar mi padre con mi hermano y fuimos en busca de ellos.

      Al llegar al bar donde se encontraban, vi a mi hermano acostado sobre dos sillas del bar y a mi padre borracho como una cuba junto a la tita Lali, cómo no, ella siempre estaba en todos los berenjenales.

      Mi madre le dijo a mi padre que ya era tarde, que se fueran a casa y mi padre con sus palabras fuera de tono le dijo que no. Mi madre le comentó que hiciera lo que quisiera, pero que se llevaba a mi hermano con nosotras a casa, entonces no sé qué se le pasó por la cabeza que empezó a perder los nervios y la razón y arrancaron una serie de gritos acompañados de barbaridades que los vecinos empezaron a asomarse a los balcones. Tengo imágenes un poco turbias de esos momentos, pero lo que tengo claro y transparente como el agua, fue el momento que salimos todos a la calle y mi padre a gritos le dijo a mi madre:

      —Porque llevas a la niña en brazos, si no, te reventaba la cabeza…

      Mi madre llena de rabia e impotencia cogió a la niña e inmediatamente se la pasó a la tita Lali, y automáticamente mi padre la cogió de la pechera, la estampó contra la pared y seguidamente le propinó un cabezazo llegándole a partir algún diente, no sé qué se le pasaría a mi padre por la cabeza para hacer tal barbaridad, pero lo hizo.

      Tengo esa imagen grabada a fuego , mis hermanos llorando, la bebé no paraba de llorar, y yo gritándoles a los dos que por favor pararan. Conseguí separarlos y que cada uno se fuera por su lado. Esa fue la primera vez que veía una agresión física de mi padre hacia mi madre, aunque sé que anteriormente antes de nacer mi hermana pequeña, hubo más de alguna agresión verbal por ambas partes.

      Desde aquel día, mi padre empezó a ser más agresivo, fue como si ese acto hubiera encendido la mecha de esa bomba que nunca sabías cuándo iba a explotar, cada vez que bebía perdía el norte y siempre volaban platos o jarrones, acompañado de muchos gritos.

      3

      Tenía nueve años y a esa edad la mayoría de niños hacen la comunión. Yo no iba a ser menos y, por supuesto, tenía ilusión por hacerla. Toda mi clase del colegio la celebrábamos juntos, la iba a hacer junto a mis dos mejores amigas: Olib y Aura. Las tres estábamos como si fuéramos tres princesas a las que fueran a coronar para ser reinas. A mí me encantaba pensar que iba a tener un día exclusivamente para mí; por un día, todas las miradas estarían clavadas en mí y eso me encantaba, pensar en eso me daba como un respiro de aire fresco al infierno que estaba viviendo en silencio.

      Todo el mundo sabe, y si no lo cuento yo, que cuando vas hacer la comunión tienes que realizar un curso de dos años: la catequesis, donde aprendes los sacramentos, la palabra de Dios y todo eso. Si tenías más de «X» faltas de asistencia, pues no podías hacerla, a mí no es que me entusiasmara el hecho de ir a esos cursos para poder celebrarla, pero tenía que ir, ese evento se había convertido en lo más importante para mí, pero, si por culpa de mis padres faltaba al colegio… imaginaros a la catequesis.

      Mi madre estaba en su etapa más calmada, pero, aun así, le costaba hacer ciertas cosas como llevarme allí. Yo tenía miedo de que por culpa de las faltas no pudiera hacerla y pensaba:

      «Otro día más que no voy».

      Al final ocurrió, lo que yo tanto temía se hizo realidad, el cura terminó enfadándose conmigo y me dijo que no podía hacer la comunión porque había excedido el límite de faltas.

      Fue un golpe duro para mí, ya que no pensaba en otra cosa que en mi gran día. Era algo bueno que me iba a pasar en mucho tiempo y se me fastidió como casi todo.

      Por aquel entonces, lo único bueno que tenía mi padre era que conocía a todo el pueblo, incluido al cura, así que fue y habló con él. No sé qué le contaría, pero el cura accedió a que yo tuviera mi día especial, a pesar de todas mis faltas de asistencia, permitió que pudiera hacerla.

      Por fin podía seguir soñando y pensar en los preparativos.

      Para ese día tienes que tener un sitio donde celebrarlo, un lugar donde reunir a todos los tuyos para invitarlos a comer en «un banquete», vamos, tipo boda. Era un momento muy importante de la celebración, el lugar tenía que ser grande, ya que eran muchos invitados los que iban a venir.

      Un día vino mi padre muy simpático y me dijo que ya había conseguido el lugar perfecto para mi celebración, un amigo suyo tenía un restaurante especializado en celebraciones de bodas, bautizos y comuniones.

      Al principio me quedé mosca porque pensé, si es amigo de mi padre… ¿cómo será el personaje?

      Mi inquietud empezó a aparecer, y a mi cabeza empezaron a comérsela los demonios. Ya me venía venir el desastre del año, estaba realmente amargada con esos pensamientos rondándome la cabeza, pero mi madre me vio la cara y supongo que ya se imaginaba lo que yo estaría pensando y enseguida me tranquilizó. Me contó que era un antiguo amigo de mi padre de la infancia; al decirme eso, mi cuerpo por fin se relajó. Esa persona no tenía nada que ver con las amistades con las que andaba en esos tiempos, mi felicidad retomaba su posición, otra vez todo volvía a ir como la seda.

      Mi abuela Carmela me iba a regalar mi vestido de princesa. Los días que tenía que ir a probármelo eran muy divertidos. Cuando me ponía el vestido parecía que flotaba por el aire, la verdad es que ese recuerdo es muy bonito porque en ese momento volvía a ser inocente, me permitía el olvidarme de todo y disfrutar de ese ratito vestida de princesa frente a un espejo con una sonrisa de oreja a oreja.

      El caso es que ya se iba acercando el día y había que dejarlo todo listo y preparado: pagar el reportaje de fotos, los regalitos para los invitados… pero, sobre todo, dejar cerrado el tema del restaurante.

      Teníamos una fecha límite para pagar la fianza del local, y ese día ya habíamos quedado con el dueño del sitio para ir y dejarlo todo zanjado y preparado para el gran día. El problema llegó cuando se iba acercando la hora y mi padre no acudía; y es que resulta que el muy simpático se pasó todo el día en el bar bebiendo hasta ponerse como solo él sabía hacer. Cuando mi madre, mi hermano y yo fuimos a buscarlo (mi hermana la tenían mis abuelos ese día), lo encontramos ahí metido en el bar donde él solía estar, con su pelotazo en la mano y simpático en exceso, rozando la agresividad.

      Tuvimos que insistirle muchas veces para que dejara el vaso y nos fuéramos al restaurante.

      Nos llevó un rato largo convencerlo pero, por fin, lo hicimos. Nos subimos todos al coche, entonces empezó a comportarse como un auténtico borracho. Nos dimos cuenta del error tan grave que habíamos cometido al subirnos en ese coche; él empezó a ponerse muy agresivo, a dar voces y a decir barbaridades. De repente, dijo que quería que nos muriéramos todos, que le habíamos arruinado el día. Empezó a dar volantazos con el coche tentando la suerte a ver si chocábamos con otro coche. Mi hermano y yo no llevábamos el cinturón de seguridad, en aquellos tiempos no estaba tan vigilado el tema de la seguridad vial, así que los dos parecíamos las piedras de una maraca: íbamos de una puerta a otra golpeándonos con todas las partes del coche. Mi madre ante esa situación, empezó a gritar, yo rompí a llorar del miedo y de la desesperación y sin más detuvo el coche de un frenazo, sin creerlo, llegamos sanos y salvos al restaurante.

      Salimos del coche y mi padre entró al sitio como si nada, como si fuera el mejor padre del planeta. No se le notaba ni la borrachera; yo, sin embargo, entré abrazada a mi hermano, los dos temblábamos de miedo. Mi madre simplemente se quedó


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