Los demonios de Serena. Paula R. Serrano

Los demonios de Serena - Paula R. Serrano


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«feliz» con mis sueños de amor con Diego y también me sentía dichosa porque la chica más popular de la clase era mi mejor amiga, aun sabiendo que mi vida resultaba algo complicada y mis padres bastante «especiales».

      Un día en el entrenamiento con el club noté algo distinto. Sentí que Diego me trataba de una manera más distante de lo normal, me trataba como más niña todavía y no lo entendía, puesto que no había hecho nada para que cambiara la actitud conmigo. De repente, en ese mismo instante, sentí como si un rayo me partiera en dos, me quedé petrificada, con el estómago en la boca, como si de un puñetazo me lo sacaran por la garganta. Ahí estaba ella, Ari, una compañera del club de atletismo de la misma edad que Diego con la que yo me llevaba genial y me trataba con muchísimo cariño. Ella era un poquito más bajita que Diego, pero se la veía robusta, fuerte, era de esperar que cualquier chico se fijara en ella, tenía un culo respingón y unos pechos bastante pronunciados, se le marcaban con cualquier camiseta que llevara; yo, en cambio, era más plana que una tabla de planchar, mis garbancitos no tenían nada que hacer con aquellas montañas picudas bien plantadas.

      Ese día algo era distinto, habían miradas cómplices, sonrisas, juegos entre ellos dos, me ignoraban, ya no contaban conmigo para las conversaciones y entonces me di cuenta de que ahí se estaba cociendo algo más que una amistad, quería llorar como cualquier adolescente con el corazón partido.

      Ellos siempre lo negaban, incluso se molestaban cuando alguien les preguntaba si estaban juntos, pero yo les observaba y a mí no me engañaban.

      Cuando íbamos a todas las carreras en el coche de mi padre, yo siempre corría para sentarme lo más pegada a Diego; lo miraba y él me sonreía con ternura, pero al otro lado se sentaba la otra, Ari, y a ella le daba la mano. Luego, se iban a entrenar antes de la carrera juntos y después de la carrera, cuando la competición ya había terminado, se iban los dos solos a pasear. Y yo, con mi madre que lo sabía todo sobre mis sentimientos hacia él, me consolaba mientras me hinchaba a llorar.

      Un día fui a una tienda que por aquel entonces se llamaba «todo ha cien» y le compré una cadena con una cruz de Caravaca para que le diera suerte; con toda mi vergüenza me acerque a él y se la di. Lo recuerdo con mucha alegría porque la aceptó con bastante cariño y se la puso de inmediato y nunca se la quitaba. Cuando iba a las competiciones, se colocaba en el puesto de salida y siempre le daba un beso a la cruz. Casualmente siempre ganaba todo, me tenía eclipsada y yo era la niña más feliz del mundo porque llevaba puesta mi cruz de Caravaca.

      Todo iba genial, hasta que un día, en uno de los entrenos, uno de los compañeros le dijo:

      —¿Qué haces con eso en el cuello tan negro?

      Es cierto que no era de plata, era chatarrilla de un «todo a cien», pero yo le dije una mentirijilla piadosa, pero el amiguito de turno le tuvo que decir que se lo quitara que se veía muy feo todo ennegrecido, que ni de coña era de plata. Diego, aun así, salió en mi defensa. Yo me escondí detrás de un coche de la vergüenza que me dio, pero él lo hizo muy bien, no se la quitó en el momento, supongo que lo haría para no ofenderme a mí, aunque después de ese día ya no se la volví a ver colgada del cuello; por supuesto, nunca le saqué el tema ni le hice preguntas de por qué no la llevaba.

      ****

      Mis padres, de vez en cuando, hacían de las suyas en el club, sobre todo mi padre. Pensaba que conociendo a otro tipo de gente cambiarían, pero no, en cada sitio cuecen habas y hay ovejas negras por todas partes, y mis padres tenían poderes telepáticos para dar con ellos. La madre de Diego, sin ir más lejos, era muy parecida a ellos, por lo tanto, pasábamos mucho tiempo con ellos en su casa y aunque egoístamente no me importaba esta vez, porque así podía estar más tiempo con Diego , entre sus cosas, aunque reconozco que llegaba a ser agotador estar enamorada de él, mucho sufrimiento para tan corta edad…

      5

      La vida con mis padres no cambiaba. Yo me centré mucho en mí, sobre todo en mis entrenamientos y competiciones, me mantenían la mente fría y ocupada.

      Una tarde de viernes, al salir del colegio a las cinco de la tarde, vi una cara que me sonaba de algo y entonces caí en que el viernes de la semana pasada a esa misma persona la pude ver en el mismo lugar donde se encontraba en ese momento.

      Me quedé mirándole y entonces se cruzaron nuestras miradas, se me estremeció el cuerpo para mal. Esperé a que saliera mi hermano, y los dos juntos nos marcháramos para casa; entonces, la persona misteriosa empezó a andar también detrás de nosotros, yo intentaba mantener la calma, la respiración y la conversación con mi hermano sin levantar sospechas, empecé a notar que esa persona iba acercándose más y más a nosotros. A cada paso que daba, me iba inquietando más, era un chico moreno, de complexión delgada, sus ojos eran muy oscuros y profundos, tan profundos, que su mirada era aterradora, empecé a sentir mucho miedo y en mi mente necesitaba trazar un plan para que si el individuo ese se acercaba más, saber cómo actuar, lo que tenía claro es que si en algo era buena era corriendo, la gente me llamaba gacela por lo rápido que corría , empezaba a correr y no había nadie que pudiera alcanzarme, iba con mi hermano al lado andando hasta que giramos la esquina y entramos en la calle donde estaba mi casa. Eran como seiscientos metros en línea recta y ahí lo vi claro, como si de una carrera se tratara, eché la vista hacia atrás, vi al tío prácticamente encima nuestra, mire a mi hermano y le dije :

      —¡Acabo de acordarme que la hora del entrenamiento la adelantaron, me voy!

      Y mi hermano me respondió:

      —Pero ¿qué dices?

      Estaba claro que tanto el individuo como mi hermano se dieron cuenta de que me ocurría algo, tiré a dar un paso y entonces ocurrió, el malnacido que me seguía me agarró por detrás, me quedé rígida, no podía moverme, muerta de miedo, a plena luz del día, pero rápidamente mi hermano reaccionó, cogió el paraguas que llevaba encima y se lio a paragüazos con él; yo logré escaparme de sus asquerosas garras, mientras Edu le seguía dando con el paraguas, y como si de un pistoletazo de salida se tratara, escuché su voz:

      —¡Corre, Serena!

      Ese grito fue el disparo del inicio de la carrera más importante de mi vida y, sin dudarlo, automáticamente empecé a correr. Tuve tal subidón de adrenalina que en vez de correr parecía que iba volando, pero, aun así, solo oía la voz del depredador:

      —¡Hija de puta, no te vas a escapar! ¡Te cogeré! ¡¡¡Te follaré y te mataré!!!

      Por fin, después de mi eterna carrera, llegué al portal de mi casa y empecé a quemar el timbre, pero no me contestaba nadie; mientras tanto, yo estaba en llanto, temblando, y me había mareado. Mi madre no me abría la puerta, después de todos mis esfuerzos por huir, veía que el monstruo se acercaba a mí, y no me quedó otra que buscar refugio entre un grupo de madres que se encontraban en la otra esquina de la calle; llorando, me acerqué a ellas y tartamudeando señalé al monstruo y les dije:

      —¡Me persigue!

      Él clavó su mirada en mí y solo con un grito me dijo:

      —¡PUTA! —Y desapareció.

      Mi hermano, el pobrecillo, llegó al punto donde yo me encontraba, no me podía mover, no creía lo que estaba pasando.

      Edu empezó a llamar al timbre de mi casa y por fin mi madre contestó y abrió la puerta del portal.

      Cuando subimos a casa y empezamos a contar lo sucedido a mi madre, ella alucinaba; aparte se sentía fatal porque no contestó a la primera cuando llamé al timbre, y es que la señora estaba echándose la siesta (típico de ella).

      Enseguida se vistió y fuimos a la comisaría, aunque no nos sirvió de mucho, a la que casi detienen es a mi madre por desorden público.

      Aquella época no era como la de ahora y la respuesta que le dieron a mi madre fue que si no había sangre no podían hacer nada. Ella no se calló y en plena comisaría empezó a dar gritos:

      —¿Qué tengo que dejar que me la violen


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