Los demonios de Serena. Paula R. Serrano

Los demonios de Serena - Paula R. Serrano


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rato del coche.

      ****

      Quedaba tan solo un día para el esperado evento. Esa noche, mi abuela Carmela me hizo una tila porque no me estaba quieta, no paraba de un lado para otro y, por supuesto, no me entraba sueño ni por asomo.

      A las siete de la mañana estaba ya dando saltos, llevaba a mi abuela loca, había despertado a todo el vecindario.

      La gente empezó a llegar a casa de mis abuelos paternos, yo dormí allí, ya que era como una pequeña tradición pasar ahí la noche antes, y yo estaba encantada por todo, por estar ahí, porque veía a la gente, y ya se iba caldeando el ambiente de fiesta.

      Entre mis dos abuelas me pusieron el vestido de princesa y ya ahí en ese mismo momento me convertí en la estrella del día. Todas las miradas estaban puestas en mí, todos los piropos y cumplidos eran hacia mi persona, me sentía radiante.

      Cuando llegamos a la iglesia estaban todos mis amigos y otros compañeros del colegio, pero lo más importante es que se encontraban mis amigas ahí esperándome. Creo que todas estábamos impacientes por ver nuestros vestidos y esperar que el nuestro fuera el más bonito, en el fondo todas lo pensábamos.

      La ceremonia empezó, yo estaba muy nerviosa, inquieta porque tenía que hablar por el micrófono unas frases de la Biblia que no me había estudiado antes y aunque me gustaba ser una estrella, me daba miedo hacer el ridículo.

      Llegó el turno de que Olib, Aura y yo dijéramos nuestras frases, respiré hondo y empecé a dar mis pasos hacia el púlpito que estaba pegado al altar. Cuando llegamos, primero empezó a hablar Olib, luego Aura y, por último, yo. Sentí como si un foco se encendiera en mi dirección enfocándome para que empezara la función y en ese mismo instante vomité toda mi frase de carrerilla sin respirar, para no tartamudear ni quedarme enganchada en ninguna frase, y para mi sorpresa, me salió genial. Miré al frente, sonreí y pensé, «pues ya está, lo he hecho», y muy satisfecha me coloqué en la fila de tres compuesta por mis amigas y yo; y otra vez nos pusimos en fila para colocarnos en nuestro sitio. Bajamos unos escalones para pasar por delante del altar y teníamos que volver a subirlo para llegar a nuestra posición. De nuevo, primero subió Olib muy bien la primera y luego Aura, la cosa está en que antes de que Aura subiera el último escalón, me aceleré yo y empecé a subir sin darme cuenta de que su vestido se había quedado debajo de mi pie; sí, amigos, le pisé el vestido de tal manera, que nos fuimos las dos de bruces al suelo y en ese momento se cumplió el pánico ese que me perseguía durante todo el día de hacer el ridículo. No me hizo ninguna gracia , solo quería levantarme y que la misa terminara pronto. Cuando retomé la compostura, me puse en mi sitio y miré a la gente que nos miraba y se reían, yo pensaba: «A ver, Serena, eres tú, ¿cómo llegaste ni siquiera a pensar que te iba a salir todo perfecto?», por un momento la vergüenza se apoderó de mí, pero tuve una lucha interna y me dije a mí misma: «No voy a permitir que nada me empañe mi día especial», y en menos que canta un gallo borré todo pensamiento negativo y conseguí disfrutar del momento.

      Cuando terminó la misa, pasaron a realizar las respectivas fotos con los familiares, amigos y demás, al terminar de hacernos las fotos nos fuimos todos al restaurante.

      Al llegar con mis padres al restaurante, se puede decir que en el momento que puse un pie en él, empezó mi reinado, porque fue así exactamente como me sentí: reina por un día. Mi madre estaba guapísima, perdió veinte kilos para el evento y mi padre, se portó muy bien, no perdió las formas en ningún momento. Entramos los tres por la puerta, todo estaba decorado y se veía precioso, la gente nos miraba, sobre todo a mí, me aplaudían y me gritaban: «¡Guapa!». Yo estaba encantada.

      Comimos hasta reventar. Estaba todo buenísimo; fue una fiesta increíble, inolvidable, debo decir que en mi mesa, que era la mesa presidencial, estábamos sentados mis padres, mis abuelos y mi abuelita; con ella a mi lado, era perfecto del todo, la miraba y me sonreía guiñándome el ojo. Eran pequeños momentos tan especiales para mí que jamás podré olvidar.

      Se nos hicieron las tantas en el restaurante y se acercaba la hora de cenar. Ya se había ido todo el mundo y solo quedábamos mis padres, mi hermano, los amigos de mis padres y yo. A mi hermana se la llevaron mis abuelos, porque todavía era un bebé. Nos fuimos a cenar al bar de unos amigos de ellos; a todo esto, iba con mi traje. En las comuniones siempre se tiene el segundo traje y yo también lo tenía, pero no lo utilicé ese día, yo no me quería quitar mi vestido hasta la hora de irme a la cama, solo lo iba a llevar ese día y quería disfrutarlo al máximo.

      La noche se iba alargando cada vez más y estábamos de celebración y mis padres no iban a casa. Íbamos de sitio en sitio exhibiéndome y a mí me daba igual, ya que ese día no quería que terminara nunca. Acabamos el tour en un pub de un amigo de mis padres que lo cerró y nosotros nos quedamos dentro con el resto de los amigos de ellos. La noche terminó a las cuatro de la mañana subida en una mesa de billar, bailando, taconeando como si fuera un tablao flamenco.

      Ese día brillé como las estrellas del cielo, y me encantó.

      4

      Detrás de mi colegio había un descampado al que yo iba bastante con los amigos. Me quedaba embobada mirando un grupo de gente haciendo ejercicio y corriendo, me di cuenta de que yo quería hacer eso.

      Era un club de atletismo. Le pedí a mi padre que me apuntara; la sorpresa fue que lo hizo. Nos apuntó a mi hermano y a mí.

      Íbamos tres veces por semana al descampado a entrenar y los fines de semana nos acercábamos a las competiciones y disfrutaba mucho de ese ambiente. Me desahogaba corriendo y soltaba toda mi rabia en mi último esprint, procuraba estar entre las seis primeras y casi siempre hacía pódium. Era bastante buena.

      Había un chico en el club que me sacaba unos años, pero sin darme cuenta, comencé a fijarme en él cada vez más, y sentía cosas que desconocía, las famosas mariposas. Él se llamaba Diego.

      El era un chico moreno, alto y muy delgado, de hecho era un «larguirucho», muy feo, con el pelo cortado a capa y la cara entera llena de granos. No tenía ni un hueco libre, los granos le salían hasta de las orejas. No entendía cómo alguien con tal acné me pudiera llegar a gustar, no me lo explicaba.

      Mis padres se hicieron muy amigos de los suyos y yo estaba encantadísima de eso, porque pasaba horas en su casa con él y nos hicimos muy amigos; eso para mí era increíble, algo «bueno» me estaba pasando a mí, no podía creerlo, aunque él a mí me veía como una niña y él se comportaba como lo que era, un adolescente.

      Nunca me había dado cuenta de que Diego iba a mi colegio hasta que empecé a sentir las mariposas por él.

      Tenía sueños imaginarios con él, que íbamos cogidos de la mano, que sentía las mismas mariposas que yo por él, pero al revés, él hacia mí.

      En el colegio yo me quedaba a comer en el comedor, me gustaba mucho. Me hice la dueña de aquello, hacía lo que me daba la gana, pero lo que más me gustaba era esperar a las tres de la tarde que abrían las puertas y empezaban a entrar el resto de los alumnos, entre ellos, Diego, al que yo esperaba muy impaciente para verlo, acercarme a él para que me diera un beso en la mejilla. Era como un ritual para mí, él jamás me ponía pegas, al revés, era muy cariñoso conmigo y todos los días lo hacía.

      A mi amiga Aura también le había empezado a gustar un chico del colegio, ella era menos tímida que yo, y sí que consiguió llamar su atención de otra manera, ya que al chico que le gustaba a Aura también le gustaba ella.

      Aura y yo éramos muy buenas amigas, se puede decir que en esos momentos las mejores, decidimos escribir un diario que nos intercambiábamos cada día; una escribía todo lo que hizo ese día, y al día siguiente nos lo cambiábamos, las páginas empezaron a llenarse de corazones que ponían:

      AURA SERENA

      X X

      AARON DIEGO

      Hay que reconocer que con once o doce años éramos un poco dramáticas porque también manchábamos


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