Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


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      Oviedo, Edith

       Ojos color del tiempo / Edith María Del Valle Oviedo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

       304 p. ; 20 x 14 cm.

       ISBN 978-987-711-583-3

       1. Novelas Históricas. I. Título.

       CDD A863

      Editorial Autores de Argentina

      www.autoresdeargentina.com

      Mail: [email protected]

      Para Cacho, mi marido amado.

      Para mis hijas queridas: Pau, Vale, Lali y María.

      Para mis amigas: Lidia, Elena y Alicia.

      CAPÍTULO 1

      (trapani, sicilia, año 1879)

      Salvattore escuchó los pasos que se alejaban, las piedras deslizándose por la ladera. —No me han visto — pensó. Se quedó quieto y escondido. Cuando oscureció, miró en torno tratando de captar algún movimiento, oyendo el sonido de las hojas que una brisa ligera movía apenas, se paró en silencio estirando las piernas entumecidas y, después de un rato, inició el descenso para volver a su casa.

      Su madre lo esperaba con la comida. Al verlo entrar le indicó con gesto serio que se sentara a la mesa y le sirvió el guiso caliente.

      — Tu padre y tus hermanos duermen— le dijo. — Come y anda a dormir. Mañana salen con la barca.

      — Sí, mamma — aceptó Salvattore.

      Era muy joven, de cabello rubio y enrulado, con ojos como los de su madre, “color del tiempo” como le decían, a veces grises, a veces verdosos, que llamaban la atención en una zona de hombres morenos. También sus hermanos los habían heredado.

      Ya en el jergón que le servía de cama en la cabaña pobre en la que vivían, pensó en la muchacha que lo había encandilado esa tarde en el poblado y a quien había seguido hasta la finca de la colina. Iba acompañada de dos hombres con escopetas que parecían sus guardianes. Le pareció que lo había mirado, muy fugazmente. Nunca había conocido a una joven tan bonita y el corazón seguía latiéndole con fuerza al pensar en ella. No le había sucedido antes, eran las mujeres las que lo miraban a él. Salvattore se sabía atractivo, a pesar de su juventud y de la vida aislada que llevaban. Había corrido esa tarde, cuando al acercarse a la muralla de la casa para espiar, los perros habían ladrado y él se había dado cuenta de que los hombres estaban alertados y salían a buscar al intruso. No le llamó la atención que anduvieran armados, también su padre tenía una escopeta en la casa y muchos allí las llevaban consigo, pero a éstos no los conocía y tenían un porte intimidante. Entendió que era mejor no meterse con ellos pero también se dijo que la mujer le gustaba. No sabía quién era, pero se iba a enterar pronto, en su tierra todos se conocían desde siempre y los forasteros se destacaban.

      Muy temprano salieron los hombres de la casa rumbo al puerto, la mamma Giuliana les había servido la comida caliente de todas las mañanas. En la mesa, su padre comentó que el Don había vuelto para quedarse y que había traído mujer nueva y joven. Salvador escuchó nomás. El día de pesca fue bueno. La red se cargó en el mar embravecido mientras el sol impiadoso caía sobre sus cabezas y sus cuerpos. Eran hombres de mar como lo habían sido todos los hombres de la familia Grillo. En la isla las costumbres se mantenían aunque las generaciones pasaran. Volvieron a la tarde , los cuerpos cansados y hambrientos. Giulianna preguntó por su hijo menor al ver que no llegaba, le dijeron que se había ido al pueblo.

      Salvattore rondaba la casa del Don aunque sabía que era peligroso. Pero le gustaba el peligro y le gustaba la mujer aunque tuviera dueño. Tenía que lograr que lo viera, él sabría cómo conquistarla. Rondó tardes y noches. Los perros ya no le ladraban, sabía hacerse amigo de los animales. Varias veces la vio llegar y también salir, alguna a caballo y otras en carruaje, siempre acompañada. Se dio cuenta de que ella lo había visto y que al salir lo buscaba con la mirada. Vio al Don que la acompañaba.

      — Es un viejo—, se dijo y lo despreció. Sabía que el Don era un hombre de poder, respetado y temido en la zona, pero era un viejo. Y la mujer seguramente lo veía así.

      La oportunidad que estaba esperando para hablar con ella se presentó una noche en que el Don y sus soldados salieron todos juntos. Salvador se trepó con facilidad a los muros y entró al terreno de la mansión, acercándose a la ventana donde la había visto todos los días que vigiló el lugar. Golpeó y esperó. Cuando ella abrió la ventana y lo vio se asustó pero el joven comenzó a hablarle seductoramente y se quedó escuchándolo y mirándolo a los ojos, subyugada por su voz y por su mirada. No pudo entrar al cuarto esa noche pero él supo que pronto lo haría. Ella tenía miedo pero no lo había rechazado, se había quedado mirándolo un rato largo con esos ojos grandes y oscuros que terminaron de conquistarlo antes de cerrar la ventana. Se prometió volver a la noche siguiente y deseó que entonces lo dejara entrar.

      Su madre le había dejado la comida en la mesa. Tenía hambre y agradeció el gesto como todas las noches anteriores. Giulianna no preguntaba. Estaba acostumbrada a que sus hijos tuvieran aventuras, sabía que no podía retenerlos, eran hombres y eso hacían, además sabía que sus hijos eran hermosos y codiciados, sobre todo Salvador. Dentro de su corazón, temía por estos hijos que parecían no tener miedo a nada pero también estaba orgullosa. Su marido, Antonio, no decía palabra, era parco para hablar y expresar sentimientos, pero nunca reprochaba a sus hijos. La vida era dura, todos trabajaban mucho y también querían gozar un poco. Salvattore le preocupaba en particular. Era muy cariñoso con ella pero también lo sabía soberbio e inconciente, no le importaba el peligro y le gustaban los riesgos. Los hombres eran rudos en la isla, no quería que se metiera en problemas graves que se pagaban con la vida.

      Salvattore volvió la noche siguiente y la siguiente, esperando otro momento para entrar. No sentía frío ni cansancio, un ardor agradable de expectativa lo mantenía alerta. Le gustaba recostarse de a ratos sobre la tierra dura con yuyos que le servían de colchón a mirar las estrellas infinitas. Le gustaba estar afuera, le gustaba el monte, le gustaba el mar que golpeaba y rugía todo el tiempo. No conocía otro lugar y éste le fascinaba. La segunda noche escuchó voces y pasos que se acercaban, el portón que los guardias abrían y vio a su padre que entraba a la finca. Eso le extrañó, no sabía que conociera a esta gente. Su padre era callado, hablaba poco. Pero sabía que lo quería y lo defendería llegado el caso, cualquiera de la familia se jugaría por el otro.

      Cuando volvió a su casa, ya tarde, le preguntó a la madre por él:

      — Tiene asuntos que atender— le contestó y no le sacó nada más. Cuando lo escuchó llegar, sintió que cuchicheaban pero no entendió qué decían.

      Varias noches después, volvió a vigilar el lugar y esta vez tuvo suerte. El Don y sus hombres salieron a caballo y él saltó el muro y golpeó la ventana de la mujer. Cuando vio que se abría, se metió sin dudar. Allí estaba, esperándolo y deseándolo tanto como la deseaba él. Una sonrisita fanfarrona se le dibujó en la cara como si hubiera esperado este recibimiento y se le abalanzó. Ella lo recibió con ansias desbordadas. No hablaron. Forcejearon como si de una lucha se tratara. Gimieron bajo para no ser escuchados por los otros habitantes de la casa. Después, él se cambió y antes de irse, dijo:

      — Vuelvo mañana, que la ventana esté abierta.

      Durante un mes, todas las noches Salvattore visitó la pieza de la mujer, escabulléndose de la vigilancia de los hombres de la finca, ya no esperaba que el Don saliera, se metía lo mismo. Rossina, así se llamaba ella, lo recibía, le exigía que la amara y él lo hacía con gusto. Era joven, aunque no tanto como él, era hermosa y apasionada.

      Giulianna notó el cambio, los hermanos también. Le hacían bromas procaces, querían saber a dónde


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