Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


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una discusión fuerte entre su patrón y un hombretón que, tomado, le quería pegar y le gritaba:

      — ¡Sos un ladrón, gallego de mierda! ¡Te voy a aplastar, maldito!— mientras don José, rojo de furia, enarbolaba su palo amenazante sin que el otro menguara su intención de golpearlo y una joven tiraba del brazo del hombretón para evitar la pelea llorando muerta de miedo. Algunos parroquianos que a esa hora iban al boliche a tomar algo se habían amontonado contra una pared, temerosos de salir golpeados en la trifulca. El ánimo del hombretón pareció calmarse un poco cuando don José golpeó con fuerza el palo contra una mesa haciendo un gran ruido, produciéndose un silencio después del cual pareció darse cuenta de que la mujer lo tironeaba del brazo y entonces se soltó y le propinó una bofetada tan fuerte que pareció escucharse el dolor de su cara, el ruido siguiente fue cuando al caer al suelo se llevó consigo unas sillas y su cabeza chocó fuerte contra el piso. Todos miraron pero nadie osó moverse, hasta que Salvador reaccionó y corrió en su ayuda, evitando que siguiera la golpiza, pues el hombre estaba fuera de sí y quería descargar su furia ahora en la mujer caída. Al ver que Salvador la protegía lo pateó con fuerza, pero el gallego ya llegaba con su palo a golpearlo en un brazo y en el otro, con lo cual el gigante decidió irse mientras los miraba con ira. Salió a los tumbos, por los golpes y por la borrachera que tenía encima, se subió al caballo y se escuchó el galope enloquecido con el que se alejó.

      Don José mandó a buscar a la curandera del pueblo, doña María, ya que la mujer, casi una muchacha, no despertaba. No la movieron del lugar donde había caído y, mientras tanto, sirvieron ginebra para reanimarse y calmarse.

      —¿Estás bien, muchacho? — preguntó el gallego, palmeándolo en el hombre. —Si no hubieras intervenido, ya estaría muerta.

      Salvador asintió sin pensar, tomando de un trago la ginebra que le habían puesto en la mano y pidiendo con un gesto otra. Después miró a la muchacha en el suelo, que no tenía color y parecía muerta:

      —¿Está�?— dijo.

      Nadie le respondió, pero en ese momento, casi a las corridas, entró la curandera.

      —¿Qué pasó, hombre?— le espetó al gallego, indignada por el apuro con que la habían traído, aunque cuando vio a la chica en el suelo, se calmó y se puso en cuclillas a su lado, mientras la tocaba con delicadeza y le hacía oler de un frasquito que había sacado de la bolsa de tela que llevaba con ella. Hubo una mínima reacción y la curandera siguió palpando la cara, la cabeza y después el cuerpo.

      —Ha sido un golpe fuerte— dijo, mientras le aplicaba un ungüento en un lado de la cara, que parecía tomar color.—Llévenle a una cama, para que pueda ayudarla mejor— agregó.

      —Tendrá que ser la tuya— dijo don José y Salvador asintió. Entre varios la llevaron con cuidado, quedando al cuidado de doña María.

      Después, cuando se pudieron sentar a hablar, don José explicó quién era el hombretón.

      — Es don Ignacio Mendieta, un compatriota. Tiene unas tierritas para el lado de las sierras y viene cada tanto a buscar la mercadería. Es violento cuando toma. Lo sabe esta pobre que está sin sentido en la pieza.

      — Parece la hija— dijo Salvador. — Es muy joven para ser su mujer.

      — Así son las cosas por acá, muchacho, las mujeres casi nunca eligen. El hombre tiene tierras y dinero, es lo más conveniente para una mujer. Aunque, claro, a veces tienen que aguantar una vida de mierda como ésta.

      Salvador lo sabía, también era así en su tierra. Pensó en Rossina, pobre. Y pensó en su madre, ella había tenido la suerte de querer a su marido y ser querida. No todas tenían esa suerte.

      Cuando los parroquianos se fueron, se acostó en un catre que había detrás del mostrador para casos de necesidad y se durmió hasta que la claridad del amanecer lo despertó. Llenó una palangana con agua fría del pozo del patio y se lavó, tiritando. Después entró a la pieza para buscar una camisa limpia sin hacer ruido. La muchacha dormía o seguía inconciente, no sabía, y la curandera dormía sentada a su lado. Tuvo tiempo de mirarla y lo conmovió, tan joven y sufriente.

      A media mañana, atendiendo el boliche, se le acercó el gallego para comentar que don Ignacio aun no había aparecido.

      —Seguro que todavía está durmiendo la borrachera en algún lado. Doña María dice que la mujer está mejor, así que cuando el marido llegue, se la llevará. La pobre no ha abierto la boca, pero seguro que está esperando que venga a buscarla.

      En un alto del trabajo, cuando Salvador fue a buscar algo a la pieza, la encontró con los ojos abiertos, mirando al techo. La doña no estaba, habría salido a comer algo o al baño, así que se acercó y se quedó mirándola. Ella dio vuelta la cara hacia su lado y fijó sus ojos en los suyos. Ojos color miel, claros y grandes, tristes, desolados.

      — Gracias —, le dijo con voz ronca. El hizo un gesto de asentimiento y después se fue.

      Llegó la noche y doña María dijo que convenía que se quedara antes de emprender al día siguiente el viaje hacia su casa. Don José estuvo de acuerdo así que le pidió a Salvador que volviera a dormir en el catre del boliche. Al día siguiente buscaría alguien que la llevara y aunque Salvador se ofreció dijo que no, pues don Ignacio era rencoroso y peligroso, le extrañaba que no hubiera venido a llevarse a su mujer, porque no era de los que luego de la borrachera sentían alguna vergüenza por las malas acciones, era de esperar que apareciera con la soberbia que lo caracterizaba, sin pedir disculpas a nadie.

      Cuando doña María se hizo una escapada a su casa para lavarse y atender algunos asuntos domésticos, prometiendo volver más tarde, Salvador se asomó a la pieza y se quedó contemplando el rostro de la muchacha. Le gustaba pero se dijo a sí mismo que era de otro, para bien o para mal, y que no volvería a repetir la historia que lo había alejado de su tierra. Sentía en el cuerpo la inquietud que ya conocía, pero debía dominarla. Entonces, ella se despertó y lo miró, le sonrió y le habló.

      — Salvador, me defendiste, ¿verdad? Me lo contó el viejo. Dice que sos valiente y buena persona. Parece quererte.

      Salvador se acercó y se sentó a su lado. —No me mirés así, soy una mujer casada, o más o menos, en realidad. Si Ignacio ve como me mirás, sos hombre muerto.

      —¿Por qué más o menos?— le preguntó intrigado.

      —Mi marido no está bien, en realidad se casó conmigo para salvarme de la vida miserable que me esperaba después que mi madre muriera. Yo se lo agradezco.

      —¿Le agradecés que te haya golpeado?

      —Está enfermo de angustia, de ira, de alcohol. Yo lo respeto a pesar de todo.

      —¿Lo querés?

      —No.

      Salvador dio media vuelta y se fue a su catre. La inquietud seguía en su cuerpo y no lo dejó dormir hasta que el cansancio le ganó la pulseada.

      Era de madrugada cuando se escucharon golpes en el portón de la entrada. Don José tardó un rato en abrir; si bien se levantaba todos los días de su vida muy temprano, aun no era hora de empezar a trabajar. Hizo pasar a los hombres que habían llegado y puso la pava al fuego para matear, después se fue hasta la pieza donde dormía la mujer y la llamó varias veces para despertarla. Entonces le pidió que fuera a la cocina. Ella se vistió rápida, nerviosa por el llamado, se arregló el pelo y al pasar por el patio se enjuagó la cara con el agua helada. Tenía la frente golpeada y una línea morada le corría por el párpado inferior del ojo. El gallego le señaló una silla y le pasó un mate. Después le indicó con un gesto a los dos hombres uniformados que la esperaban. — ¿Usted es la mujer de don Ignacio Mendieta?— le preguntó uno de ellos. —Soy la esposa, doña Antonia de Mendieta.— Bueno, doña, sucede que tenemos que darle una mala noticia. Don Ignacio está difunto. Lo han encontrado unos paisanos, caído a la salida del poblado, pareciera que se cayó del caballo y se rompió la cabeza contra unas piedras.

      — ¡Ah, Virgen Santísima! — dijo


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