Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


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los quería de su lado, que serían sus soldados como tantos otros. Que había decidido quedarse ahí, en la antigua finca de su familia, porque se había casado nuevamente y había resuelto que éste sería su hogar definitivo. Hubo silencio. Los hermanos apenas si se miraron aunque se entendieron entre ellos. El mayor dijo que no aceptara, que preferían ser libres. Pero el padre se mantuvo en su decisión. Dijo que no olvidaba la ayuda que le habían prestado a su propio padre cuando la justicia lo había desoído.

      —Los Grillo no olvidamos los favores— dijo. —Estamos en deuda y ahora el Don la quiere cobrar. Además nos protegerá. Tiene poder.— agregó.

      Los hermanos no dijeron nada más, pero Giulianna notó el gesto despectivo de su hijo menor. El no necesitaba protección y menos de un viejo. Le estaba robando a su mujer y el estúpido ni se había enterado.

      La partida a la madrugada de todos los hombres de la casa para la pesca diaria fue tensa. Los hijos no entendían porqué su padre se ataba a un favor tan antiguo. El hombre les dijo: —Aun cuando no existiera ese favor, no podríamos negarnos. El Don es muy peligroso, mata. Cuando mi madre intercedió por mi padre yo era muy chico. Pero él se acuerda. Y ahora que está viejo y ha vuelto a refugiarse en este lugar, cobra el favor. Necesita gente.— Y como al pasar, agregó:— No lo ofendan. No miren de más a su mujer. Lo verá como una provocación. No se metan con él o con los suyos. Sólo cuando nos llame, y esto puede ser en mucho tiempo o nunca, acudiremos. Pero recuerden que nos ha pedido que seamos sus soldados y yo he dicho que sí. Le debemos respeto.

      Salvattore no dijo nada, pero estaba furioso. Esa misma noche se metió por la ventana de Rossina y la amó con rabia y violencia. Ella no decía nada, nunca decía nada. No sabía si lo quería o sólo buscaba un cuerpo joven para gozar lo que no podía en el matrimonio, con ese viejo al que la habían casado por conveniencia familiar.

      Entendía que el secreto no podía durar para siempre y, además, ya se estaba cansando de la mujer. En los rostros de sus hermanos había visto una seriedad desacostumbrada con él, ya no le preguntaban ni le hacían bromas sobre sus desapariciones nocturnas. Se dio cuenta de que lo sabían. Y su madre también. La madrugada anterior lo había esperado, se había sentado con él y le había tomado la mano. No le dijo nada sobre la mujer, pero en los ojos claros leyó advertencia y temor. Antes de irse a dormir le pasó la mano por la cabeza y rezó unos minutos ante la imagen de la Virgen.

      Le dio rabia que le temieran al viejo, pero se dijo que ya la había gozado a la joven y que ella realmente no le importaba. No necesitaba estirar más la situación. Se dijo que era la última noche en que la visitaría. Se metió en la habitación sin darse cuenta al principio que algo sucedía. Lo que vio lo hizo retroceder: Rossina estaba tendida en la cama con el cuello cortado, y la sangre manchaba la sábana cada vez más. Adentro se escuchaban gritos como alaridos y pasos que corrían por los pasillos. Rápido para reaccionar, saltó hacia atrás y desandó el camino, enloquecido por lo sucedido pero sin perder el control. No lo habían visto. Corrió sin respiro, sin detenerse hasta llegar a la playa y allí, entre las rocas, jadeando, se tiró sobre la arena. ¿Qué había pasado? ¿Los habían descubierto? ¿O acaso no sabían nada de él y la habían matado porque la descubrieron esperándolo? ¿Qué haría? Debía volver a su casa, no mostrar miedo, como si nada hubiera pasado, como si no conociera a Rossina.

      Aun jadeante y escondiéndose entre los matorrales y las piedras, llegó a su casa. La brasa de un cigarrillo lo alertó. ¿Sería su padre o alguno de sus hermanos? ¿Sería alguno de los hombres del Don? En silencio, como un felino, se acercó y miró, quedándose quieto para no ser advertido. La voz de su padre se escuchó, susurrante:

      — Entra rápido, te estamos esperando.

      En la oscuridad de la cocina, vislumbró a su madre y a sus hermanos sentados alrededor de la mesa, los dos se sentaron también. Giulianna lloraba tratando de no ser escuchada. El padre estaba enfurecido:

      — Carajo, Salvattore, ¿en qué lío te has metido?

      Salvattore no terminaba de entender. ¿Sabían lo que había pasado? ¿Cómo se habían enterado? El hermano mayor comenzó a hablar. El compadre de Antonio, Neri, que trabajaba como guardia en la finca, había mandado aviso con su mujer. El Don que estaba en el patio aledaño al muro había advertido que la ventana de su mujer estaba entreabierta y al acercarse y empujarla, se había sentido helado al escuchar a su mujer que le hablaba como si él fuera el amante que evidentemente estaba esperando. Ciego de ira, se había metido al cuarto, la había golpeado y la había matado. Luego, se había derrumbado frente a la gente que había entrado a la pieza alertada por los gritos y los ruidos . Sus lugartenientes estaban ahora llamando al médico y creando una versión para la policía. Neri había identificado a Salvattore, pero no había dicho nada. Mandó aviso a su compadre y ahí estaban, mirando todos al muchacho.

      — Tenés que irte.— dijo el padre — La gente hablará y el Don no tendrá misericordia.

      Giulianna lanzó un grito de terrible dolor e inmediatamente se tapó la boca para acallarlo.

      — ¡El la mató, es un asesino! Yo no le hice nada.— dijo Salvattore con un dejo aun de rabia en la voz.

      — ¿A quién le va a importar? Mató a su mujer porque lo engañaba, por una cuestión de honor, y en cuanto se entere, te buscará para matarte.

      — ¿No me van a defender? Es un viejo estúpido y acabado. No le tengo miedo.

      — No te equivoques, hijo— con voz temblorosa, la madre habló por primera vez. —Es el Don, tiene mucha gente que le debe fidelidad y que harán lo que les ordene. Hasta es capaz de ordenárselo a tu padre y a tus hermanos. No lo harían, eso ya lo sabes. Pero todos morirían. No puede perdonar la afrenta a su honor, te metiste en su casa y con su mujer. El pueblo aceptará que hizo lo que debió al matar a la mujer y aceptará que te mate, aunque te conozcan desde niño.

      — ¡Están locos! Me quedaré y me defenderé. No podría separarme de ustedes. ¡Mamma, no la voy a abandonar!

      — Mujer, prepárale algo de ropa y comida. Debe salir pronto. No quiero que te comuniques con nosotros, la mano del Don es muy larga y si se enterara de algo, te perseguiría. Como dijiste, es viejo, algún día morirá, pero aun así no sé si alguno de sus hijos o de sus lugartenientes no seguiría recordando. Te prefiero perdido para siempre antes que muerto. Busca un puerto lejano, embárcate e inicia una nueva vida. Te querremos siempre, hijo.

      CAPÍTULO 2

      En la cubierta del barco que lo llevaba hacia la América, Salvattore recordaba los últimos momentos con su familia. Se había sentido enojado e indignado por lo que consideraba una traición. El los hubiera defendido a todos, a cada uno de ellos, y ellos lo habían expulsado de su casa y de su pueblo. Había recibido el paquete que su madre le había preparado con ropa y la bolsa con comida, además de unas pocas monedas que su padre le había puesto en la mano. Sabía que no había más y eso no le importaba. Sólo sentía rabia y dolor en el pecho, que le crecía y lo ahogaba.

      Debió salir del pueblo enseguida y a escondidas. Caminó por las laderas de los cerros, entre las piedras, y se subió a una carreta que encontró al día siguiente, después de verificar que eran desconocidos de otro pueblo, no del suyo. La buena gente lo transportó hasta que tomaron una senda hacia el interior de la isla. El tenía que ir a Nápoles, eso le había indicado su padre, embarcarse y desaparecer. Así que trató de no alejarse de la costa, para no perderse. Se alimentó de pescado, se bañó en el mar por las noches y se acostó sobre la arena a mirar las estrellas, pensando que lo que estaba haciendo era un absurdo. Durante varios días hizo lo mismo hasta que finalmente se convenció de que nadie lo seguía y se acercó a una granja donde trabajó un poco colaborando con la familia y recibió comida a cambio, leche y queso, pan y fiambre, recuperando fuerzas. Luego, en una embarcación continuó su camino hasta llegar finalmente a Nápoles.

      Nunca había estado en una ciudad grande como ésta, el ruido lo aturdía y no sabía qué hacer ni a dónde ir. Había barcos grandes y mucha gente en el puerto. Se quedó observando el movimiento hasta que tímidamente se acercó a un hombre que tenía aspecto de jefe


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