Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


Скачать книгу

      — Antonia, muchacha, te doy mi más sentido pésame, te ayudaremos en lo que haga falta.

      La mujer, Antonia, había bajado la cabeza y los hombros se le habían encogido. No hablaba, no miraba, parecía que ni siquiera respiraba. Los demás se quedaron callados, esperando. Luego, el cuerpo empezó a sacudirse con un llanto quedo, silencioso, que duró un rato largo. Con las manos, levantó el pañuelo que llevaba al cuello y se tapó la cabeza, en señal de respeto al difunto.

      Don José se levantó despacio y fue al boliche, donde Salvador dormía aun. Lo zamarreó para despertarlo.

      —Muchacho, levantáte y vení a la cocina que te necesito — le dijo. Y cuando éste estuvo listo, le alcanzó un mate, contestando con pocas palabras a la pregunta que le leía en los ojos.

      — Andá a buscar al hermano de Antonia — le pidió

      — Lleváte el carro y traélo. Que ayude a su hermana en este trance. Yo te explico dónde vive.

      Salvador anduvo un rato por calles fanganosas hasta llegar a un rancho de adobe en las afueras. En el horizonte comenzaban a iluminar los primeros y pálidos rayos del sol. Se bajó y golpeó las manos. Un perro empezó a ladrar y se le vino al humo. Salvador lo ahuyentó con voces y con piedras, hasta que un joven salió de la pieza mirándolo con desconfianza. Cuando le explicó que don José lo había mandado a buscar, hizo callar al perro y le permitió acercarse para escuchar lo que el otro tenía que decirle. Una vez que lo entendió, se metió al rancho y volvió a salir después de un rato para ir con Salvador. No habló nada, no preguntó más. Con cara inexpresiva se sentó en el carro y se quedó quieto hasta que llegaron.

      —¡Ramón! — dijo la muchacha al verlo. El joven se le acercó y la palmeó en el hombro. Después se fueron con los policías que aun esperaban mateando en la cocina.

      A Salvador la imagen desolada de ambos lo entristeció. Amagó acompañarlos pero don José le hizo un gesto de negación con la cabeza. Después el día se inundó de ruidos y actividades, pero él no pudo sacarse de la cabeza a Antonia. Cuando anocheció, hubo tiempo de sentarse juntos a tomar una ginebrita y conversaron.

      —Tené cuidado, gringuito — le dijo el gallego — pueden pensar mal de vos y de ella si te ven con esa cara de carnero degollado detrás de la mujer , no le harías ningún favor. El marido se le ha muerto, recién la conocés. ¡Que habías sido rápido para el metejón, che! — se rió fuerte — Este es un pueblo chico y jodido, los de acá miran con desconfianza a los recién llegados como vos, no te metás en líos y menos en líos de pollera. La Antonia es fuerte, dejá que ella y su hermano pasen solos por esta situación. Algo lo llorará a don Ignacio, después de todo peor hubiera sido su vida si él no se la llevaba con él, vos sabés que la vida de los pobres es difícil, sobre todo si ni siquiera tienen un padre o una madre que los ampare, como fue el caso de la muchacha. Sos un gallo protector, por lo que parece, pero yo conozco el pueblo, hacéme caso.

      Salvador lo escuchó con respeto, pero después se levantó, se prolijó y se fue a buscar a Antonia. La encontró velando el cuerpo, solos ella y su hermano. Se sentó en una silla acompañándolos y también fue con ellos en el carro que los llevó al cementerio, donde un cura dijo unas pocas palabras frente a la tumba. Luego todos rumbearon hacia las tierras que habían sido de don Ignacio y que ahora eran de ella. Cuando llegaron era casi de noche. Una mujer grande llamada Cenobia que servía en la casa les sirvió un guiso y se fueron a dormir. Salvador se hizo un atado en el suelo de la cocina y allí se quedó. Nadie habló ni para preguntarle qué estaba haciendo ahí.

      Al día siguiente llegó Giulio, muy temprano. Había ido al almacén, donde don José lo había puesto al tanto y ahí se había quedado a dormir. Miró a su amigo con preocupación:

      — ¿Qué estás haciendo, fratello? Acabás de conocer a esta mina, el marido acaba de morir violentamente, la gente te va a crucificar, pensálo un poco.

      — A la gente de acá no la conozco, no me importa. Y aquí, en el corazón, yo sé por primera vez que ésta será mi mujer.

      — ¿Ella lo sabe? ¿Cómo estás tan seguro?

      — Ya lo sabrá. Y haré que sienta lo mismo por mí.

      Los dos se sentaron en la mesa grande de la cocina y Cenobia les alcanzó el mate:

      — ¿Dónde está el patrón? ¿Quiénes son ustedes? — la voz ronca y desconfiada de la mujer los sacó de su conversación.

      — Don Ignacio murió, se cayó de su caballo. Iba muy borracho el hombre.

      Todos se volvieron al escuchar a Ramón, parado en la puerta, que miraba con fijeza a los dos amigos:

      — Yo también quiero saber quiénes son ustedes, qué hacen acá.

      Giulio miró a Salvador, que se puso de pie:

      — Me presento, soy Salvador Grillo, él es mi amigo Giulio Spampinato. He venido a ayudar a Antonia.

      Cenobia se persignó diciendo por lo bajo “Ave María Purísima”.

      — ¿Hace mucho que conoce a mi hermana, qué relación tiene con ella?

      — La conocí anteayer, en el boliche, cuando el marido le pegó una trompada y la dejó desmayada en el suelo. Don José la auxilió.

      — ¿Antonia le pidió que viniera?

      — No.

      — Entonces, váyase ahora mismo.

      — No.

      —¿Qué te pensás, gringo de mierda, que podés venir porque a vos se te ocurre como si fueras el dueño de algo? — la cara de Ramón estaba roja de indignación — ¿Te pensás que mi hermana está sola? ¡Sinvergüenza, aprovechador!

      La cara de Salvador no se inmutó, parecía de piedra, los ojos pálidos miraban a Ramón amenazadores:

      — No es así. Aquí me quedo, yo la quiero a Antonia, va a ser mi mujer.

      Hasta Giulio lo miró con asombro. Había tanta seguridad en sus palabras que nadie lo contradijo. Cenobia se volvió a persignar, murmurando en voz baja, mientras se daba vuelta y trajinaba en la cocina. Ramón lo miró extrañado y salió. Era una pobre figura, no sólo por su ropa tan hilachada y agujereada, sino por los hombros agobiados y la mirada vencida.

      —Acompañáme, Giulio, vamos a ver qué hay que hacer, si hay animales deben tener hambre.

      Juntos recorrieron los corrales. Había una veintena de ovejas y otro tanto de cabras, también vacas y caballos. Los animales estaban nerviosos, hacía días que nadie los atendía.

      — ¿Qué hacemos?— dijo Giulio — Yo no sé nada de cuidar animales.

      — Sabemos — dijo Salvador — Trajimos animales con don Rafael. Podemos arriarlos hasta algún lugar con agua y pasto y dejarlos ahí hasta la tarde. Busquemos a Ramón, a lo mejor sabe a dónde los llevaba el gallego.

      No lo encontraron a Ramón, pero Cenobia les dio algunas indicaciones. Así que entre los dos llevaron en varios viajes a los animales hasta una aguada cercana. Les llevó un par de horas. Después se quedaron afuera bajo un algarrobo grande hasta que Cenobia los llamó para servirles carne con cebolla y huevos que comieron con ganas . La mujer había hecho también pan con grasa al que le hicieron honor. Durmieron la siesta bajo el árbol y cuando se despertaron ensillaron otra vez los caballos que habían usado a la mañana y se fueron a ver los animales en la aguada. Ahí se quedaron hasta la hora en que los trajeron de vuelta. Si bien no eran expertos, lo hicieron bastante bien, aunque les llevó más tiempo que antes, porque algunos se habían alejado y tuvieron que salir a buscarlos para arrearlos de vuelta hacia la casa.

      El sol empezaba a caer cuando llegaron. Salvador vio a Antonia en la galería. Giulio siguió hacia los corrales y él se acercó a la muchacha, que lo miró fijo mientras llegaba.

      — ¿Por qué estás acá? Nadie te lo pidió — le dijo.


Скачать книгу