Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


Скачать книгу
y así lo habían aceptado los demás.

      Ramón se le pegó, le inspiraba confianza. El carácter de Giulio, tan sosegado y amable, lo hacía sentir cómodo. No conversaban mucho pero se entendían. Salvador se alegró. Si bien Ramón lo había aceptado y podían hablar, se daba cuenta que su propio temperamento, que reconocía mandón e impaciente, intimidaba a su joven cuñado, inseguro y callado.

      Se levantaban muy temprano. Estaban desmontando un poco más del terreno y lo que le ganaban al monte enseguida lo sembraban. La tierra era un poco árida pero tenían agua y las plantitas empezaban a asomar.

      Una tarde, se les apareció el indio que Salvador había conocido la primera noche en el boliche del gallego. Tenía la misma actitud orgullosa y casi hostil de aquella primera vez, aunque se sacó el sombrero para hablar con él.

      — Patrón — le dijo — estoy buscando trabajo.

      Ninguno de ellos había pensado en buscar ayuda, eran jóvenes y trabajaban duro todo el día.

      — No tenemos plata para pagar a un peón — le dijo.

      El indio pareció meditar un rato y volvió a hablar en tono grave y lento:

      — Si me da un lugar para dormir y algo de comida, para mí está bien.

      Salvador dudó. Estaban bien solos, pero si el hombre era trabajador, una mano más sería útil, podrían avanzar más rápido. ¿ Era confiable este indio? Lo había visto borracho y pendenciero en el boliche, aunque también pensaba que todos necesitan una oportunidad cuando las cosas andan mal y a éste le iba mal evidentemente.

      — Quedáte unos días y si vas bien, hablamos.

      Lo acompañó hasta la casa para presentarlo a Antonia, que estuvo de acuerdo. La cara de Cenobia no expresó gusto, puso gesto de desconfianza y murmuró por lo bajo:

      — Indio vago es éste. No me gusta nada.

      Pero se calló cuando vio la mirada de advertencia de Antonia:

       — Dale algo de comer y que después me busque así le muestro dónde puede dormir.

      El indio se quedó en la cocina y los jóvenes salieron. Salvador le contó lo único que sabía del hombre recién llegado y se quedaron afuera conversando y tomando unos mates. Cuando salió le preguntó su nombre:

      — Soy Roque Elián — Miraba a los ojos al hablar. Los suyos eran oscuros y duros. Después el Gringo lo llevó donde estaban Giulio y Ramón, lo presentó y lo dejó trabajando con ellos. Nadie le preguntó más.

      En el siguiente viaje a Villa Nueva, Salvador y Antonia fueron a hablar con el cura, querían aprender a leer y escribir y también a hacer cuentas. El cura prometió que preguntaría a algunas maestras si estarían dispuestas a ir algunos días a su campo a darles clases. Al salir, las mujeres que estaban en la puerta de la iglesia dieron vuelta la cara ostentosamente para dar a entender el desagrado que les producía cruzarse con ellos. Antonia bajó la cabeza como avergonzada del desprecio. Salvador la tomó del brazo y se paró gallardamente en el centro del pórtico, obligando a las mujeres a moverse para darle espacio.

      — ¿Ves, querida?, esto es lo que hay que hacer, o acaso creés que somos menos que ellas, monos chismosos poco cristianos. — Su voz había sonado fuerte y segura. Las mujeres se sintieron incómodas y poniendo caras escandalizadas, se apuraron a entrar a la iglesia. — ¡Infelices! — agregó con la misma voz.

      Antonia levantó la cabeza y salió con su marido con pasos seguros y una pequeña sonrisa que le aligeró el rostro tensionado.

      En el boliche de don Rafael se encontraron con Giulio, Ramón y el indio, que estaban cargando los víveres, herramientas y más semillas. Fueron a buscar dos caballos que estaban a buen precio y que todavía podían servir unos años en las tareas del campo. Los compraron y, como la vez anterior, se quedaron a dormir en el boliche. Al gallego le gustaban estos amigos que se había hecho, eran como una familia que le venía bien. Y para los jóvenes , el viejo era como una protección en una sociedad que era fría con ellos.

      — ¿Estás seguro de haber hecho bien al contratar a este indio? Es pendenciero cuando toma, y le gusta tomar. Además, no sé si alguna vez aprendió a trabajar en algo.

      — Veremos —, dijo Salvador y con su mujer le contaron cómo andaban las cosas en el campito.

      Al día siguiente, mientras mateaban en la cocina, se apareció el cura que se sumó a la mateada. Comentó divertido el suceso con las mujeres del día anterior y felicitó a Salvador. Al gallego no le causó tanta gracia:

      — Es gente ignorante y malintencionada. Hay que cuidarse de ellas porque van a malquistarlos más con sus familias y otras mujeres. Los hombres deciden en la vida pública pero las mujeres son muy fuertes en las costumbres.

      —Es verdad — dijo el cura — pero ahora saben que no pueden despreciar tan públicamente como lo hicieron. Se cuidarán la próxima vez que los encuentren.

      Ya era la hora de partir. En la carreta, el indio estaba encogido en la parte de atrás.

      — ¿Qué le pasa a ése? — preguntó Salvador a Giulio — ¿está borracho a esta hora?

      —Está herido — dijo Giulio — anoche tuvo una pelea. Lo llevamos con nosotros a una partidita de naipes, pero a algunos no les gustó que hubiera un indio y lo sacaron a empujones y golpes. Sacó un cuchillo y se trenzó con algunos. lo llevamos a la curandera, se va a poner bien.

      Ramón estaba cabizbajo, callado como siempre. Salvador le dio una palmada en el brazo.

      — Vamos, muchachos, andando. — Se despidieron y se fueron.

      CAPÍTULO 6

      (buenos aires, 1882)

      Eran dos personajes oscuros los que bajaron ese día del barco que los traía de Sicilia. Tenían la misión de encontrar un hombre, una vendetta no se olvida ni se deja pasar. Había escapado del castigo por la ineficiencia de los hombres que debían llevarlo ante el Jefe y ya no vivían para remediar su error, las equivocaciones también se pagaban con la muerte. Estos no podían volver sin haber terminado su misión: matar a Salvador Grillo. El Don había enloquecido después de quitarle la vida a Rossina, no había tolerado la traición de la mujer que lo había apasionado como a un joven. Y no cejaría en su intención de terminar con el que se la había robado en sus narices.

      Habían tardado meses en averiguar que el traidor se había ido a la Argentina en barco, porque no figuraba en ninguna lista, ni de pasajeros ni de tripulantes. Debieron hablar una y otra vez con la gente del puerto, esperar a que los barcos volvieran de sus viajes, insistir con su descripción, amenazar, pagar favores, hasta que averiguaron la verdad, cuando alguien recordó al joven que había aparecido a último momento y se había sumado a la tripulación.

      Ya en Buenos Aires, debieron acceder a los listados de inmigrantes hasta encontrarlo y cuando esto sucedió, comenzaron a buscar los lugares de residencia de los italianos en general y los sicilianos en especial. Fueron al Hotel de los Inmigrantes, averiguaron direcciones, hablaron con gente que había estado en ese lugar por un tiempo pero no lo encontraron, las personas no lo conocían o no querían hablar. Como en Sicilia había sido pescador, lo buscaron en el puerto. Vigilaron discretamente durante días, hablaron con los dueños de las barcazas que diariamente salían a pescar pero nadie sabía nada. Cabía la posibilidad de que hubiera seguido su viaje a otro país o que hubiera vuelto a Europa, pero no podían regresar si no lo encontraban y lo mataban, como era el mandato establecido. También sus familias pagarían las consecuencias.

      Habían pasado meses de búsqueda, los dos hombres volvían a hablar con las mismas personas intimidándolas para que no mintieran, averiguando las direcciones de otros sicilianos y yendo a verlos también a ellos. Hablaban con los jefes de familia, aunque las mujeres solían estar presentes en un segundo plano, calladas y sumisas. Un día en que volvieron a visitar a uno de los que habían llegado en el mismo barco que Salvador, una de las hijas, jovencita, intervino de pronto en la conversación,


Скачать книгу