Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


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miró con rabia y miedo.

      — ¡Nunca! ¡Sos mi amor, lo que más quiero en el mundo! ¡Nunca se te ocurra decir o pensar algo así!

      — Gracias — le dijo con la voz entrecortada, mientras Salvador con la camisa le secaba las lágrimas que de golpe habían empezado a salir de los ojos, como si hubieran estado listas desde el comienzo de la conversación, angustiadas, incontenibles.

      Mientras él la abrazaba fuerte, las lágrimas y la congoja se fueron apaciguando, hasta que pudo levantar la vista y se encontró con su mirada seria y compasiva, de hombre que comprende:

      — Nadie te despreciará nunca más. Te lo prometo.

      Después, mientras caminaban bajo la arboleda en la noche templada y silenciosa, ya más calmada, Antonia pudo contarle su historia:

      — Cuando yo tenía pocos meses, mis padres debieron viajar a Río Cuarto. Fuimos en un carro en el que repartían verduras, tenían una pequeña quinta. En ese tiempo los indios eran un peligro para los viajeros, pero mi padre había hecho otras veces ese viaje y nunca había tenido problemas. Esta vez mi mamá quiso ir con él, no quería quedarse sola otra vez. Fueron atacados por un malón el segundo día y mi padre fue muerto. A mi madre se la llevaron, ella iba aferrada a mí y por eso, supongo, me salvé. El jefe que mató a mi padre se la llevó con él y la hizo su mujer. Ella no dejaba de llorar. ¿Sabés cómo sufrió debiendo someterse al mismo hombre que había matado a su marido? Mi madre quería mucho a mi padre, lo recordó siempre. Nació Ramón y a pesar de ser el hijo del indio que odiaba, su instinto de madre fue más fuerte y lo quiso igual que a mí. Creo que vivió por nosotros, porque de lo contrario se hubiera dejado morir. Me contaba después que algunas mujeres indias la habían maltratado mucho, celosas de que el jefe la quisiera, pero algunas la habían comprendido y ayudado. Cuando varios años después, los soldados la rescataron, ella nos alzó a mí y a Ramoncito y no nos soltó hasta que se sintió segura de que nadie nos iba a separar. Pasaron unos meses hasta que nos trajeron de regreso aquí. Pero nada sería igual. Para empezar, mi padre estaba muerto y su pequeño terreno, perdido. Pero lo peor fue el desprecio de la gente. Hasta aquella gente que antes la había conocido y la apreciaba, la miraba mal, con desconfianza, como si fuera una mala mujer que hubiera elegido vivir con otro que no era su marido, un indio salvaje. Si alguien le tuvo pena por lo que le tocó sufrir, no se lo demostró. La apartaron, la despreciaron. Y a nosotros, sus hijos, también. Yo había vivido con los bárbaros y Ramoncito era uno de ellos. Al ir creciendo me di cuenta del desprecio y mi hermano también. Mi madre tuvo que trabajar muy duro para que sobreviviéramos y su casa, la nuestra, fue la que conociste el día que buscaste a Ramón.

      Salvador escuchaba la historia de Antonia y sentía rabia por lo que había sufrido. Con dolor, la abrazó fuerte y la consoló:

      — Son malas personas las que trataron así a tu familia. No se los perdonaremos.

      — Yo no los puedo perdonar. No quiero. Mi madre no tuvo la culpa de nada, nos quiso, sufrió mucho y encima, la castigaron con saña.

      — Vamos adentro, Antonia. Por hoy, se acabaron los recuerdos tristes. Yo te amo, mi bella donna.

      Al día siguiente, Salvador, Antonia y Ramón emprendieron en el carro el camino hacia el pueblo. Necesitaban provisiones y se dirigieron al almacén de don José. Había bastante gente en las calles y muchos, al verlos, comenzaron a cuchichear. La joven lo advirtió y se dio cuenta de lo que pensaban o decían. Su relación con Salvador era conocida, siempre se enteraban de todo y, claro, la censuraban. Primero se habían sorprendido cuando Ignacio se casó con ella, ahora se escandalizarían de que viviera con este hombre después de quedar viuda. Levantó los hombros en actitud de qué me importa y trató de fijar la mirada al frente.

      Don José los recibió con agrado y los atendió en sus compras. Ahora lo ayudaba un joven al que llamaba Raúl, calladito y voluntarioso. Los invitó a pasar a la cocina donde tomaron unos mates y conversaron un rato. Les preguntó cómo andaban las cosas y les contó algunos chismes del pueblo. Se enteraron de una venta de vacas que habría esa misma tarde y resolvieron comprar dos o tres, si el precio era bueno y los animales estaban bien.

      —¿Los papeles de propiedad de la quinta están en orden? — le preguntó a Antonia. Ella le respondió que creía que sí. — Aseguráte, m´hijita, hay muchos vivos a los que les gusta quedarse con lo ajeno, si pueden. Los leguleyos se las saben todas y pueden suponer que serás presa fácil para sacarte tu tierra. Estás un poco sola en esta sociedad jorobada. ¿Te das cuenta? Si ustedes se quieren, si están seguros de que van a seguir juntos, si vos Salvador pensás asentarte aquí, me parece que les convendría casarse, muchachos. A la gente no les gustan las relaciones que creen que están contra los principios morales y católicos y pueden ser enemigos terribles. Ya no les gusta que no hayas respetado los dos años de luto por tu viudez, muchacha. Tal vez les parezca que soy un viejo entrometido y en ese caso, les pido disculpas. Pero ambos son muy jóvenes, no tienen padres que los aconsejen y yo los veo muy unidos, así que me he metido con las mejores intenciones.

      Al día siguiente, después de haber dormido en la piecita del almacén, se levantaron temprano y, acompañados de don José y de Ramón, que les hicieron de testigos, se presentaron en la iglesia donde el cura los casó. Con los papeles que legalizaban la relación, volvieron al almacén, donde el gallego los hizo brindar con un vasito de ginebra y enseguida se marcharon llevando atadas al carro las dos vacas que habían comprado la tarde anterior.

      Antonia iba callada pero lo miraba con amor. ¡Era tan hermoso su hombre, su marido! Todo había sido tan rápido que debía repetir la palabra continuamente en su mente para acostumbrarse. El llevaba las riendas con ambas manos, pero cada tanto le pasaba el brazo por la cintura y la acercaba a su cuerpo, hasta que los pozos del camino lo obligaban a soltarla. ¡Tan serio, tan gallardo, tan tierno!, se decía Antonia mientras el alma le volaba como nunca antes en su joven vida.

      Cuando llegaron a la casa, Antonia le mostró el anillito en su dedo a Cenobia con cara de contenida felicidad. La mujer le respondió con una sonrisa sincera, le parecía bien que el gringo hubiera formalizado las cosas. Se dispuso a preparar un almuerzo especial para celebrar el acontecimiento, le daba pena que esos muchachos no tuvieran quien los agasajara o festejara con ellos. Aunque parecía no importarles. Se abrazaban con alegría, se sonreían con ternura.

      Durante el almuerzo, Salvador sintió que tenía una familia. Faltaba Giulio, pero pronto volvería. Ramón habló un poquito, también estaba contento. Cenobia los abrazó y felicitó. Todos se sintieron bien.

      Esa noche, él le contó su historia cuando estuvieron juntos y solos en la cama. Le contó lo que había pasado, le habló de la madre, de su enojo con la familia, de cómo había dejado su vida anterior. También del miedo que seguía en algún rincón de su mente porque sabía que la mano de la mafia es larga. Ella entendió por fin porqué parecía estar alerta hasta cuando dormía. El le pidió disculpas por atarla a su destino, tal vez nunca tuviera más noticias del Don, eso esperaba, aunque no podría bajar nunca la guardia. Antonia no lo dejó seguir, le dijo que era feliz con él, con su bello italianito de ojos color del tiempo y Salvador se sintió agradecido, tenía alguien que amaba y que lo amaba. La miró, perdiendo la melancolía de un rato antes, y la besó con pasión. Después, los cuerpos se tocaron y ardieron, se tensaron y unieron en la pasión que los fundió maravillándolos una vez más.

      — Mi esposa querida, mi mujer deseada — le susurraba él.

      — Mi hombre, mi marido mío, todo mío, mi amor — le decía ella.

      La noche pasó intensa, enfebrecida, y la mañana los despertó tarde. Cenobia les hizo el regalo de un suculento desayuno en la cama, que los esposos agradecieron con risas. Y después, se fueron juntos a trabajar el campo. Ramón ya había salido a llevar los animales al pastoreo. Todo estaba bien.

      CAPÍTULO 5

      Una semana después, Giulio volvió. Se encontró con la novedad del casamiento y se alegró. Enseguida se integró al trabajo. Con Salvador y Ramón empezaron a construir una casita para él cerca de la casa principal. Era su primer hogar en la nueva vida y estaba


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