Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


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a él lo habían cautivado y, aunque no le entendía bien las palabras que él usaba, mezcla de italiano y castellano, comprendió su intención, el tono seductor y el mensaje de los ojos claros. Y ella, que nunca había conocido el amor, de pronto sintió que no entendía nada, que no conocía a este hombre que le hablaba, que ni siquiera sabía bien qué le había dicho, pero que todo estaba bien, que podía quedarse, que ella quería que se quedara.

      Al día siguiente, casi de madrugada, Salvador salió camino al pueblo para hablar con don José. Le pidió a Giulio que moviera los animales, aunque estuviera solo para esa tarea que el día anterior les había costado bastante trabajo a los dos juntos y el amigo le dijo que sí, haciendo un gesto gracioso de levantamiento de cejas y de resignación, ante este compatriota terco al que se le ponía algo en la cabeza y tenía que seguirlo.

      Salvador se quedó dos días con don José García y García, ayudándolo a organizarse antes de irse. El gallego lamentaba su ida porque en el poco tiempo que estuvo, el muchacho le había aliviado el trabajo y también la soledad del viejo que labura todo el día y después, al cerrar el boliche, se queda solo. Al tercer día, se despidió marchándose con sus pocas pertenencias: ropa, documentos y fotos familiares.

      CAPÍTULO 4

      Los dos italianos habían hecho una rutina después de la primera semana. Muy temprano llevaban los animales al pastoreo, después de haber ordeñado a las vacas y a la tarde los traían de vuelta a los corrales. Inspeccionaron las herramientas de labranza y vieron que estaban en buen estado, aunque no había campos cultivados. Alrededor de la casa crecían, además del gran nogal, varias tunas y algunos frutales. Ramón estaba en la casa pero casi no lo veían. Cenobia, aunque se le notaba la desconfianza hacia ellos, había optado por no protestar ya que su patrona había autorizado la presencia de los hombres. Cocinaba, se encargaba del gallinero, les preparaba el mate y conversaba. Su naturaleza parlanchina podía más que sus pruritos y así fue contando historias.

      Don Ignacio había tenido mujer, gallega como él, a quien había traído de su país. Habían llegado a Villa Nueva y comprado tierras. Los dos habían trabajado mucho, a sol y a sombra. No habían llegado los hijos, pero ellos lo habían aceptado y se veían felices, así decía Cenobia, que estaba en la casa desde hacía años. Y en un viaje a Río Cuarto, escapando de unos maleantes de los varios que asolaban la zona, el caballo de la doña se había desbocado y la había tirado, dejándola malherida. Los maleantes se habían escapado al ver lo que pasaba y don Ignacio, con su mujer abrazada junto a él en el caballo que les había quedado, había llegado al pueblo, con ella mal. Doña María la había atendido, pero poco pudo hacer y había muerto a los días, en una agonía lenta, sin despertar. Don Ignacio había estado todo el tiempo a su lado, agobiado de dolor y sintiéndose culpable por no haberla defendido, decía él. Y después, ya no fue el mismo. Se volvió malhumorado, todas las noches después de trabajar su campo bebía para olvidar , y se fue encerrando. Algunos hombres, que lo ayudaban en los trabajos pesados de la siembra y el cuidado de los animales, se fueron yendo, cansados del maltrato que ahora lo caracterizaba y porque de a poco era menos lo que iba haciendo. En épocas de recolección, solía llamar alguna gente para que lo ayudara, pero no era lo mismo.

      Un día, en el pueblo, vio a una jovencita que lo conmovió después de mucho tiempo. Era Antonia, que vivía con su hermano en una de las zonas más pobres de Villa Nueva, allí donde Salvador había ido a buscarlo. Flaquita, desnutrida, mal vestida, daba pena. Don Ignacio habló con Ramón y le dijo que la contrataba para trabajar en su casa. Si bien se asombró por lo inesperado del pedido, Ramón entendió que podía ser para su bien, ya que él sólo sabía hacer changas y se estaban muriendo de hambre. Además se daba cuenta que si bien Antonia era muy joven ya despertaba miradas codiciosas de algunos hombres del pueblo y ellos estaban muy desamparados como para resistir los embates. Antonia estuvo de acuerdo, el gallego se la llevó para su campo y Ramón se quedó solo, ya que a él no le ofreció trabajo. La muchacha, ahora bien alimentada y cuidada, fue ganando peso y hermosura. Cada tanto, se aparecía en la casa de su hermano con comida y algo de ropa. No hablaban mucho y ella se quedaba un rato nomás hasta que volvía al campo. Un día, llegó con don Ignacio, que se la pidió en matrimonio, por ser su único pariente. Otra vez sorprendido, Ramón dijo que sí y en una ceremonia rápida y sin ninguna celebración, Antonia pasó a ser la señora de Mendieta, ama de la casa.

      A Cenobia le pareció bien, Antonia era una buena muchacha, laboriosa, que si bien no amaba a su marido lo quería y lo respetaba. Le pareció que don Ignacio estaba mejor, trataba bien a su mujer, la llevaba al pueblo a comprarle ropa y cosas nuevas para la casa, estaba más tranquilo. Pero el hábito de la bebida lo dominaba, no lo podía dejar y a veces, borracho, insultaba a Antonia, que esos días prefería andar callada y pasar inadvertida. Era como que se enojaba consigo mismo por seguir vivo mientras que su mujer, su compañera de la vida, estaba muerta porque él no había sabido defenderla de los malandras. Antonia no se quejaba, parecía comprenderlo y aceptaba con resignación los días malos de su marido. Con su ayuda, el campo se estaba recuperando, no le preocupaba hacer trabajos pesados. Hasta que la muerte de don Ignacio los sorprendió.

      Salvador absorbía esas historias que le permitían conocer a “su” Antonia. Giulio lo miraba con sorna, divertido con el enamoramiento feroz de su amigo, sobre todo cuando sorprendía las miradas tiernas y apasionadas que le dedicaba a la mujer, que todavía permanecía lejana aunque los dejaba hacer.

      Antonia era muy conciente de esas miradas, sentía la vista fija en ella todo el tiempo que el muchacho estaba cerca. Hablaba con él lo necesario, porque se sabía insegura, porque estaba de luto y pensaba que dejarse llevar por sus emociones era faltarle el respeto a Ignacio, que la había convertido en alguien respetable sacándola de la miseria en que vivía.

      Un día don José se presentó en la casa . En el carro traía varias bolsas de semillas y también harina, sal, azúcar, yerba, aceite y otras cosas menores. Saludó a los muchachos y entró con ellos a la cocina donde Cenobia enseguida empezó la ronda de mate dulce con tortas fritas:

      — Están ricas, Cenobia, como siempre. Se agradece.

      La vieja ladeó un poco la boca para expresar su complacencia por el halago y siguió con el mate, mientras Salvador y Giulio contaban qué estaban haciendo y cómo les iba.

      —Vos, Salvador, ¿eras agricultor allá en la Sicilia?

      —No, era pescador— y riéndose bajito agregó: — Pero todo se puede aprender, ¿verdad?, sobre todo cuando el pasado se queda atrás y no volverá.

      —Claro que sí, hombre. ¿Me parece a mí o te está gustando esta vida? Se te ve contento.

      — Me gusta, viejo. Cada vez andamos mejor a caballo, ¿no, fratello?

      — Cada vez más callos en el trasero,— rió Giulio.

      — No la veo a la Antonia — dijo don José — tendría que hablar con ella.

      — Aquí estoy — se la escuchó — estuve oyendo que conversaban pero no quise interrumpir, sé que son amigos y necesitaban un rato para ustedes.

      — Hola, m´hija, tenía que hablar con vos. Te traje la mercadería que tu marido había encargado. Como finalmente no se la llevó y no fueron más a buscarla, aquí está. De paso, vine a ver a los amigos como vos decís, y para saber cómo andás. Todo fue pagado, no te preocupés. En las bolsas hay semillas para la siembra. Ya casi es la época.

      — Gracias, don, ¿se queda a comer?

      — Si estoy invitado, claro que sí.

      Por primera vez desde que Salvador llegara, se sentaron todos en la mesa de la cocina, incluido Ramón, que casi no habló y apenas pudo se retiró. La presencia del gallego, que estaba cómodo y conversador, permitió que la reunión se prolongara con el postre de arroz con leche y canela y la copita de ginebra. Don José hablaba sobre todo con Antonia, haciéndole comentarios sobre el manejo del campo. Salvador se permitía mirarla todo el tiempo, y se sorprendía de lo que ella sabía sobre el tema. Giulio de tanto en tanto le dedicaba un alzamiento de cejas para expresar también su asombro.

      En el momento


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