Ojos color del tiempo. Edith María Del Valle Oviedo

Ojos color del tiempo - Edith María Del Valle Oviedo


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con los del pueblo, son chismosos, las mujeres son unas beatas que viven comulgando, y hay unos cuantos ladinos a los que les gustaría quedarse con estas tierras. Aunque no te interese lo que piensen los demás, tené en cuenta lo que te digo.— le dio una palmada en la espalda, se subió al carro y se fue.

      Esa noche, Giulio le avisó a su amigo que al día siguiente se iría por unos días ya que tenía un último viaje comprometido pero que, si lo necesitaba, a partir de su regreso, se quedaría a trabajar con él en el campo.

      — Sí, fratello, me gustaría que estés a mi lado, sos mi hermano, mi único amigo, mi lazo con la patria. Volvé pronto.— le dijo, y se abrazaron.

      Al día siguiente, Salvador se levantó temprano y fue a la cocina para el mate tempranero. Estaba Cenobia, como siempre, y lo alegró la presencia de Antonia, que se puso a cebarlo. En la mesa, callado, estaba Ramón.

      —Giulio ya se fue— le dijo Antonia — nos dijo que volverá en unos días, cuando termine su trabajo.

      Asintió, mirándola con una intensidad que la hizo enrojecer:

      — ¿Estás mejor?

      — Estoy bien — carraspeó antes de volver a hablar — ¿Te vas a quedar aquí?

      — Sí — le contestó con seriedad y decisión.

      — Bueno, entonces vamos a pensar en lo que tenemos que hacer para seguir adelante con el campito. — El prestó atención. — Vi que te encargaste de los animales y te lo agradezco. Yo no podía.

      — Es trabajo de hombre — dijo él.

      — Puedo hacer los trabajos de los hombres.

      — Yo me voy a encargar — insistió.

      — Yo puedo ayudar, puedo aprender — la voz de Ramón lo sorprendió, más que nada por lo que dijo, hasta ese momento no había colaborado en ninguna tarea y casi no lo habían visto.

      — Sí — dijo Antonia — Ramón es inteligente y voluntarioso, se quedará a vivir acá y trabajará en las tareas del campo. Por lo pronto, lo primero que tenemos que hacer es limpiar la zona de los cultivos, que está muy arruinada, llena de malezas y yuyos. El último año Ignacio no quiso trabajar la tierra pero es una pena no continuar aprovechando lo que ya se le ganó al monte.

      — Tengo que hacer algunas cosas en el pueblo, traerme lo que tengo en el rancho y alguna diligencia antes de quedarme a vivir acá. Me gustaría irme en un rato — dijo Ramón.

      — Está bien — le dijo la muchacha — lleváte el sulky. ¿Cuándo volvés?

      — Mañana a la tardecita. ¿Está bien?

      — Hermano, lo que vos hagás está bien para mí. Cuidáte. — lo miró con cariño de hermana mayor.

      Antonia insistió en ir con él a llevar los animales a la aguada ya que no estaba Giulio para ayudarlo. Salvador preparó los dos caballos y salieron. No era experta en la tarea y se guió por sus indicaciones, esforzándose por ayudarlo. Cuando los animales llegaron al lugar a comer y a beber, los dos bajaron de sus caballos y fueron bajo un árbol a descansar. El sacó un odre con agua y se lo alcanzó. Estaban sudorosos y con la tierra del camino. La miró beber y luego hizo lo mismo. Si bien ella miraba el paisaje, él le buscaba los ojos con insistencia, no se los quitaba de encima, hasta que logró que lo mirara fugazmente para desviar nuevamente la mirada.

      — Vine y me quedé por vos — le dijo con la voz ronca.

      — Miráme.

      Ella estaba inmóvil, parecía no respirar. Él se acercó más y la abrazó por atrás provocando un movimiento de reacción en ella que quiso alejarse; no pudo, la sujetó con fuerza y hundió el rostro en su cabellera, respirando con fuerza, agitado, mareado. Antonia sentía en el cuello el aliento cálido y rápido, y también su respiración comenzó a agitarse cada vez más, sentía que le faltaba el aire y que las manos de Salvador le quemaban el cuerpo. Cuando él la dio vuelta se quedó paralizada y cerró los ojos, pero cuando la besó , sintió que su boca le respondía aunque ella no se lo había permitido, que sus propios labios se pegaban con hambre a los labios del hombre que la acariciaba como nunca nadie lo había hecho. Ya no sentía vergüenza ni quería resistirse , abrazados y enlazados los cuerpos sudorosos.

      Cuando Salvador pudo abrir los ojos, ella lo estaba mirando apoyada la cabeza en la mano.

      — ¿Sabías que desde que me miraste la primera vez con tus ojos color miel no pude dejar de pensar en vos? — le dijo él.

      — No, no sabía. ¿Qué querés de mí?

      — Sos hermosa, Antonia. Te quiero para mí. — Comenzó a besarla nuevamente con suavidad en la frente, en los ojos, hasta llegar a la boca y entonces el deseo se fue tornando cada vez más fuerte, recomenzando las caricias enloquecidas y despertando la pasión en la mujer cuyo cuerpo se convulsionó enfebrecido a su ritmo.

      No regresaron a almorzar, se quedaron en el campo, se bañaron en un arroyo y volvieron a la tarde. Cenobia les sirvió la cena advirtiendo las miradas que se cruzaban y esa noche él se cambió al dormitorio de ella. Se levantaron más tarde de lo acostumbrado y cuando Ramón regresó advirtió que había un nuevo marido y un nuevo jefe en la casa.

      Salvador estaba loco por su mujer. Feliz, porque ella le correspondía, porque dormía abrazado a su cuerpo, acomodado a su forma, entrelazadas las piernas, confundidas las respiraciones, las manos acariciando cada rinconcito del cuerpo del otro. Durante la noche se despertaban y se amaban, la caricia de uno encendía la pasión del otro. Antonia sentía que no podía detenerse, no sabía si estaba bien, simplemente no podía. Durante el día, a veces lo acompañaba al campo y él la abrazaba y la sujetaba con fuerza por atrás mientras la besaba y la tocaba, y ella se sentía feliz, se sentía querida, deseada, con dueño. Y también se sentía dueña.

      Ramón no decía nada. Salvador estaba tan concentrado en su mujer que casi no le prestaba atención. Se parecía en algunos rasgos a su hermana, en la forma y el color de los ojos, en la nariz tal vez. Pero había diferencias, el pelo era muy oscuro y grueso, la tez era más cobriza, y sobre todo, la mirada era distinta, huidiza, no miraba de frente, todo él parecía querer pasar inadvertido. Cuando Salvador le daba algunas indicaciones sobre el trabajo, escuchaba sin comentarios y se iba a hacer lo que le había pedido. Lo rehuía. Al principio pensó que le resultaba rara su jerga mezcla de italiano y castellano, pero después se dio cuenta de que en general hablaba poco. A veces lo veía con Antonia, ella le ponía la mano en la espalda o le tocaba una mejilla. Entonces, él sonreía mientras conversaban, pero si Salvador se acercaba, él murmuraba algo así como un saludo y se iba.

      — Tu hermano está enojado conmigo, no le parece bien que yo te quiera.

      — No es eso — dijo Antonia — Ramón es así. No le confía a la gente.

      — A vos te quiere. ¿Por qué antes no vivía acá? ¿Tu marido no lo permitía?

      — No, no lo quería — dijo con tristeza — Habló con él cuando se quiso casar conmigo porque es mi única familia pero luego no lo quiso aquí.

      — ¿Vos aceptaste?

      — Ramón quiso que aceptara. Vivíamos muy miserablemente y él me dijo que era lo mejor. Me daba pena porque lo quiero mucho.

      — ¿Por qué no lo quiso? La casa es grande, hay mucho trabajo y lo más importante, es tu único hermano. ¿Ramón le hizo algo?

      — Ramón es mitad indio, Salvador. Y aquí a los indios los odian y les temen, los ven salvajes, sanguinarios, vagos, traidores, son el demonio, lo malo, lo oscuro. Pero no saben, Ramón es bueno y ha sufrido mucho. Es mi hermano menor, ¿sabés?

      — No lo sabía, me pareció más grande. Tiene una mirada de hombre, de persona que sabe más de lo que sabe un muchacho. Pero es un muchachito, entonces.

      — En realidad, es como un cachorro golpeado, que espera el maltrato de todos. La gente de acá lo trata con desprecio.


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