Orígenes. J. A. Francis

Orígenes - J. A. Francis


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¿Tú crees que nos contará? —La cara de incertidumbre de los padres mirándose lo decía todo.

      —Algo me dice que hoy volverá a ser ese niño que todos extrañamos —afirmó el padre de Martín en voz alta.

      Pasaron tres horas y el pequeño Asturero no salía. A las doce del mediodía salió de su cuarto y se dirigió a su padre.

      —Papi, ¿te has sentido engañado por algo que hiciste durante mucho tiempo para darte cuenta de que al final son puros cuentos y mentiras? —dijo seriamente Martín.

      —¿En qué dejaste de creer? —preguntó Eugenio, su padre.

      —Hoy mi vida cambió, papá… —dijo sin titubearlo—. Hoy soy otra persona… otro Martín ha nacido.

      —¡Qué bueno, hijo! —dijo Eugenio mostrándose distante mientras seguía con sus plantas en el jardín. Martín se quedó en silencio ahí y el padre levantó la vista para mirarlo—. ¡Estás hablando en serio! —dijo convencido cuando vio que sus ojos brillaban—. ¡No sabes lo feliz que me hace! —exclamó y soltó lo que hacía para abrazarlo.

      —¡Voy a decírselo a mamá! —dijo sonriente después de ese abrazo y fue donde estaba su madre planchando.

      —Mami, esta ropa no la planches más —dijo refiriéndose a su ropa.

      —¿Qué? ¿Te la vas a poner arrugada? —preguntó Liza Bella, su madre, desconfiando de su rebeldía.

      —El negro es tan egoísta, mami. Absorbe todos los otros colores y no refleja ninguno. Ya no quiero ser así… —dijo seriamente el pequeño Martín y torció la lógica que su madre creía que tenía su hijo.

      —¿¡Qué!? —exclamó Liza Bella entre confundida y escondiendo una gran sonrisa.

      —Las personas eligen los colores por intuición y cada uno es lo que viste, no necesito un manto negro para ocultarme, necesito mostrarme como soy y yo no soy un vampiro —dijo riéndose. Decía lo que su corazón le dictaba y sonreía—. Fíjate, mamá —dijo y le señaló una remera planchada—. Lazos, cárceles, cadenas. Es como vivir encerrado. Y mira esta calavera, la muerte en mis espaldas… ya no me la pondré más —explicaba a su madre que escuchaba sorprendida, verdaderamente sorprendida. No era el mismo Martín. Se lo habían cambiado.

      —¿Ya no te pondrás más estas remeras sangrientas y con leyendas raras? —preguntó su madre tratando de aclarar su mente.

      —No, mamá, ya no me las pondré más —contestó muy seguro él.

      —¡Tendré que comprarte ropa de colores entonces! —dijo entre sarcástica y queriendo creer el cambio absoluto de su hijo. Para ella, si esto era cierto, Martín había vuelto a la vida. Liza Bella odiaba esas remeras desde el día en que se compró la primera, y su ropero estaba lleno de ellas.

      Liza Bella invitó a Martín a revisar su ropero. Se dirigieron ambos a su cuarto. Ella tomó toda la ropa, pantalones, remeras, y Martín miraba con nostalgia su colección de discos compactos, carteles y gigantografías que tenía repartida por todo el cuarto, una a una las fue despegando de la pared dejando una mancha blanca debajo de ellas y descascarando aquellas paredes por las cintas usadas para forrar aquel cuarto con imágenes de seres de la oscuridad. Lo fue doblando todo con mucha paciencia y convencido de lo que estaba haciendo, la furia contra aquello que antes sin saber adoraba se mezclaba con un sentimiento de nostalgia. Las paredes quedaron blancas con manchas de cinta descascarada por el adhesivo usado cuando las quiso pegar.

      Estando el cuarto limpio por completo, miró desde la puerta la luz que entraba por la ventana. Ahora esta se podía reflejar en las dañadas pero blancas paredes de su cuarto. Se le escapó una sonrisa pacificadora para él mismo, dio medio paso y agarrando la nueva basura para tirar, se dirigió al clóset del cuarto donde su madre recolectaba remeras y pantalones llenos de calaveras. Martín empezó a seleccionar con ella uno por uno los atavíos, que a su entender, ya no combinarían más con el nuevo Martín Asturero.

      Martín no quería ser más confundido con un vampiro o con una sombra de la noche. Llevó todo en cajas marrones al patio de su casa. Tres cajas de un tamaño importante que colocó frente a la puerta trasera de salida de casa.

      —Papi, ¿podemos llevar esta ropa lejos donde ya no pueda encontrarla nunca jamás? —preguntó el pequeño Asturero.

      —Por supuesto —respondió Eugenio.

      Salieron de casa, llevando una caja cada uno, una mamá, otra papá y otra Martín. Las metieron al maletero del auto y se subieron rumbo aún desconocido. Martín sentía una voz convencida diciéndole que había llegado la hora de ser libre y de saber quién era él en realidad. Y otra voz trataba de imponerse, oprimiéndolo, trayéndole recuerdos a su mente. Martín sentía una verdadera batalla en su mente y gritó: “¡Cállate!”.

      —Vamos, callados —dijo Lisa Bella, en el auto iban todos en silencio.

      De inmediato Martín se vio vestido de negro con cadenas y sangre con una leyenda que decía: “Rey muerto vil”. La traía puesta desde aquella noche, se la sacó de inmediato y la dejó caer sobre el piso del auto, y luego se sacó los pantalones. Quedó en calzoncillos largos blancos y camiseta blanca que le servían de abrigo. Se arrodilló sobre el asiento y al mirarla leyó sobre el piso en aquella remera, que al parecer no decía nada: “Rey muerto live”, la letra “e” de live estaba simulada por un símbolo extraño. La única palabra escrita del derecho era “rey”, la palabra “muerto” estaba como rayada por encima con rojo, como si se tratase de una firma, la otra estaba invertida, intercambiando idiomas para disimular el mensaje. Pero aquella frase, “Rey muerto vive”, llevaba consigo el poder de los demonios de la muerte. Al ver esto, más se convenció Martín de que estaba tomando la decisión correcta.

      —Libertad. —Escuchó Martín un susurro áspero en su oído derecho y sintió un escalofrío por toda su espalda.

      —Vamos a la Estatua de la Libertad, papá —dijo inmediatamente sin pensarlo dos veces. Con sus catorce años hasta había probado drogas, se había acercado a grupos que coqueteaban con la delincuencia y la muerte. Martín Asturero estaba a punto de saber del poder que tenían sobre él estas cosas y frases que “al parecer” carecían de sentido. Lo que antes le pertenecía a él, o él le pertenecía a esos objetos iba en el maletero del auto con destino desconocido, pero se colaba en su imaginación su primer disco de rock de invocación, su primera remera y su primer pantalón. Estos pensamientos lo llenaban de nostalgia y lo hacían dudar, luego otro pensamiento venía a él como luz entrando por sus ojos y le hacía mirar qué es lo que pasó en su vida desde que empezó a usar este tipo de vestimentas. Como la decadencia, desde ese entonces, se había adueñado de él y veía en su mente cómo la soledad había sido desde ese entonces su única compañía fiel, porque aunque teniendo un amigo, se sentía solo. Sin amigos, sin sentido y sin motivación de vivir. Esa pequeña luz reflexiva lo hacía estar más convencido de deshacerse de ese pasado de oscuridad.

      —¡Llegamos, Martín! —dijo Eugenio.

      —Esto es algo que debo hacer solo —dijo mientras miraba la imponente estatua a través del vidrio de la ventanilla. Y pensó para sí: “Debo subir a la corona”

      Su padre abrió el portamaletas y ahí estaban las cajas. Las bajó una a una y las arrastró a la costa. Ahí lo esperaba una barca, un poco dañada, pero era la única que había. Subió las cajas y un hombre de pelos blancos muy largos y a la vez cuidados se acercó. Este vestía con ropa de marino. Y tenía una barba larga y peinada. Pelos blancos y muy bien cuidados.

      —Necesita ayuda —dijo el hombre. Martín lo miró medio desconfiado. Estaba en una guerra cósmica entre el deber ser y sus apegos. Se desarrollaba una verdadera guerra en su interior. El hombre sin más que tomando su silencio que como una negativa se sentó a mirarlo. Martín luchaba con que la barca no se le fuera y con el peso de las cajas. Estaba cansado y su cuerpo sentía la lucha espiritual y esta lucha lo cansaba aún más, sudaba y no podía hacer nada y eso que lo


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