Orígenes. J. A. Francis

Orígenes - J. A. Francis


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El hombre saltó con él.

      —Quizás no quieras mi ayuda, ni la necesites, pero la pequeña libertad es mía —dijo al saltar.

      —¿La pequeña libertad? —preguntó Martín.

      —Así llamo a mi barca. ¡¿Vas a la estatua, imagino?!

      —Sí —respondió Asturero como enojado—, el hombre le dio los remos de la barca y se dirigieron a la estatua. Los pequeños brazos de Martín hacían esfuerzos sobrehumanos para poder moverla. Transpiraba, pero no paraba de remar. Llegaron a destino, y con las pocas fuerzas que le quedaban pudo bajarse del bote. Y descansó tirado en la costa, estaba exhausto y respiraba agitado, sentía que se le iban a caer los brazos y salir el corazón.

      Cuando lo vio reponerse el hombre le dijo:

      —Toma, muchacho. —Y le tiró encima una maleta un poco extraña, vieja y de cuero con dibujos extraños. Martín dijo entre dientes:

      —Gracias. —Y metió toda la ropa, discos, pancartas, gigantografías en ella y se dirigió a la imponente Estatua de la Libertad.

      En cada paso arrastraba por el pastizal la maleta, dirigiéndose al monumento, empezó a escuchar una melodía del inframundo, la misma que tenía la placa del que era su artista preferido. Esa música a Martín le taladraba el oído, decidió ponerse a cantar una canción navideña, lo más alegre posible, para acallar esta melodía que le taladraba sus oídos. Inexplicablemente la música de opresión se calló y Martín cambió su debilidad en fortaleza. Martín estaba preparado para ver, sentir y saber de estos poderes ocultos que al hombre racional, terrenalmente aferrado a este mundo, le parecerían locura. En un momento sintió como si a ese momento ya lo hubiera vivido; miró hacia arriba y sonrió de alegría, estaba a pocos metros de liberarse del pasado. Y ahí estaba la majestuosa estatua sosteniendo el faro que ilumina el mundo. Esa imponente estatua, por alguna razón que Martín Asturero no entendía, lo estaba llamando para traer su vida anterior y sepultarla ahí.

      Erguida, firme ante el tiempo que había pasado parada ahí, sosteniendo fijamente esa antorcha en su mano derecha y en su mano izquierda la ley como debe ser porque debe ser respetada y defendida. Con sus pliegues detallados y sus sandalias caminando, Martín vibraba al estar ahí y seguía tarareando la canción navideña que su cultura le enseñó. En ese lugar había algo para él. Llegó a la entrada y era un mundo de gente saliendo, él se coló entre la multitud arrastrando esa maleta vieja y mientras más se adentraba a la estatua más se asustaba y más tarareaba la canción. Su cuerpo palpitaba con ansias y cuidado. Empezó a subir las escaleras, en ese subir sentía arrastrar una tonelada de plomo. Sentía que la maleta quería salir de ese lugar, y algo dentro de esta crujía y se quejaba. Subir cada escalón era toda una decisión y guerra espiritual que se daba dentro de la maleta y dentro de su fuerza de voluntad. No sabía qué encontraría arriba, pero estaba casi seguro de que era algún tipo de solución.

      —No nos abandones —escuchó a alguien hablar dentro de la maleta.

      —Te daremos poder —dijo una voz ronca.

      —Talento musical —dijo otra voz rechinada.

      —Fama —dijo otro con voz oscura.

      Martín Asturero cantaba y no le pasaba importancia a estas voces que provenían de la valija. Martín estaba seguro de que no le quería pertenecer más a estos espectros que se apoderaban de su vida.

      Llegó a la cima de la estatua y dejó de cantar, fue en ese instante en que la maleta se abrió y de la ropa, discos, afiches y gigantografías como una sola cosa, fueron tomando la forma de demonio de ultratumba, de una sombra hecha de su pasado, esa oscuridad se agrandaba más y más… En un momento fijó los ojos en Martín, unos ojos que se iban formando con los discos compactos.

      —No me dejes, Martín —rompió el silencio la sombra.

      —¿Quién eres? — preguntó desafiante.

      —Soy tu soporte —dijo.

      —Tú no eres mi soporte —dijo Martín al ver esa sombra en forma de la muerte misma, a la cual mientras hablaba le iban creciendo uñas de escarnio.

      —Eres mío, Martín —dijo la sombra moviendo sus dedos como llamándolo.

      —¡Yo no soy de nadie! No te pertenezco —respondió Martín asustado.

      En ese momento todo Nueva York pudo ver el cielo que se nubló de repente. Y un rayo rompió el telón del cielo y la lluvia empezó a caer a la vez que este rayo azotó la Estatua de la Libertad; los turistas y Martín quedaron pálidos, en ese pestañar la figura de la criatura no estaba más, la muerte hecha de ropa había desaparecido y el olor a la humedad que se aproximaba por la lluvia inundó con su fragancia el lugar. El desconcierto llenó de preguntas a Asturero.

      “Nunca creí en la fantasía, pero esto supera todo lo que haya visto en películas. Y lo mejor de todo es que esto es real”, se dijo así mismo. Se había despertado en él el hambre de lo sobrenatural.

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