El juego de los afligidos. Andrés Colorado Vélez

El juego de los afligidos - Andrés Colorado Vélez


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ni me sorprendió, como le pasó a Claudia, que Carolina, la dueña de la billetera que ella se había encontrado en uno de los baños de la Universidad de Antioquia, fuera la novia de Julián.

      —Este mundo es un pañuelo. ¿A qué no adivinás quién es Carolina Arbeláez? —me preguntó Claudia, con un tono de sorpresa que me hacía imaginarla al otro lado del teléfono como una chismosa de barrio en el preámbulo de su último descubrimiento: sin bañarse aún, los labios secos, un cigarrillo entre los dedos con una larga ceniza a punto de quemarla y la mirada brillante y delirante—: pues es la novia de Julián, el tipo que te saludó ayer en la noche, el flaco desaliñado que estaba esperando taxi cerca de nosotros, ahí en la esquina de la 65. ¿Sí te acordás?

      —Ah, ya recuerdo. El que me decías que era amigo de Óscar, tu exnovio… Pero ¿y cómo o por qué te diste cuenta de que es la novia de él? —le pregunté, queriendo enredar un poco la situación, como para que creyera que lo que me estaba contando era la revelación de un gran enigma.

      —Pues porque esculqué la billetera de Carolina y encontré una foto de documento de Julián. Entonces lo llamé y le pregunté si conocía a una tal Carolina Arbeláez…

      —Ya veo —le interrumpí.

      —¡Se emocionó tanto, amor! Tú no te imaginas. Quedamos de vernos hoy en Gato Pardo para entregarle la billetera. ¿Vienes conmigo, no? —dijo y antes de colgar acordamos encontrarnos en la Universidad de Antioquia, por los lados de la jardinera de la papelería Monín.

      Claro que acepté ir con Claudia a la Universidad de Antioquia para entregarle la billetera a su dueña. Por nada del mundo me iba a perder el placer de gozar personalmente de la belleza de esa mujer que ya había visto en las fotos del carné de la universidad, del pase de conducción y de la cédula el día que ella se encontró la billetera. Tanto me había alertado la belleza de Carolina que me recuerdo contando las horas que me separaban de la entrega de la billetera. Aunque bueno, además estaba aquello de que yo disfrutaba conociendo a los amigos y familiares de Claudia. Y si bien Carolina no era su amiga, la amistad de su novio Julián con el exnovio de Claudia me permitía imaginar que allí habría sabor. Ese sabor local que desde la primera semana que comencé a salir con Claudia he gozado de su mano. Pues resulta que a sus familiares y amigos los conocíamos en sus barrios, en sus casas, metiéndonos en lo más profundo de su intimidad. No porque uno fuera entrometido, sino porque ellos, que siempre tenían un pretexto para abrir una botella de aguardiente y hacer un sancocho en la calle, lo invitaban a uno a mirar su vida por el lado de las costuras, a desenrollar la colcha de retazos de su existencia: la venta de drogas con la que sostuvieron la casa en una época, los hijos, los tíos o los hermanos asesinados o encarcelados, los embarazos no deseados, la falta de educación, las nulas oportunidades de un trabajo y un sueldo digno, la persistencia ante las adversidades, las rumbas eternas en las navidades, los ríos de aguardiente en cumpleaños, en las finales de fútbol y en los reencuentros familiares.

      Unas costumbres, una rumba y un derrumbe que estaban en perfecta consonancia con lo que yo era por aquellos días; más que días, fue una época que había tenido su inicio meses atrás, antes de conocer a Claudia y hacernos novios. Época en que por accidentes de la vida había llegado a mis aficiones literarias y musicales la cultura afro, digo, caribeña, afrocaribeña: del realismo mágico de García Márquez, el color, la brisa y el calor de algunos de sus congéneres de La Cueva de Barranquilla. Yo brincaba, como bailando una descarga, a la vanguardia, la fiebre y el sabor del Andrés Caicedo, de ¡Que viva la música!... Asimismo, me deslizaba del son cubano a la salsa arrecha, hecha en Nueva York. Y continuaba resbalándome entre mambos, boleros y guarachas: del Trío Matamoros y el Trío La Rosa a Richi Ray y Bobby Cruz, a Cortijo y su Combo e Ismael Rivera; de Dámaso Pérez Prado a Tito Rodríguez y Los Hermanos Lebrón.

      Recuerdo que esa tarde, antes de que me fueran presentados formalmente Carolina y Julián, casualmente los conocí de oídas. Como tenía que devolver un par de libros a la biblioteca de la universidad, llegué temprano a la cita con Claudia. Tomándome un café y fumando mientras esperaba, ahí en la jardinera que da al frente de la papelería Monín, me entretuve escuchando la conversación de la pareja que estaba a mis espaldas:

      —… Lo que pasa es que a vos te encanta restregarme en la cara hasta el más mínimo error que cometo.

      —¿Cómo? No, nena, estás equivocada. Yo te he dicho una y mil veces que odio la prepotencia, que no soporto a la gente que tiene que sacar a relucir los pergaminos, los diplomas, hasta los más mínimos logros académicos e intelectuales para hacer un comentario…

      —¡Nooo! Me desesperás, ¿sabés? Una cosa, y esto hay que dejarlo claro, es la prepotencia, y otra, muy distinta es la cobardía, la pusilanimidad y la humildad tuya, ante lo cual cualquier cosa que se diga y como se diga es prepotente.

      —Ya sabía yo que me ibas a salir con lo mismo. En consecuencia, no me queda más que repetirte: ¿para qué, para qué hablar de uno, de los sueños, de los proyectos, de los miedos propios a los demás? ¿Para qué, si precisamente uno que se atreve a callar y a escuchar a los otros sabe que a la gente, por amiga, por aliada que aparente ser, solo le importan sus cosas? Pero no, resulta que a vos te parece que callar, siendo uno conocedor de la situación, es ser humilde, ¿ah? Antes que reservado, o prudente e incluso inteligente.

      —¡Ya no más…, ya no más! Estoy hasta la coronilla con tus ataques, con esa forma diestra que tenés de ver un hijueputa problema donde no lo hay.

      —¿Qué? ¿Y es que vos acaso vas a seguir el resto de tu vida, o por lo menos del tiempo que estemos juntos, sin escucharte, sin prestar verdadera atención a lo que decís y a cómo lo decís?

      —¿Ah, ahora resulta que la culpa es mía?

      —¿Si ves, nena, si ves? ¿Quién ha estado aquí buscando culpables? Nadie. Es más, sos vos la que ahora trae a colación la palabra, el propósito de inculpar a alguien.

      —No puedo…, no puedo creerlo. No seas hijueputa. Pará, detené ese látigo, esa moral tuya que anda censurando todos, hasta el más mínimo de mis actos… Es desesperante, la verdad que es muy desesperante tratar de dialogar, de entrar en razón con una persona que no espera a que uno termine de hacer o decir las cosas para atacar, para reprochar lo que uno hace.

      —¿Qué? El que no puede creer soy yo…

      —Me imagino que vas a sacar nuevamente tu látigo, ¿no? Que me vas a destrozar, a herirme de corazón, a mí, como te quiero, como te adoro, que sé que sos parte de mí…; hijueputa, y que por eso cada cosa que me decís me llega hasta lo más profundo del alma… Pero dale, te escucho. Dejame escuchar nuevamente a ese ser moral que hay en vos, a ese moralista radical que me persigue…

      —¿Moralista…?

      —¡Sí, moralista! Vos sos el ser humano más moralista que yo haya conocido en la vida. Y dejame que te lo diga en el tono académico que, según vos, tengo yo para hablar: no moralista católico ni oficial, por decirlo de algún modo, que obra según los criterios aceptados por la sociedad en una época, evitando, claro está, los instintos anárquicos que de tanto en tanto aparecen en el hombre. No. Cuando yo digo que vos sos muy moralista me refiero a algo peor, que, para que no se te olvide nunca, te lo voy a decir en el tono coloquial o deportivo que creo es el que a vos te gusta: me refiero a tu capacidad de entrega, a tu humildad, a esos hijueputas deseos que mantenés de que todo el mundo esté bien, de que no le falte nada a nadie.

      —¿Capacidad de entrega, deseos de que todo el mundo esté bien? ¿Eso me lo estás diciendo vos, que supuestamente me conocés? ¿Cuántas, decime, cuántas hijueputas veces he mandado todo al diablo? Cuántas, ¿eh? ¿Cuántas en las que vos has sido testigo de que no es una charla, de que no es una broma, a diferencia tuya, que siempre estás con la esperanza de que las cosas mejoren, de que la vida cambie su curso y todo sea color de rosa…? Sí, color de rosa, que así es como a vos te gustan las cosas, la vida: un buen vivir, un mejor hogar, una buena casa, un bello presente y un rosadísimo futuro.

      —¡Ayy, no me vengás con esas maricadas ahora! Los dos muy bien sabemos qué es lo que realmente se esconde detrás


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