El juego de los afligidos. Andrés Colorado Vélez

El juego de los afligidos - Andrés Colorado Vélez


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por un libro a la biblioteca, a comprar cigarrillos, a pasear el perro, y a cuanta mujer ve uno, la ve hermosa. Sentadas, paradas, acostadas, en cuclillas, arrodilladas, totalmente desnudas, recién bañadas, recién levantadas en la mañana, eufóricas, ninfómanas, amorosas, en ropa interior blanca, azul, negra, roja, se las imagina uno a todas en cuanto se cruzan en el amplio panorama que abarca la mirada masculina que lleva una semana de abstinencia sexual. Y ni se diga con uno, dos o tres meses: pues hasta los calzoncillos más finos son incapaces de aguantar tanta presión. Por eso no es extraño que se le vea a uno por la calle con la lengua afuera, como a uno de esos perros criollos abandonados que recorren las ciudades latinoamericanas en busca de un charquito de agua lluvia dónde calmar la sed, mirando con recelo y envidia a la jauría que no ha jugado en vano a camelar, pudiendo mojar la suya. Porque en esos días de abstinencia no es que a veces uno tenga unos días muy lúbricos, como dice Porfirio Barba Jacob, sino que siempre son tan lúbricos, tan lúbricos, que la redondez de cualquier fruto termina por estremecerle a uno.

      ¡De manera que cómo no voy a caer! Get it while you can! me grita Janis. Aunque, bueno, no es solamente el sexo; amor, compañía, empatía, amistad y lealtad, y hasta el miedo y la culpa me inyectan periódicamente dosis de aguante, de resistencia, de … Que en esos días en que el lastre de la monotonía se hace más insoportable, bajo la excusa de una mala palabra, de una fea mirada o un mal recuerdo, a lo que me llevan es a repetirme una y otra vez, a mi congénito deseo de desaparecer; a las ganas de dejar todo tirado e ir por las calles, así sea como uno de esos perros criollos que vagan y no encuentran dónde calmar la sed. Como ahora en que —gracias a mi honestidad con vos, Carolina— me retumban en los oídos como balas de sicario las palabras cobardía, pusilanimidad, humildad, neohippie. Mientras tanto vos, gracias al escudo que te hacés con las palabras moralista, ataque, látigo, salís indemne de la situación, alegre como la que más. Y para rematar y no dejar lugar a dudas, argumentando que estás herida del corazón… Por poco y hay que agregar tu nombre al martirologio católico.

      De cerca, la belleza de Carolina logra abrumar. De allí que sea normal ver tanto a hombres como a mujeres girar alelados en torno a la luz de su belleza. Su belleza tiene la particularidad de ejercer una especie de fuerza de gravedad capaz de mejorar las condiciones y el ambiente de una fiesta y, a su vez, si esos son sus deseos, de eclipsarla o acabarla. Tal vez el único que podría estar al margen de dichos efectos era Julián… bueno, y aunque no totalmente, yo. Él, lo vine a saber después, porque dos años de noviazgo le habían permitido conocer las múltiples caras de Carolina, sumado, además, a su clara convicción de vivir —en un futuro no muy lejano— una vida solitaria y dedicada a los libros, lo que de uno u otro modo lo había hecho inmune. Yo, no totalmente, porque por ese entonces Claudia colmaba todas mis expectativas y teníamos el tiempo y los espacios apenas justos para ocuparnos de nuestros asuntos. Lo que me alejaba, en últimas, de la esfera de atracción de Carolina.

      Sin embargo, aquella vez en el Gato Pardo yo también caí redondo en el campo gravitatorio de Carolina, capturado por su fuerza de atracción. Mientras conversábamos y tratábamos de romper el hielo inhibitorio de los recién conocidos —que yo sentía más duro y frío que nunca, a pesar de que Claudia y Julián ya se conocían— mis ojos y los de Carolina se encontraban en aquellos pasajes en que ella tomaba la palabra para repetir cómo había perdido la billetera y cuánto le preocupaba el hecho de tener que ponerse en diligencias para sacar nuevamente sus documentos. Pero era momentáneo ese encuentro, pues tanto ella como yo, en cuanto hacíamos contacto visual, girábamos —en mi caso hasta con susto— la cabeza. Fue ya pasados los minutos después de que nos tomáramos un par de cervezas y compartiéramos algunos cigarros, cuando la conversación giró en torno a otros temas, que Carolina comenzó a mirarme a mí de forma fija cada que intervenía —casi como si Claudia y Julián no existieran— y yo, a aceptar su mirada sin ningún pudor. Entonces, si bien me parecía incómoda la situación, me perdía en esos ojos brillantes que iluminaban el lienzo claro y desprovisto de pinturas y maquillaje de su rostro, resaltado por un par cejas negras y pobladas.

      Hasta que sonó en el bar El Agua del Clavelito, de Jhonny Pacheco.

      Las cervezas que ya nos habíamos tomado y al ambiente de fiesta que entre risas y luces de colores se formó en la pista de baile del Gato Pardo, imagino que fueron las causantes de que Carolina, no sin antes decir que esa canción a ella le encantaba, me invitara a bailar.

      Si bien la pista de baile del Gato Pardo estaba algo distante de la mesa en la que nosotros nos encontrábamos y un par de columnas del edificio y varias parejas de bailarines no permitían que Claudia y Julián nos vieran bien, en un principio tomé distancia de Carolina, traicionando la postura y disposición que exigía la canción. Fue ya como a la mitad de esta, notando, cuando alcanzaba a ver por entre las otras parejas de bailarines, que Claudia y Julián conversaban en la mesa y no miraban a la pista, que, atraído por el olor y la cadencia del cuerpo de Carolina, decidí acercar —como la canción lo exigía— mi cuerpo al suyo. Entonces caí preso. Cual si fuera una culebra, el cuerpo de Carolina se enrolló en el mío, llevándome, como pocas veces me había pasado, a sentir en todo el cuerpo la mezcla de ritmos y sonidos que convergen en la salsa. Tanto así que la brisa salitrosa, el calor, los colores y los rumores del mar caribe me llegaban vivos, insuflados por la música, la danza y el cuerpo de Carolina, hasta que una erección momentánea me trajo de regreso al bar y me obligó a despegarme un poco de la cintura para abajo, no fuera a ser que provocara un malentendido… Debió haber sido que ella disfrutó tanto como yo, pues el resto de la noche, en tanto sonara en el bar una canción que exigía cercanía, contacto, entendimiento, me pedía que bailáramos, no sin antes disculparse con Carolina y Julián. A lo que yo encantado me sumergía en ese infierno de tentaciones al que su cuerpo y la música me conducían.

      … ¿Del corazón? ¿Cómo alguien que afirma estar herido del corazón juega al coqueteo con el primero que se le cruce en su camino y, desprovisto de toda desvergüenza, se enrolla en un cuerpo ajeno como una boa hambrienta?... Fue el disparate que estuve a punto de plantearle a Claudia, motivado por la rabia que me carcomía, mientras de soslayo te veo, Carolina, bailar con Felipe, el novio de mi amiga que, además, encantado, acepta tu juego. Pero no lo hice porque a pesar de la rabia, era consciente de a qué cosas es capaz de jugar alguien a quien se le ha herido del corazón. ¡Cómo no lo voy a saber! ¡Cómo no, si yo también he jugado a las escondidas, a mimetizarme en las sombras, a esconderme tras el último árbol para ver a los demás sin que me vean, esperando el momento oportuno para salir! ¿No es así, Beatriz, Julieta, Paula, Ángela…? ¿Qué podrías decir vos al respecto, Claudia? Me pregunto, vos que asegurabas, por los días en que eras la novia de Óscar y salíamos todos de fiesta y a conversar, haber sido víctima, mas no victimaria, de corazones pérfidos... ¿Qué podrías decir?... Pero qué va, vos no tenés cabeza Claudia, o mejor, vos no le dejás espacio a la cabeza para que se entretenga o se enrede con cosas de este tipo. Como solía decir Óscar, vos sos como un insaciable pulpo que en vez de tentáculos tiene vaginas que atrapan, aprietan, aprietan, chupan y chupan, y que mientras tiene de donde asirse, está tranquilo… De ahí que no me cueste imaginarme que en cuanto salgamos de este bar pretextarás cualquier cosa, como antes lo hacías estando con Óscar, para irte a meter en la cama con tu novio. Y mientras ustedes estén poniendo a prueba los malabares del Kamasutra, que a eso, decía Óscar, se reducía pasar una noche con vos, Carolina y yo caminaremos un rato por oscuras, frías y desoladas calles como un par de extraños. Sin mirarnos a los ojos y sin hablar, a un metro de distancia uno del otro, hasta que el cansancio y el tiempo evaporen siquiera la mitad del licor que le metimos al cuerpo y entonces, uno de los dos, deje a un lado el orgullo y hable para convencer al otro de lo muy idiotas e infantiles que a veces somos. De lo mucho que nos queremos, de lo hartísimo que nos deseamos, para al final, con un apretón de manos, un abrazo tímido y un beso raro, sellar el disgusto. Y tal vez, si la noche colabora, hasta terminemos poniendo a prueba los malabares del Kamasutra.

      Aunque tal vez no, pues esta noche no pienso ceder. Por mucho que me contagie del espíritu de la fiesta, hoy tengo un conjuro que me impedirá flaquear —pues no seré yo quien inicie el juego de la reconciliación— ante las disculpas, los abrazos, los ruegos y los besos raros, al fin y al cabo,


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