La Niña de Luzmela. Concha Espina

La Niña de Luzmela - Concha Espina


Скачать книгу
destino, tal vez a un elevado origen.

      Podía fantasearse mucho sobre este particular, porque Carmencita era un misterio.

      En uno de sus viajes frecuentes y desconocidos, trajo don Manuel aquella niña de la mano. Tenía entonces tres años y venía vestida de luto.

      El caballero se la entregó a su antigua sirviente, Rita, convertida ya en ama de llaves y administradora de Luzmela, y le dijo:

      —Es una huérfana que yo he adoptado, y quiero que se la trate como si fuera mi hija.

      La buena Rita miró a don Manuel con asombro, y viendo tan cerrado su semblante y tan resuelta su actitud, tomó a la pequeña en sus brazos con blandura, y comenzó a cuidarla con sumisión y esmero.

      La niña no se mostró ingrata a esta solicitud, y desde el día de su llegada se hizo un puesto de amor en el palacio de Luzmela.

      —¿Cómo te llamas?—le había preguntado Rita con mucha curiosidad.

      Y ella balbució con su vocecilla de plata:

      —Carmen….

      —¿Y tu mamá?…

      —Mamá….

      —¿Y tu papá?…

      —Padrino….

      —¿De dónde vienes?

      —De allí—y señaló con un dedito torneado, del lado del jardín.

      —¡Claro, como las flores!—dijo Rita encantada de la docilidad graciosa de la niña.

      Rita deletreaba las facciones de la pequeña con avidez, como quien busca la solución de un enigma.

      Mirándola detenidamente, movía la cabeza.

      —En nada, en nada se parece…. El señor es moreno y flaco, tiene narizona y le hacen cuenca los ojos; esta chiquilla es blanca como los nácares, tiene placenteros los ojos castaños y lozano el personal…; en nada se le parece.

      Y la buena mujer se quedó sumida en sus perplejidades y enamorada de la niña.

      Con una facilidad asombrosa acomodóse Carmencita a la vida sedante y fría de Luzmela. Su naturaleza robusta y bien equilibrada no sufrió alteración ninguna en aquel ambiente de letal quietud que se respiraba en el palacio; ella lo observaba todo con sus garzos ojos profundos, y se identificaba suavemente con aquella paz y aquellas tristezas de la vieja casa señorial.

      El encanto de su persona puso en el palacio una nota de belleza y de dulzura, sin agitar el manso oleaje de aquella existencia tranquila y silenciosa, en medio de la cual Carmencita se sentía amada, con esa aguda intuición que nunca engaña a los niños.

      Parecía ella nacida para andar, con su pasito sosegado y firme, por aquellos vastos salones, para jugar apaciblemente detrás del recio balconaje apoyado en el escudo y para abismarse en el jardín penumbroso, entre arbustos centenarios y divinas flores pálidas de sombra.

      Jamás la voz argentina de la pequeña se rompía en un llanto descompuesto o en un acedo grito; jamás sus magníficos ojos de gacela se empañecían con iracundas nubes, ni su cuerpo gallardo se estremecía con el espasmo de una mala rabieta. Su carácter sumiso y reposado y la nobleza de sus inclinaciones tenían embelesados a cuantos la trataban, y la buena Rita, convertida en guardiana de la criatura, no podía mencionarla sin decir con íntima devoción:

      —Es una santa, una santa…. Sólo una vez se recordaba que Carmencita hubiese alzado en el silencio de la casa su voz armoniosa deshecha en sollozos.

      Fué un día en que doña Rebeca, la única hermana de don Manuel, residente en un pueblo próximo, llegó a Luzmela de visita.

      Atravesaba la niña por el corral con su bella actitud tranquila cuando la dama se apeó de un coche en la portalada.

      Era doña Rebeca menuda y nerviosa, de voz estridente y semblante anguloso; fuese hacia Carmencita a pasitos cortos y saltarines, la tomó por ambas manos, y de tal manera la miró, y con tales demasías le apretó en las muñecas finas y redondas, que la pobrecilla rompió en amargo llanto, toda llena de miedo.

      Se revolvió la servidumbre asombrada, y el mismo don Manuel corrió inquieto hacia la niña, a quien doña Rebeca cubría ya de besos chillones y babosos, diciendo a guisa de explicación:

      —Como no me conoce, se asusta un poco.

      Carmencita tendió ansiosa los brazos a su padrino, y poco después se refugiaba en los de Rita hasta que doña Rebeca se hubo despedido.

       Índice

      El caballero de Luzmela miraba a la chiquilla, aquella tarde, con una extraña expresión de vaguedad, como si al través de ella viese otras imágenes lejanas y tentadoras.

      Acaso delante de aquellas pupilas extasiadas e inmóviles, la ilusión rehacía una historia de amor toda hechizo y misterio; tal vez, por el contrario, era una tragedia dolorosa. ¿Quién sabe?… ¡Don Manuel había rodado tanto por el mundo, y había sido tan galán y aventurero!

      De pronto se le apagó al soñador su visión misteriosa encendida en el muro blanco del salón, sobre la cabeza rizosa de la niña.

      Exhaló un suspiro amargo, y bajó los ojos para mirar sus manos exangües, extendidas sobre las rodillas. Era cierto que estaba muy enfermo; ¿iría a morirse ya?…

      Carmencita, en este momento mecía a su muñeca regaladamente, sentada en un taburete en el hueco profundo de una ventana.

      Llamaron a la puerta del salón, y al mismo tiempo anunciaron:

      —El señorito Salvador.

      —Que pase—dijo don Manuel, y la niña, levantándose, corrió a recibir la visita con sonrisa plácida.

      Entró un joven mediano. Era mediano en todo lo aparente: en belleza, en elegancia, en estatura; mediano era también en ingenio; sólo en lealtad y en nobleza era grande aquel mozo.

      Tendría acaso veinticinco años, y encontramos muy natural que el caballero de Luzmela le dijese:

      —¡Hola, médico!

      No podía ser otra cosa sino médico este hombre que se presentaba de visita calzando espuelas y botas de montar y llevando en la mano unos guantes viejos.

      Don Manuel se había enderezado en el sillón de nogal y la niña enlazaba su bracito al del mozo recién llegado.

      —No sabes lo oportunamente que llegas, hijo—exclamó el enfermo.

      —Qué, ¿se siente usted peor, acaso?

      —Me siento mal siempre, muy mal; la hipocondría me consume, y tengo la preocupación constante de que voy a vivir ya contados días.

      —Precisamente esa es la única enfermedad de usted: la monomanía de la muerte. Es una de las formas más penosas de la psicosis.

      —Sí, sí, sácame a colación nombres modernos para despistarme. Lo que yo tengo es algún eje roto aquí—y señaló su corazón—, y creo que aquí también—añadió tocando su cabeza, prematuramente blanca.

      Salvador se echó a reir con una impetuosa carcajada jovial, que rodó por la sala con escándalo. La niña, muy seria y cuidadosa, escuchaba atentamente.

      Observándola don Manuel, le dijo:

      —Vete, querida mía, a jugar abajo, ¿quieres?

      Ella, un poco premiosa para obedecer, objetó:

      —¿Pero de verdad tienes rota una cosa en el pecho y otra en la frente?

      —No, preciosa, no te apures; son bromas que yo le


Скачать книгу