La Niña de Luzmela. Concha Espina

La Niña de Luzmela - Concha Espina


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Rita:

      —Buena es su hermana, ¡qué ocurrencia!

      —Podía no serlo….

      —Yo poco la tengo tratada; casóse apenas yo vine…, ¿no se acuerda?

      —Pero, ¿qué has oído por ahí?

      —Que es algo rara, algo «maniosa»; pero buena sí.

      Don Manuel soliloquió:

      —¡Todos dicen que es buena!

      —Sabe, que el genial se le habrá corrompido algo con las desazones; pero el fondo será querencioso y noble como el de todos los amos de Luzmela….

      Tenía el enfermo una placentera expresión cuando volvió la cara hacia

       Carmen, que atenta escuchaba a su lado.

      —Y a ti, hija mía, ¿qué te parece? ¿quieres a mi hermana?

      La niña clavó en él su mirada límpida, y también preguntó:

      —¿La quieres tú?

      —Yo sí.

      —Pues yo también, sí….

      —¿Te gustaría vivir con ella?

      Carmen dijo prontamente:

      —Quiero vivir contigo—y le echó los brazos al cuello con ternura.

      El la enlazó en los suyos lleno de emoción, murmurando con la voz quebrada:

      —Pero si yo tuviera que marchar….

      La niña, sollozante, respondió al punto:

      —No, no, por Dios; llévame entonces contigo.

      Rita hacía pucheros y se llevaba a los ojos la punta del delantal, y don Manuel, incapaz de prolongar aquella escena sin descubrir el profundo dolor que le poseía, trató de calmar a la niña con tranquilizadoras palabras.

      Cuando Carmen, un poco engañada, alzó la cabeza y miró al hidalgo, le vió demudado y con el rostro humedecido. Angustiada todavía, le preguntó:

      —¿Lloras?…; ¿sabes tú llorar?

      Él trató de sonreir diciendo:

      —¡Si son lágrimas tuyas!

      Y la despidió con un beso muy grande….

      En la alta noche, cuando el monumental lecho de roble crujía sacudido por el convulso llanto del enfermo, murmuraba el triste:

      —¡Que si sé llorar!… ¡Hija mía, hija mía!…

       Índice

      Después de aquellos primeros ocho días, la vida en Luzmela recobró su aspecto acostumbrado.

      Carmencita dió sus lecciones con don Juan y bordó su tapicería en un extremo del salón bajo la mirada solícita del solariego, que parecía un poco aliviado de sus achaques.

      Salvador hizo al enfermo la cotidiana visita, larga y cariñosa, y el maestro y el cura fueron todas las noches, como de costumbre, a hacerle un rato la tertulia a don Manuel.

      La numerosa servidumbre del palacio, engolfada en el trasiego de las cosechas, llegó casi a olvidar la angustia de aquella mañana en que el notario de Villazón entró solemnemente al despacho del amo, y llegando poco después muy descolorido el señorito Salvador, fueron avisados don Pedro y don Juan, con barruntos de testamento.

      Una ansiedad dolorosa había conmovido a los servidores de la casa, todos obligados, por innúmeros favores, a guardar a su señor una fidelidad sagrada, y todos capaces de cumplir esta noble obligación. ¿Acertaría el de Luzmela en los pronósticos que hacía de su muerte? ¿Iría a caer ya, marchito para siempre, aquel único tronco de la ilustre casa de la Torre y Roldán?…

      Durante algunos días estos temores pusieron en la vida, siempre melancólica, de aquella mansión, un sello de tristeza y de inquietud profundas. Todas las voces se hicieron quedas y suspirantes alrededor del amo, que, sumido como nunca en sus cavilaciones y añoranzas, cayó en un abatimiento alarmante.

      Pero habíase esponjado de nuevo el cuerpo lacio y consumido de don Manuel; se erguía en el sillón con más arrogancia y tenía el semblante más placentero y despejado.

      Se fué tranquilizando la buena gente de la casa y volvieron en ella las labores a su centro natural.

      Sólo en los ojos hechiceros de Carmencita quedó encendida la penosa expresión de la duda, y a menudo posaba esta llama inquieta en el enigma de los días futuros como una interrogación inconsciente.

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