La Niña de Luzmela. Concha Espina

La Niña de Luzmela - Concha Espina


Скачать книгу
y su aire noble de madona.

      Desde el umbral de la puerta se volvió a sonreirles, segura de que ellos estaban mirándola, en espera de aquella gracia suya.

      Reinó en el salón un breve silencio, y, con otro suspiro doliente, murmuró don Manuel:

      —Por ella, por ella lo siento, sobre todo.

      —Por Dios, deseche usted esa idea….

      Pero él, obediente a su pensamiento, concluyó:

      —Y por ti también, Salvador.

      El mozo tragó la saliva con alguna dificultad, y balbució unas, entrecortadas frases de consuelo; estaba emocionado y torpe.

      Le miró el enfermo con cariño, y tomándole las manos cordialmente, le dijo:

      —Vamos, hay que ser hombres de veras; yo he andado, hijo mío, temerosos caminos sin temblar, y es preciso que no me acobarde en el anhelo de este último que voy a emprender. Tú debes ayudarme, y en ti confío; te necesito, Salvador; ¿estás pronto, hijo, a valerme?

      —¿Yo, señor?… Yo siempre estoy pronto a lo que usted mande. ¿Acaso mi vida no le pertenece a usted?

      —¡Oh, muchacho, qué cosas dices! Tu vida le pertenece a la humanidad, a la ciencia; le pertenece a la juventud, a la dicha…. Tú vienes ahora, Salvador, yo me voy; me voy temprano…. ¡he vivido tan de prisa! He amado mucho, he sufrido mucho, y también he gozado, que no es esta hora de mentir, ni siquiera de disimular…. Y mira, no creas que yo he sido tan malo como dicen…. Anduve por el mundo locamente y pequé y caí veces innumerables; pero otras veces, ¡también muchas!, levanté a los caídos en mis brazos, prodigué a los tristes mi corazón y mi fortuna…, fuí piadoso y noble….

      Callaba Salvador entristecido y confuso. Don Manuel miraba vagamente una nubecilla blanca que se deshacía en jirones leves, sobre el fondo gris de un cielo huraño.

      Volvióse hacia el joven, y le dijo de pronto:—¿Sabes que ayer estuvo aquí el notario de Villazón?

      El muchacho interrogó perplejo:

      —¿Estuvo?

      —Sí; yo le había mandado decir que deseaba verle. Hablamos un largo rato y convinimos en que mañana volvería para recibir mis últimas disposiciones.

      Salvador se agitó en su silla protestando:

      —Pero, Dios mío, acabará usted por matarse con esa ansiedad.

      —Al contrario; estos preparativos me tranquilizan; hallaré reposo y bienestar en arreglar todas mis cuentas, y para que, después de realizar estos propósitos, tenga descanso mi corazón, es preciso que tú me hagas una solemne promesa.

      —Por hecha la puede usted contar.

      —Tú quieres mucho a Carmen, ¿no es cierto?

      —Cierto es que la quiero mucho.

      Se enderezó el de Luzmela conmovido y le blanqueó intensamente la faz cetrina.

      —Oye bien, Salvador…: voy a dejar sola en el mundo a Carmen, y Carmen es mi hija; tiene apenas trece años la inocente, y quedará en la vida sin sombra y sin nombre….

      Se apagó tremulante la voz del solariego; Salvador, inmutado por la gravedad de aquella revelación que tal vez esperaba, se atrevió a decir, después de meditar:

      —Si usted la reconoce….

      Otra vez se alzó, como en sollozo contenido, la voz temblorosa.

      —Pero estoy fatalmente condenado a no poder hacerlo…. Esta única flor de mi existencia es el fruto de mi mayor pecado…: no hablemos de él, que es irremediable; hablemos de ella, de la pobre flor sin sombra.

      —¿No estoy aquí yo? ¿De nada podré servirle cuando tanto la quiero?

      —Sí; sí que la servirás de mucho: esa es mi esperanza….

      —Pues ordene usted, señor.

      —Si tú fueras también mi hijo, yo te la confiaría descansadamente.

      Estaba Salvador anhelante, mirando al enfermo, que continuó con su voz grave y triste:

      —Pero no lo eres, no; yo te lo juro…. Por ahí se ha dicho que sí…; ¡se dicen tantas cosas! Yo he oído el rumor de esta calumnia rondando en torno mío, y la he dejado crecer a intento, porque si esta mentira ponía una mancha más en mi reputación, ponía en cambio un poco de prestigio en tu juventud abandonada. Si eras hijo del señor de Luzmela tenías porvenir, y tenías un puesto en la vida…; pero no lo eres, no….

      Estaba Salvador trémulo; tenía el semblante demudado y una expresión desolada en los ojos. Veía quebrarse en pedazos su más cara ilusión. Era bueno; pero era hombre y había sentido siempre atenuada la ignominia de su madre, creyendo culpable de ella al noble señor del valle, don Manuel de la Torre y Roldán. He aquí que don Manuel era inocente de la deshonra que le hizo nacer, y que Salvador, herido en su orgullo, veía el nombre de su madre hundirse en la infamia, como si hasta aquel momento hubiera estado solamente empañado de un leve rubor.

      —Entonces, mi padre… murmuró temblando.

      —Piensa sólo en tu madre—respondió el caballero; los padres de ocasión somos siempre unos cobardes…, unos viles; ¡ellas, las madres sí que son valientes en casi todas las ocasiones! La tuya lo fué; por verla yo, tan desgraciada y tan sufrida, cargar contigo denodadamente, dile apoyo y la cobré afecto. No me recaté para ampararla, ni ella tuvo reparo en apoyarse en mí, honradamente. Cuando la pobre se alzaba sobre su dolor, confortada por mi amistad y purificada por tu inocencia, vino la muerte y se la llevó…. ¡Que no te sonroje su recuerdo; guárdale con respeto y con amor!

      Salvador interrogó otra vez con amargura.

      —Pero, ¿y mi padre…, mi padre?

      —¿Qué te importa de él? ¿Le debes gratitud por el ser que fortuitamente te dió, en la inconsciencia de su brutalidad?… ¿Acaso podemos considerarnos padres siempre que afrentamos a una mujer?

      —Quisiera, sin embargo, saber su nombre.

      Don Manuel guardó silencio.

      —Saber—añadió el mozo—su clase social.

      El de Luzmela vió cómo se agitaba en este anhelo la vanidad del joven; vaciló un momento, y luego dijo con firmeza:

      —Ya sabes que ésta no es hora de mentir. Salvador: tu padre era un campesino de origen humilde lo mismo que tu madre.

      —Y, ¿vive?

      —Emigró, y ya no se supo más de él.

      —¿Era soltero?

      —Lo era.

      —¿Y jamás consintió…?

      —¿En reparar su delito?… ¡Nunca!… ¿No te digo que nada le debes? Eres hombre, y hombre cabal. Deja que esa humillación pase por debajo de tu orgullo, y no le fundes en hechos de que no eres responsable.

      Pero estaba profundamente abatido Salvador. En vano trataba de luchar contra la pesadumbre de aquella sorpresa que casi destruía su personalidad de un solo golpe inesperado.

      Compadecido don Manuel, ablandó su voz para decirle efusivamente:

      —Todavía estoy aquí yo, hijo. En la negra hora de su agonía le juré a tu madre ampararte, y he tratado de cumplir mi juramento. Te eduqué y te hice un hombre; dócil ha sido tu condición para que yo haya podido formar de ti un mozo tan noble y amable como para hijo le hubiera deseado. Si por creerte mío has tenido tesón y firmeza para llegar a lo que eres… ¿tan ajeno a mí te juzgas ya, que así te amilanas y vacilas?… Aunque no te di el ser, ¿no soy algo más padre tuyo que aquel que te le dió?… ¡Y si te acobardas ahora que yo te necesito!…

      No


Скачать книгу