La Niña de Luzmela. Concha Espina

La Niña de Luzmela - Concha Espina


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embargo, señor, medite usted bien que es demasiado absoluta la confianza con que usted me honra. Puedo extraviarme; puedo pervertirme…, volverme loco; hágalo usted en otra forma, limitándome la acción; ajustándome el camino…; nómbreme usted, si quiere, tutor de Carmen.

      —Te nombro su hermano, su protector, acaso su esposo, dentro de mi corazón; ante la ley te nombro mi heredero sin condición alguna.

      Salvador se paseaba por la sala agitado; mortificaba su barba rubia con una mano implacable, y sus espuelas levantaban en la estancia silenciosa un belicoso acento metálico.

      Moría la tarde en la cerrazón sombría del cielo, y don Manuel tendía hacia el joven una mirada ansiosa.

      Viéndole tan dudoso y alterado, díjole, al fin, con tono de dolido reproche:

      —¡Si no quieres, Salvador, yo no te obligo!…

      Él se volvió hacia el enfermo; estaba pálido y tenía la voz angustiosa.

      —¿No querer yo servirle a usted? Es que me aterra el temor de no saber hacerlo; de no poder, de no ser digno de esta ciega confianza con que usted me abruma.

      —Si no es más que eso….

      Y don Manuel, alzándose del sillón, estrechó al muchacho en un abrazo ardiente, y teniéndole así, preso y acariciado, dijo con solemnidad:

      —Doy por recibido tu juramento, y le pongo este sello de nuestro cariño.

      Quiso salvador confirmar: yo juro; pero el de Luzmela le tapó la boca con su descarnada mano.

      —Está jurado, hijo mío; ven y siéntate otra vez a mi lado; no me sostienen las piernas.

      Se sentaron.

      Comenzó don Manuel a hablar animadamente con la voz impregnada de emoción y de dulzura.

      Salvador le atendía en silencio, sin dejar de mesarse la barba febrilmente; y en esto se oyeron en el pasillo unas palabras recias y unos pasos sonoros.

      —Son el cura y el maestro—dijo don Manuel contrariado.

      —Entonces me voy, con su permiso; aun no hice hoy la visita en Luzmela, y está cayendo la noche. ¿Cuándo quiere usted que vuelva?

      Ya habían anunciado a don Juan y a don Pedro, cuando don Manuel respondió:

      —Ven mañana temprano; te espero en mi despacho a las nueve, y te quedarás a comer.

      Los dos hombres se estrecharon las manos fervorosamente, y Salvador hizo un breve saludo a los recién llegados.

      Salió. En la meseta amplia de la monumental escalera encontró a Carmencita: estaba apoyada en la maciza reja del ventanal, y miraba al cielo o al campo ensimismada.

      Al sentir las espuelas de Salvador en la escalera, se volvió hacia él sonriendo, y observándole muy atenta, preguntó:

      —¿Le mandaste al padrino alguna medicina?

      Bajaba el mozo embargado de emociones. La dulce voz de la niña le hizo estremecer. Contemplóla con un respeto y una sumisión que no le había inspirado jamás, y apremiado por su mirada interrogadora, replicó:

      —Está muy bien el padrino, querida.

      Ella le tendió la frente esperando un beso, y el pobre muchacho se inclinó y le besó la mano con noble acatamiento.

      Quedóse algo asombrada Carmencita de la actitud turbada del que llamaba su hermano; apoyándose en la reja oía cómo se alejaba el caballo de Salvador y pensaba:

      —¡Es que está malo, de verdad, el padrino!

       Índice

      Habían colocado una lámpara sobre la mesa, y don Juan y don Pedro se pusieron a mirar al de Luzmela. Parecía más hundido en el sillón que otras veces y como si los ojos se le hubiesen agrandado.

      Sirvieron en seguida el chocolate humeante y espumoso, y mientras don Manuel lo tomaba a sorbos, con esfuerzo, el cura y el maestro lo saboreaban con deleite, mojando en los delicados pocillos hasta el último bizcocho y la última rebanada de pan rustrido.

      Se había iniciado una trivial conversación, rota a cada bocado de pan o de bizcocho, hasta que retiradas las bandejas de encima del tapete, el criado presentó otra grande, de plata, con la correspondencia.

      Miró don Manuel los sobres de sus dos o tres cartas, y las apartó indiferente; el maestro abrió un periódico y comenzó la habitual lectura.

      Había el caballero cerrado los ojos; tenía las manos cruzadas sobre las rodillas.

      Don Juan, a veces, hacía un punto en su tarea y por encima del papel miraba con inquietud al enfermo.

      También don Pedro le observaba con atención, y miraba después a don

       Juan.

      Y cuando ya los dos se estaban alarmando, por aquella quietud momificada de su huésped, éste dió un respingo en la silla y dijo, con la voz entera y sonora.

      —Perdone un momento, don Juan; me van ustedes a permitir unas preguntas, y aunque les parezcan extrañas han de responderme sin hacer comentarios, ¿no?

      Don Manuel había estado en América dos años, y esta interrogación expresiva ¿no?, importada de aquel mundo joven, la usaba todavía en ciertos momentos.

      Se miraron con sorpresa sus dos contertulios, y ambos dijeron que «sí» varias veces, en contestación a aquel «no» interrogante.

      —Vamos a ver—indagó el solariego, que parecía un resucitado—: a ustedes ¿qué les parece de mi hermana?

      Hubo un silencio explicable, y a la par respondieron los dos señores:

      —Nos parece bien; ya lo creo, muy bien….

      —¿Creen ustedes que es buena?

      —Ya lo creo; muy buena, sí señor.

      —¿Y no dicen por ahí que es rara?

      —Un poco rara; pero, poca cosa….

      Hubo otra pausa, y aseveró don Manuel:

      —¿De modo que a ustedes les merece excelente opinión?

      —¡Excelente!

      El de Luzmela volvió a recostarse en el sillón, cerró de nuevo los ojos y cruzó otra vez las manos murmurando:

      —Siga, siga la lectura, don Juan, y dispensen.

      Don Juan leyó otro ratito; él y don Pedro se miraban mucho aquella noche, y, más temprano que de costumbre, se despidieron.

      Encontraron en el corredor a Rita, que subía con Carmen de la mano, y le dijeron:

      —El amo está peor, ¿eh?

      —¿Peor?

      —Mucho peor: tengan cuidado.

      Aunque hablaban con misterio, la niña se enteró, y preguntó con ansia.

      -¿Mi padrino?

      Ellos ya bajaban la escalera y no respondieron nada.

      Rita aceleró el paso llena de inquietud.

      Carmen tenía los ojos muy abiertos en la semioscuridad del pasillo, y toda su alma se asomaba por ellos como escudriñando las tinieblas del porvenir.

      Llegando a la sala, la mujer y la niña fueron derechas al sillón, y mientras Carmen se inclinaba devota a besar las manos del enfermo decíale Rita acongojada:

      —¿Se siente mal?

      Sin


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