La tierra de la traición. Arantxa Comes

La tierra de la traición - Arantxa Comes


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ha encontrado un cadáver flotando ahí donde, en el pasado, se alzaba una tierra por la que corrió la sangre.

      —Por la argamea, Lior, no lo hagas.

      Sin embargo, las manos reaccionan solas y se adentran en el agua salada. El escozor se intensifica, aunque él estira de la ropa; después, de un brazo. El miedo escarba en su cabeza y las lágrimas le irritan los ojos, gruñe cuando se echa hacia atrás y sube el bulto frío y blando a la pequeña barca que ha dejado de ser un lugar seguro.

      —¡Oh, no! —Retrocede, observa la espalda del cuerpo que ha salvado de la inmensidad azul, una nueva maldición que no merece—. Oh, no…

      El temor gobierna su pulso, se pasa las manos por los rizos y se tapa los ojos para que la oscuridad le refresque las ideas. Pero esa lucha interna ha terminado en cuanto ha tomado tal decisión.

      Lior se arrima poco a poco. Con los pies, mueve el cuerpo para colocarlo bocarriba. En su fuero interno, confiaba en que se tratara de un maniquí o una broma; no lo es. Por eso, cuando descubre lo que hay más allá del primer vistazo, grita. El rugido de la marea sepulta tanto terror, no calma los improperios atropellados y el chico se muerde la lengua en más de una ocasión.

      Lo que ha encontrado está muerto y debería aceptar que las olas se lo tragaran otra vez, si bien, en parte, es mentira, porque también está vivo. Es el aliento de los recuerdos de Brisea, un mensaje que ya nadie espera recibir.

      El cadáver viste un traje ceñido de buzo y una escafandra que deja al descubierto parte de un rostro hinchado por el agua. Lior reconoce el estilo de la indumentaria, propio de los buceadores que antes investigaban esa zona y cuyo equipamiento ahora expone el museo de antigüedades de Honingal. También el sutil y permanente tono irisado en la piel, el bordado en la manga: un cuervo negro y una flecha que atraviesa el pecho emplumado. El símbolo de la antigua resistencia isleña.

      Antigua, pues esa isla móvil ya no existe, se hundió definitivamente durante la medianoche del año 146. Así, se llevó consigo la energía más preciada del país, grabó una huella de dolor en quienes se quedaron en tierra, despertó la rabia de la Arga.

      Aquellos isleños jamás regresarían a la superficie y, sin embargo, ahora Lior Ederle, por culpa de su curiosidad, tiene la prueba de que no se marcharon del todo, de que siempre estuvieron donde la Isla quiso: en el fondo del mar, invisibles, resistentes y reacios a volver a formar parte de Brisea.

      Y ese cadáver podría ser la pieza de una futura revolución.

      2

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      Distrito Las Cortes. Vala, capital de Brisea

      La Conmemoración por el Hundimiento ya ha empezado. La medianoche inició un día en el que Brisea se ha engalanado, más que nunca, con los colores del país: dorado, azul y negro. Con su símbolo: el cuervo que, bordado o dibujado, como juguete o escultura, vigila desde las cúspides, las fachadas y el suelo cada movimiento de Eileen Cohan, su corazón como un cohete a punto de estallar. De hacerse ver.

      No han escogido una fecha cualquiera, tampoco les queda mucho tiempo. Pero, en cuanto los relojes marquen el último segundo del año 175 de la Era Argámica, Eileen sabe que no solo se habrán cumplido treinta años exactos de la desaparición de la isla móvil, sino que también —o eso desea— habrá dado comienzo una nueva rebelión.

      Es incapaz de contener una sonrisa triunfal, tal vez demasiado prematura, mientras estudia las sombras en el distrito de Las Cortes. Eileen no es amiga de la capital del país y, pese a que la clase media de ese barrio no le asusta, se siente una intrusa en él. No cree que lo sea para todos, aunque sí para un número suficiente dispuesto a denunciarla a los jueces.

      —¡Mamá, quiero un cuervo nuevo! ¡Quiero un cuervo nuevo!

      Eileen retiene el aire en los pulmones, pega la espalda contra la pared más próxima y se ciñe los guantes negros que pertenecieron a su madre. Con los ojos castaños fijos en la pequeña familia, que ha salido a la calle con sus mejores galas, intenta ser tan invisible como los fantasmas que moran en Brisea, en los acantilados de fría piedra y en el inmenso mar de su golfo eterno.

      —¡Mamá, hazme caso! —La niña tira de la falda de la mujer, pero esta concentra toda su atención en un hilo suelto de la cinturilla bordada en ocre, el color de moda.

      Un peso en el corazón y el recuerdo de un gesto cansado obligan a Eileen a volver a sonreír, a no deshacer los pasos hasta Honingal y asegurarse de que todavía le late el corazón a su madre. Actúa por ella, no puede olvidarlo, y por los que están a punto de sufrir una injusticia más.

      Eileen estira los dedos dentro de esos peculiares guantes, desnudos los dedos índice y corazón, vira en la siguiente esquina y se interna en Los Llanos del norte. El cambio apenas es perceptible para quienes piensan que el gobierno de la Arga ayuda por igual a cualquier ciudadano. El cambio es brutal para quienes viven a pie de calle y comprenden lo que se cuece en el interior de los hogares, en los callejones, en lo más hondo del corazón de sus habitantes.

      Porque, aunque Vala se erija como una ciudad de arquitectura imposible y distritos orgullosamente diversos, las grietas que los diferencian necesitan más que ladrillo y pintura. Las Cortes presume de su entramado ordenado; de los pulcros puentes que sobrevuelan las calles y conectan edificios, muchos de carácter público; de los balcones suntuosos de piedra tallada y cristal, desde los que crece la madreselva con una dulce fragancia. En cambio, Los Llanos trata de imitar a sus vecinos sin éxito aparente. La piedra limpia y el cristal se extinguen, sustituidos por construcciones más toscas, y los puentes se transforman en escaleras de hierro que solo unen unos pocos edificios.

      La vida en Los Llanos no la dan los detalles inanimados en las fachadas y las farolas, sino quienes hacen de la misma vida algo lo suficientemente valioso como para sacrificarla. Por eso, Eileen no puede esconder su emoción, la esperanza embriagándola, mientras saluda a algunas personas. No puede, porque comienza a ver las pancartas que, en breve, contrastarán con las banderas de fondo dorado y siete estrellas azul cobalto en torno a un cuervo negro.

      «Nos arrebatáis el derecho a la vida y a la muerte» o «Es nuestra familia la que está enterrada bajo vuestros pies» son las consignas más suaves que han escrito los manifestantes. «Brisea Isla se hartó de vosotros» o «Los descendientes de la isla móvil no descansarán ni en tierra ni bajo ella» suben el tono de las reclamaciones. A medida que se acercan al cementerio de Los Llanos del norte, las pancartas empiezan a denotar más que el enfado, una ira desmedida: «Arderá la Arga como nuestros muertos» o «Flechas para el Cuervo Superior», entre dibujos desagradables y fotografías del Experto Superior garabateadas con desprecio.

      —Es increíble que la Arga incinerara dos tercios de los fallecidos para destruir ahora nuestro cementerio y ampliar la Zona Industrial —dice una anciana, apoyada en el brazo de un joven—. Prometen igualdad, pero estoy segura de que sus difuntos descansan tranquilos en ese precioso cementerio de El Foco.

      —¡Porque tú eres isleña, tía! ¡Y yo, un descendiente!

      —¡Exacto! —brama un hombre al pasar junto a ellos—. Esos desgraciados nos lo quieren arrebatar todo. ¿Qué harán con nuestros familiares enterrados cuando no haya más que fábricas?

      —¡Prenderles fuego al igual que a nosotros!

      —¡Un país que se viste de democracia y, tras tanta apariencia, solo quedan huesos!

      —El Experto Superior Weiloch puede ir preparándose… —Otra eleva una pancarta, más groserías que mensajes certeros—. ¡Hoy Vala será de los muertos!

      —¡Hoy Vala pertenecerá a la Isla!

      Eileen quiere unirse con idéntica cólera, pero no es lo que le enseñó su madre, quien siempre le ha repetido que el odio la convirtió en un monstruo. Sin embargo, no puede ver en Kenna Cohan a un ser sin corazón, no en una mujer que casi dio la vida para que ella naciera.

      Entonces


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