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se permite perderse dos segundos, contados y casi paladeados, en el rostro bronceado de Shay, en esos ojos delineados, los párpados un poco emborronados de negro. Como siempre, Aster se contiene, respira hondo e ignora que no le importa que Mats la llame «bichejo», pero sí que lo haga Shay. Hay demasiada fraternidad cuando ella desea otra cosa.

      —¡Ten amistades para esto! —Mats no deja de gesticular.

      —¿Me lo dices tú, que solo me necesitas para ligar? —Shay se yergue, evidencia el tono socarrón, y Aster echa de menos su cercanía al instante, aunque frunce el ceño—. Tu hermano va a intentarlo por fin —le explica.

      —¿Con Weiloch, en-en serio? Papá te va a matar.

      —Una razón más en su larga lista de castigos, hermanita. ¿Y qué prefieres?, ¿ver cómo le arrebato el aliento al chico más guapo de Brisea o ir al desfile de la Conmemoración?

      —Por favor, no le hagas sentir como una conquista. Te quiero, Mats, pero a veces eres un idiota.

      —¡Oye!

      —Estoy con Aster —concluye Shay, una sonrisa aún burlona.

      Y reemprenden la marcha hacia la Avenida de los Ilustres, teñida con los colores del país. Incluso el interior de las alas de algunas palomas que sobrevuelan el lugar muestran el mismo distintivo. Las banderolas, las banderas, la ropa de la gente… Nada está fuera de lugar en un día en que la perfección reviste la tragedia.

      Las estatuas de los antiguos expertos los miran desde los pedestales, aguantan el calor del sol primaveral, tal vez juzgando. Porque Aster siempre se siente así al entrar en la zona de El Foco: enjuiciada por su vestuario, por su familia, por todo. Mats nunca parece dolido, atraviesa la vida como si fuera un juego en el que está gustoso de participar.

      En cambio, Shay, que desciende de naturales de Interior, cuenta con cada privilegio. Su uniforme en sí mismo, el de la Universidad Central de Vala, es una brecha. La chaqueta-capa granate, en cuyo lado derecho destaca el escudo del país, la camisa blanca, la corbata desanudada graciosamente y los pantalones ceñidos se observan con orgullo frente al mono negro y desgastado de la Escuela Argámica. Aunque Shay no lo viste como un símbolo envidiable, no valen nada si traicionan a una parte del mundo.

      Y, a pesar de que Brisea ahora solo es Brisea, las dos tierras que la conformaban, tan diferentes, tan enfrentadas, persisten más visibles que nunca.

      —Bueno, me adelanto —anuncia Mats en cuanto avistan la Universidad Central, una enorme semicircunferencia que abraza un laberinto vegetal donde suelen descansar los universitarios.

      —¿Te marchas? —se sorprende Aster.

      Y Mats compone una sonrisa ávida de travesuras a la que ella se niega a responder, pues presagia qué clase de insinuaciones le esperarían después.

      —Está bien, vete.

      —¡Deseadme suerte!

      Pero no llegan a contestar, porque Mats echa a correr y se convierte en una figura desdibujada en los jardines, la emoción martilleándole el pecho. El chico solo espera que le salga bien la jugada, si bien no puede evitar revolverse el pelo decolorado a un rubio demasiado pálido para alejar las dudas.

      La Universidad Central lo recibe con toda su envergadura de piedra, ventanas que alternan cristales transparentes y tintados de color, y preciosas galerías externas. El laberinto se convierte en un suspiro tras él cuando accede a uno de los vestíbulos, antesala de unas escaleras suntuosas que conducen a cientos de habitaciones.

      Solo un aula le interesa, conoce de memoria qué pasillos debe recorrer y cómo luce la puerta, prácticamente idéntica a las demás.

      De camino, el chico roba la chaqueta de un uniforme, piensa que la toma prestada, pero hasta su parte razonable, diminuta en comparación a la impulsiva, es consciente de que luego la abandonará sin preocuparse por el dueño. Mats se la coloca sobre los hombros para dejar ver sus encantos, a pesar del propio uniforme y de que él mismo considera que no destaca mucho por el físico.

      La cicatriz en la comisura izquierda de sus labios deforma un poco la sonrisa que amplía antes de entrar en el aula cuatro del tercer piso. En la pared, al lado de la puerta, una plaquita reza el nombre de la asignatura —Historia Universal—, del curso —tercero— y del profesor al cargo —no lo lee—. Mats hace caso omiso a todas las advertencias, tiene un objetivo más importante, alguien que está sentado en la quinta fila con cara de pocos amigos.

      Los cuchicheos despiertan a su paso, la confusión, pues nadie lo reconoce y descubren el mono oscuro más allá de la chaqueta de la Universidad. Pero, una vez más, a Mats le importa poco lo que opinen de él. Es arrollador, una tempestad imparable que lo arrasa todo, y así se sienta junto al chico que todavía no le ha dedicado ni una sola mirada.

      —Cassian Weiloch.

      —No.

      Mats frunce el ceño, aunque su sonrisa no pierde viveza, y analiza el terreno: los libros abiertos, dos plumas sin capuchón, la tinta que mancha esos dedos, el azul salpica esa mirada… Unos ojos de hielo que Mats siente ardiendo.

      —Yo…

      De repente, el alumnado se recoloca en los asientos, acallan los rumores. Cassian no se inmuta y Mats sigue prendado de él, ajeno al ambiente tenso y al hombre que acaba de aparecer por la puerta, el pelo castaño revuelto y el enfado cincelando las arrugas que surcan su frente.

      —Señorito Ehart, ¿sería tan amable de abandonar mi clase? —dice el profesor, más una amenaza que una petición.

      Entonces sí, Cassian se gira hacia el chico como si hasta ese momento no hubiera permanecido a su lado. Mats descompone un gesto amable para llamar a la picardía, totalmente motivado por la atención de Cassian, y reclina la cabeza hacia el estrado, hacia el hombre que todavía sostiene el material de su asignatura con fuerza, un ancla de paciencia.

      —Profesor Ehart.

      —Mats.

      —Es su hijo… —se escucha en un murmullo.

      Sin embargo, esa voz apenas audible enmudece del todo por la sorpresa y el retumbar de una explosión. A Mats le hubiera gustado bromear sobre el impacto de su presencia, pero se asusta de la misma manera que el resto al advertir, más allá del ventanal, del horizonte de cúspides y puentes, una bocanada de humo tan negra como la noche y tan roja como el fuego.

      4

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      Distrito El Foco. Vala, capital de Brisea

      Existe, aunque, si no se mueve, si no la ven, si no la oyen, quizá se olviden de Myllena Lievori-Rois hasta que Myllena Lievori-Rois posea la autoridad que le corresponde por ley y, entonces, actúe. Quizá debería dedicarse a decorar su jaula hasta que las puertas se abran solas. Estar hasta poder ser.

      Un bostezo poco satisfecho y la chica pestañea, se deshace de las últimas trazas de sueño. La noche comenzó bien, con una cabellera gris entre los dedos y sabiendo que hay una persona en este mundo capaz de hacerla sentir libre. Pero, con la salida del sol, sus deseos se han disipado para recordarle que hoy debe subirse a un caballo de metal, fingir una sonrisa y demostrar cuál es su posición ante los ciudadanos de Vala y de Brisea.

      Myllena es la futura Experta Superior, se convertirá en la máxima dirigente y el mando de la política y, sobre todo, de las decisiones respecto a la argamea recaerán en sus manos. Unas manos que temen semejante responsabilidad. La imaginación, que ya estaba lejos de su dormitorio en la Casa Ilustre, regresa, de pronto, a la espalda desnuda de Duna, a la realidad.

      «No es una mala realidad», piensa Myllena al recorrer con las yemas las marcas blancas en la piel morena de esa chica con la que todavía no puede ser feliz sin esconderse. No lo tienen permitido, porque, en su futuro cargo, relacionarse de tal manera es uno de los vetos principales.

      —Myllena…


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