La tierra de la traición. Arantxa Comes
—Espero que fueses a darme un abrazo.
—Uno muy intenso.
—Leen, venga ya. ¡Leen!
Eileen ha reemprendido la marcha, los dedos aún apretados. De pronto, una amenaza, escondida entre los manifestantes de los que ella forma parte, sacude sus nervios y susurra presentimientos que sabe perfectamente que no son presagios. Es el calor que se fragua junto a la humedad del final de la primavera. Es la desobediencia y la mentira que han teñido el triste salón de su casa en Honingal esa misma mañana.
—Sé que no te gustan las sorpresas, Leen…
—¿Y se te ha olvidado?
—Todo saldrá bien.
—Hay algo diferente, Dawing. Ojalá esta manifestación no destruya años y años de trabajo.
—¿Qué quieres decir?
La respuesta es el silencio y los edificios escasean, pues están llegando al cementerio destinado tanto a los isleños que se quedaron en tierra después del hundimiento como a sus descendientes.
—¿Leen?
—Seamos precavidos.
Adel frunce el ceño y se pasa una mano por la cabeza rapada. Como viste el uniforme de la Escuela Argámica, la chica intuye que se ha escabullido antes de la salida programada por el centro para asistir al desfile de la Conmemoración.
En el cementerio abierto de Los Llanos no abundan la vegetación, ni los nichos, ni las lápidas cuidadas. Se evidencia el desinterés de la Arga, que abandona a un sector de sus ciudadanos, que jamás destina ayudas para conservar ese terreno yermo y deteriorado. Los isleños y descendientes no solo deben asegurar sus vidas, sino también el destino que les depara tras ellas.
Las voces se alzan con más energía, los gritos abrazan el cementerio a la vez que la manifestación se disgrega: se sitúan al lado de las sepulturas o permanecen en el camino de piedra que bordea ese lugar sin límites. No hay un bonito cercado ni una entrada que invite a visitar a quienes ya no están. Eileen y Adel se detienen en primera línea, en la frontera entre los vivos y los muertos.
—¡Si ellos no os pertenecen, nosotros decidimos!
Ambos amigos corean el lema.
—¡La memoria no se toca!
A Eileen le empieza a doler la garganta.
—La Arga, ¿¡dónde está tu alma!?
En ella se desvisten los fantasmas y la mentira que le ha contado a su madre. ¿Qué le ha advertido Kenna Cohan? Que hoy no es buen día para manifestarse, porque se cumplen treinta años del mayor acto de traición considerado por gran parte de Brisea. Que hoy no es un buen día para manifestarse, porque algunos no solo querrán hacer estallar su voz.
—Adel, creo…
—Lo estamos consiguiendo, Leen —dice él con orgullo, la mirada reluciente y jovial en un punto concreto.
Un grupo de jueces, encabezado por el Juez General Redo Cotme, ha aparecido y está formando. Un muro de color negro por el vestuario y los cascos que ocultan cada rostro a excepción del de su superior. El sol reverbera en las armas y Eileen nota que el sudor no solo le baña la espalda, también la frente. Pueden convertirse en el alimento de esos cuervos irreconocibles que aguardan con ansias.
—Mierda…
—No es inusual. —Adel sonríe y repite otra consigna que la chica ya ni siquiera entiende.
—Lo es…
«Es la hora», se escucha. «Decidles que se separen o saldremos malparados».
Eileen detesta las sorpresas y la rebelión que esperaba, de pronto, se deforma. Siempre hay alguien que destroza el mobiliario público, que se enfrenta a los jueces y termina en los calabozos de la Jefatura Judicial. Y, con la violencia, los nichos aumentan, sea en una zona cubierta de flores o en el mismísimo olvido de Los Llanos.
Los jueces no son compasivos. La Arga sabía que esto iba a suceder.
Eileen detesta las sorpresas y casi puede captar el tictac de una demasiado grande. Devastadora.
Adel coge la mano de su amiga para envalentonarla. A ella se le atascan las palabras, se le atasca la voluntad, no como la bala que abandona el arma de un manifestante y derriba a un juez cualquiera de ese muro destinado a reducirlos. Tampoco como la que contraataca, una venganza que atraviesa limpiamente el ojo derecho de Adel.
El cuerpo cae contra el suelo, un peso muerto, carne de esa tierra que han intentado proteger.
El tictac truena ahora.
La mentira de Eileen marchita incluso las lágrimas, cree oír a su madre, pero está en Honingal. A salvo. Los dedos fríos de Adel y el olor a pólvora le recuerdan que ella no.
3
Distrito Los Caminos. Vala, capital de Brisea
Islas móviles hay muchas, repartidas por todo el mundo son pedazos de tierra que emergen y se sumergen cada cierto periodo de tiempo. En Brisea, país del pequeño continente de Nimre, no era diferente. Siete eran los años que la Isla permanecía en el exterior, encajada en el terreno como una pieza de puzle, y otros siete los que desaparecía con sus habitantes bajo el agua, como una dentellada del mar; un golfo con forma de luna menguante. Siempre puntual, en la medianoche de un año nuevo. Antes se celebraba el cambio de tiempo, pero ya no: ahora se conmemora la pérdida de esa isla móvil que, justo hoy, en la hora señalada, cumplirá treinta años de su completa desaparición.
—Bueno, niños, ¿qué energía permitía a Brisea Isla emerger y sumergirse?
—¡La argamea, profesora Remond!
Aster Regnar pone los ojos en blanco, aunque sigue escribiendo fórmulas matemáticas en la esquina del grueso libro de Ingeniería Ambiental de segundo. No solo tiene que soportar un día más de clase, el último del año 175, sino también la visita de un grupo de PRE —preludio— de un colegio de Los Llanos del sur. Niños de entre seis y diez años canturrean las respuestas a las preguntas de Ilbia Remond.
—¿Cuál es nuestro bien más preciado, entonces?
—¡La argamea, profesora Remond!
Aburrida, Aster observa cómo la tinta de su pluma se vuelve un borrón sobre la fórmula recién apuntada. Nunca fallan ese tipo de excursiones durante el último día del año, como un ritual, los niños que se dedicarán en un futuro a trabajar la argamea visitan la Escuela Argámica para hacerse a la idea de que no podrán elegir un oficio. Los isleños y sus descendientes solo tienen permitido dedicarse a unos pocos y en condiciones injustas.
—¿Alguien sabría decirme algo más sobre la argamea? —Remond se pasea por el aula.
—La utilizamos como energía renovable y es ingotable —responde una niña, cuyo orgullo infantil casi provoca que Aster se ría, sobre todo, porque se equivoca.
—Inagotable, así es —le concede la profesora, una sonrisa amable.
—Es duradera y tiene mucha potencia —continúa otro más pequeño, sin disimular unos aires de sabiondo.
—¡La tiene! Por eso sustituyó a otras energías como la eólica, la solar…
—La argamea solo existía en Brisea Isla —retoma la niña, satisfecha por retener tantos conocimientos.
—Y a día de hoy sí se está agotando —matiza Aster que, inmediatamente, repara en que lo ha dicho demasiado alto.
—Señorita Regnar. —La voz de la profesora Remond es una advertencia a espaldas de la chica, quien no se atreve a girarse.
Sin embargo, en Aster