La tierra de la traición. Arantxa Comes

La tierra de la traición - Arantxa Comes


Скачать книгу
mejor que regreses a tu habitación, en nada…

      Sin embargo, Duna se gira, esa precisión con la que siempre se mueve, esa velocidad imperceptible de tan rápida que es, entrenada para ser eficaz y decidida y mortífera. Myllena se queda sin respiración, una constante cuando está tan cerca de ella, ahora una tentación recortada por la luz del sol. Duna sonríe y el vitíligo alrededor de sus labios se expande, estrecha todavía más los párpados, un reto, como si volvieran a tener diez años y hubieran cometido una trastada.

      —¿Tienes miedo de que tus madres descubran que estás liada con tu escolta?

      —He roto todo protocolo.

      —Qué mala. —La voz de Duna reverbera de nuevo en su garganta y Myllena se obliga a tragar saliva porque también la siente en la suya.

      Se conocen desde que son pequeñas, pero Myllena aún tiene la sensación de que Duna es una incógnita armada con demasiada inteligencia, que solo permite ver de sí misma las partes por las que el misterio empieza y jamás da pistas. Jamás hay una fisura que quiebre el truco.

      —Deja de pensar, Myllena, oigo cómo maquinas. —La escolta pasa el brazo por la cintura de la aprendiza.

      —Algún día… podríamos…

      —Tenemos algo en común, Lievori-Rois.

      Una frase que repite una y otra vez, un acertijo del que Myllena apenas intuye que está veteado por algún tipo de dolor que ni siquiera su dueña, disciplinada y reservada, es capaz de ocultar. Un acertijo que a Duna siempre le sirve para escapar.

      —Myllena…

      —¿Señorita Lievori-Rois? —Desde fuera, la voz de Kenen, el ayudante de Myllena.

      —¡Mierda!

      Al instante, se levantan. Duna trajina con el complicado e idéntico uniforme que visten los escoltas de los expertos de la Arga, mientras que Myllena decide echar mano de su caos habitual, una silla sobre la que amontona ropa que nunca tiene tiempo de meter en el armario.

      —¿Myllena? —Kenen olvida los formalismos y se oye el chasquido de la puerta.

      Son veloces. Están acostumbradas. Son incontables las noches que se reencuentran a escondidas en esa enorme cama de sábanas doradas y se visten sin aliento por miedo a ser descubiertas. Porque la primera Experta Superior, Amalea Hurey, instauró que el máximo dirigente es el único de toda la Arga que no puede engendrar descendencia por motivos democráticos. Porque el penúltimo Experto Superior, Brogan Vyncis, añadió la prohibición de que tuvieran pareja. Al actual, Lewin Weiloch, le pesa haber roto ambas: porque mantuvo una relación en secreto y no ocultó el nacimiento de su hijo. A la futura, Myllena Lievori-Rois, le duele no poder decir libremente lo mucho que quiere a Duna.

      —¡Kenen! —chilla Myllena, ambas se sitúan frente a la puerta, acaloradas.

      —Puntual como siempre, Duna.

      La escolta ni siquiera esboza una sonrisa, hace una leve inclinación de cabeza. No está en su papel ser amable o complaciente, solo proteger a la futura Experta Superior. El resto son detalles que le dan vida, pero a los que no tiene permitido acceder.

      —Has llegado pronto.

      —Ha llegado a la hora que le atañe, hija.

      Evie Lievori aparece detrás de Kenen, el pelo pelirrojo recogido en un moño demasiado perfecto, demasiado tirante, y esa habitual sospecha desatando un mar de arrugas alrededor de sus ojos y labios.

      —Duna, espera en el pasillo hasta que mi hija esté lista.

      —Sí, señora Lievori.

      —¿Y mamá? —Myllena se aparta un rizo que le cae sobre el rostro, la vista fija en la esbelta espalda de la escolta que sale de la estancia sin una palabra más.

      —Rematando algunos preparativos. ¡Y menos preguntas! Al baño ahora mismo. No sé qué ocurre por las noches, pero siempre amaneces hecha una salvaje. Si tus rizos ya son complicados de peinar… ¿Y ese camisón?

      Myllena y Kenen intercambian una mirada fugaz, y a ella le hubiera gustado que hubiese sido menos cómplice, una imprudencia que se reprende, aunque no hace falta ser muy agudo para descubrir lo evidente.

      Ni le sienta bien el baño ni que su madre siga enjabonándole el pelo, ya no es una niña pequeña, puede alcanzar cada mechón rebelde sin ayuda. Aun así, la chica no protesta, porque prefiere tragarse la vergüenza que enfrentarse a Evie Lievori.

      —¿Hoy voy a llevar el vestido plateado? —pregunta Myllena, distraída y por fin sentada ante el tocador, pelea con el cinturón del incómodo batín de raso que se le abre demasiado a la altura del pecho y su madre le obliga a vestir.

      —¿El plateado? —Evie reprime un tono escandalizado, vendería hasta su última pertenencia por mantener las apariencias, sobre todo, en la Casa Ilustre. No lo logra—. ¿Hay alguien dentro de esa cabeza? ¿Buenos días? —Le da en el cogote suavemente con el puño, como si llamara a una puerta—. ¡Hoy es el día de la Conmemoración por el Hundimiento! ¡Sales en un desfile! ¡Mañana comienza el año 176 de la Era Argámica! Myllena Lievori-Rois, ¿con qué colores saldrás hoy?

      —Dorado, azul y negro —murmura, los labios gruesos apenas entreabiertos.

      —No te escucho.

      —No soy una niña pequeña…

      —¿Myllena?

      —¡No soy una niña pequeña, mamá! ¡Es suficiente!

      El grito congela las facciones de Evie y, en alto, el cepillo que Kenen estaba a punto de pasarle por el pelo húmedo. La chica se arrepiente de inmediato, la mujer no es estricta por gusto y el problema está en su interior, en querer luchar como aprendiza sin hacer mucho ruido, pues se ha convertido en el apetecible corral de los depredadores que la rodean. Con tan solo siete años, la eligieron para ser la futura Experta Superior y ella es consciente de que, a veces, sus madres lamentan haber tomado tal decisión, cuya obediencia, corrección y mutismo la encorsetan.

      Porque se arrepiente y porque, de pronto, le entran unas ganas repentinas de llorar y salir por la ventana para que no la encuentren, Myllena permite que el ayudante la acicale hasta el final sin una queja más.

      Ni siquiera se atreve a comprobar si los ojos de su madre se han velado como siempre ocurre cuando es incapaz de controlar una situación.

      Ni siquiera pide encender la emisora, quizá algún dial está reproduciendo la música que cada mañana consigue que encare el resto del día con más ánimo.

      Myllena observa en silencio cómo Kenen trenza con maestría su melena junto a unos hilos que está segura de que combinarán a la perfección con el atuendo. Luego la maquilla, le perfila los ojos de dorado y repasa con el mismo color los dos lunares casi simétricos que destacan en el centro de cada párpado inferior. Se desnuda sin pudor, aliviada por quitarse ese batín que ha encendido su impaciencia. Unos polvos le broncean la oscura piel en dorado, como si hubiera nacido con ese brillo especial. No soporta tanto maquillaje, ni parecer intocable.

      Se siente un maniquí cuando entre Kenen y Evie la visten con un precioso vestido en el que predominan los colores del país, que comienza desde el pecho, se frunce en la cintura y luego cae vaporoso hasta ocultar los pies. Una capa de tul nace de unas hombreras que Myllena siente pegajosas contra la piel en cuanto Kenen las asegura para que no se despeguen. El conjunto lo completa el broche que solo puede llevar el candidato a Experto Superior atado al cuello: un lazo fino en cuyo centro resalta una perla que imita los colores irisados de la argamea, rodeada de un elemento de oro con la forma de las alas de un cuervo.

      —¡Lista! ¡Eres una obra de arte!

      —Por Karna… —Evie aprieta los labios al instante—. Lo siento, se me ha pegado de Vesna. —Trata de no darle importancia al hecho de haber nombrado a Nuestra Divinidad en la que pocos, como su esposa, creen ya—. Son más de las ocho, llegamos tarde.

      Con


Скачать книгу