La tierra de la traición. Arantxa Comes
Su pecado fue tener interés o, según otros, sobresalir en múltiples campos y habilidades.
Sin embargo, Myllena se siente demasiado vacía y no acepta cualquier elogio por muy cierto que sea. Tampoco se tranquiliza cuando Duna le dice con un gesto imperceptible que está preciosa. El trabajo de Kenen es impecable y la aprendiza lo valoraría y se sentiría más segura si no fuera una obligación.
Recorren el pasillo mientras Evie, que ha recuperado la compostura, repasa en voz alta la lista de actividades del día de la Conmemoración, empezando por la reunión de la Arga en el Despacho Dorado. Myllena se desespera al tener que encontrarse con expertos como el señor Kovatski, el financiero, o la señora Sige, la consejera, a quienes nunca les sobran opiniones respecto a los demás. Respecto a ella.
Si no nada a contracorriente otra vez, si no se mueve, quieta, más quieta, se la traga la marea.
Al menos, a Myllena le alivia saber que siempre puede contar con Frinn y la experta mecánica Lystou. Todavía recuerda lo complicado que le resultó aprenderse el nombre de cada cargo y de cada experto asociado a él. Vesna y Duna hicieron del estudio un juego de recompensas. Por cada acierto, una nueva golosina a probar: «¿Cuántos miembros forman la Arga actualmente? Ocho desde el año 159 de la Era Argámica»; «¿Cuántos cargos hay, por lo tanto? Ocho, siendo el Experto Superior el que dirige al Gobierno»; «¿Quién es Ecin Mandric? La experta ingeniera, se encarga de investigar las propiedades de la argamea y de colaborar con los mecánicos en futuros avances»; «¿Quién es la experta artífice? Istas Aerer, la más joven en adquirir tal puesto en la historia de la Arga»… Y así, hasta que consiguió no trabarse y que empezaran a considerarla alguien capaz de liderar a toda Brisea. De lograr que la argamea no se agote.
Una energía que ahora mismo vale más que las personas.
Evie Lievori se despide de su hija con un beso y Duna, con un recatado asentimiento. Entonces Myllena parpadea, han llegado frente al Despacho Dorado. A un lado, con las espaldas pegadas a la pared lisa, forman los otros siete escoltas a los que Duna se une enseguida; una fila homogénea de cabellos grises y chaquetas azul cobalto, casi idénticos, soldados sin identidad.
—¡Señorita Lievori-Rois, por fin! —celebra Kovatski, una fingida complacencia al verla entrar empujando ella misma las puertas. Si Istas Aerer fue la artífice más joven en convertirse en experta, Gery Kovatski fue el más joven en lograrlo de entre todos los cargos. Su fama la usa como una medalla—. La estábamos esperando.
—Siento el retraso —se disculpa Myllena, educada, busca a Frinn con la mirada.
—¡No se apure! Estoy segura de que ni siquiera ha desayunado —interviene Istas, su sonrisa teñida por el vino que bebe; todos saben que no es la primera copa.
—Puede acompañarme, señorita Lievori-Rois. —Por suerte, el experto industrial Frinn Derne llega en rescate de su amiga, una elegancia poco típica en un adolescente de dieciséis años. Corban, su primo mayor, tutor legal y encargado de su trabajo hasta que cumpla la mayoría de edad, los observa desde una distancia prudente.
—Solo espero que las pastas no estén crudas como la última vez —dice Myllena, tan ácida que cree que las palabras han envenenado cualquier futuro bocado.
—¡Señorita Lievori-Rois, siempre tan divertida! —exclama la experta historiadora Zanen, un tono igual de artificial que el de su fiel compañero Kovatski.
Frinn pone una mano sobre la muñeca de la chica, ella acepta el ofrecimiento y se acercan a la mesa repleta de comida que hay situada bajo uno de los ventanales alargados. Pero, antes de coger nada, Myllena recuerda que no ha saludado al Experto Superior Lewin Weiloch y hace resbalar las bailarinas sobre el suelo para dirigirse a él. Sin embargo, cuando se topa con la mirada azulada del hombre, este solo inclina un poco la cabeza con una sonrisa comedida. El vitíligo, que a él le afecta en menor medida que a Duna, le vetea la frente desde la ceja derecha hasta el inicio del cabello, empalidece todavía más su piel y decolora el vello y algunos mechones rubio oscuro.
—¿Qué dirían nuestros antepasados de nosotros? —De pronto, la voz del Experto Superior en la sala, aunque no es él quien está hablando, sino su imagen en una proyección contra la pared del fondo—. Son treinta años que debemos seguir contando con tristeza e incomprensión hacia quienes fueron nuestros familiares, vecinos, compañeros y amigos. Con el hundimiento definitivo de la isla móvil, no solo se llevaron consigo ese pedazo de Brisea tan representativo, no solo se llevaron la argamea, también nuestro futuro…
Myllena está a punto de resoplar, pero Frinn le aprieta el brazo que todavía no ha soltado. La argamea no se expandía más allá de la Isla, una atmósfera inamovible, y ahora los suministros que Brisea Interior almacenó se están agotando. Es un rumor que se extiende por las calles. En cambio, es una certeza injusta que el gobierno de la Arga no se está aplicando los recortes de energía que sí ha hecho en el resto del país. Hace años que la red argámica no abastece a todo el mundo, solo a la Casa Ilustre y El Foco. Ya no es un bien ilimitado, por eso gran parte de la ciudadanía funciona con generadores y cargas autónomas que apenas duran y provocan el retroceso de un país que en el pasado brilló por su revolución industrial. Por su evolución.
Un bien que ha dejado de serlo.
Un privilegio.
—Esta medianoche no habrá nada que celebrar, tal vez que avanzamos pese a la decisión de quienes hicieron desaparecer la Isla. —Un discurso que Myllena considera lleno de dobleces y que, ahora mismo, estará escuchando la ciudadanía en las emisoras o proyecciones públicas—. Sin embargo, estoy seguro de que los isleños que permanecisteis en tierra y sus descendientes renovaréis la argamea y nos daréis otra oportunidad.
Desde la pobreza.
Desde el abandono.
Desde la discriminación.
Myllena sacude la cabeza y dirige una mirada de desagrado al Experto Superior Weiloch, pero el volcán que estalla en su pecho no lo guía la rabia que había previsto, porque en el hombre no descubre la satisfacción y el orgullo de Sige, Zanen o Kovatski, sino ese velo de pesar que envuelve muchas veces la mirada de sus madres. Esa frustración derivada de que el cambio no se puede dar con facilidad. No llega a entreabrir los labios para intentar ofrecer una disculpa que Lewin Weiloch no entendería, pues un estruendo a lo lejos eclipsa la voz de la proyección y tiembla en los cristales del despacho.
La Arga grita y los escoltas y un grupo de jueces irrumpen enseguida en la sala. Evie también entra, algunos mechones se han escapado del moño pelirrojo. Myllena desliza la mano dentro de la de Frinn, entrelaza los dedos. Corban Derne se acerca a su primo pequeño y lo coge por los hombros, sin apartar la mirada de una ventana que no va a brindarle un escenario esperanzador.
—Los isleños se han atrevido. En el cementerio de Los Llanos del norte —asegura la Jueza Teniente Brihta. Al parecer, la manifestación que se esperaba por la decisión de ampliar la Zona Industrial ha provocado el caos.
—¿Y ahora qué? —pregunta la experta mecánica Bega Lystou, que a sus sesenta y un años no parece importarle un levantamiento violento, tal vez una advertencia, tal vez un ataque, y golpea el suelo con el bastón para que alguien reaccione.
—Permanecerán aquí con los escoltas y una partida de jueces —comunica la Jueza Teniente—. No salgan…
—¡Pero mi hijo está en la Universidad Central! —se desgañita Kovatski.
—Y Cassian.
Frinn aprieta la mano de Myllena, quien también está preocupada por el hijo de Lewin Weiloch, posiblemente, el único amigo que ambos comparten.
—Los pondremos a salvo junto a todos sus familiares. No se preocupen.
—El desfile debe realizarse. No podemos paralizar este día por una bomba —protesta la experta consejera Sige.
—La seguridad es lo más importante —determina el Experto Superior.
—Lo más importante