La tierra de la traición. Arantxa Comes

La tierra de la traición - Arantxa Comes


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a que la carga autónoma no consumiera tan rápido la argamea! Así ahorraría y duraría más tiempo. ¡Es una pasada! Estás hecho para esto.

      Está hecho para eso. A Mats se le escapa una risa incrédula entre dientes. Él no está hecho para nada, solo para hacer creer que tiene una voluntad de hierro y que lo que ocurre en el mundo le da rematadamente igual.

      —Pero… ¿te puedo dar un consejo?

      Mats enarca una ceja y se fija, Aster tiene una tirita sobre la nariz y algunos dedos vendados. Hace tres días que no asisten a la Escuela Argámica, desde que se decretó una semana de luto por el atentado en el cementerio de Los Llanos del norte. El chico todavía recuerda la explosión y la expresión en el rostro de Cassian Weiloch… Así que, si no ha trabajado en clase, no adivina qué ha podido causarle esas heridas. Tampoco pregunta.

      —¿Mats?

      —Sí, adelante.

      —Cambia esta cinta. A altas revoluciones se desgasta rápido y puede entorpecer el movimiento del caballo.

      —Cuando te gradúes, se van a pelear por tenerte. Que no te extrañe que acabes trabajando codo con codo junto a la experta ingeniera Mandric —dice él, a pesar de que ningún isleño tiene permitido ascender tanto, por eso añade con sorna—: A mí me encantaría estar cerca de Istas Aerer, nos pasaríamos todo el día dándole a la botella…

      Sin embargo, Aster no reacciona, si bien un brillo en la mirada la delata ante Mats. Es una mezcla de compasión y tristeza, como si viera una grieta irreparable en algo muy preciado. Ella empuja las ruedas, las detiene justo en el límite entre el círculo de metal y él, extiende una mano y le coge los dedos con una caricia.

      —¿Estás bien?

      —Una semana sin clases que debo pasar castigado en casa. De lujo.

      —Mats, no me refiero…

      —Tu madre querrá trenzarte el pelo antes de que puedas salir.

      —Mats —el tono de Aster se convierte en una advertencia—, no me hagas esto. No a mí.

      —No vamos a discutir.

      —No estás de suerte, que no te grite no significa que no me esté enfadando.

      —Tú siempre me perdonas.

      —En serio…

      Pero el chico dibuja una sonrisa de soslayo que se le encrudece en el corazón, con una zancada esquiva el cerco y se deshace del contacto de su hermana para revolverle el pelo. Ella alza las manos otra vez, dispuesta a retenerlo, aunque no lo logra y él sale de la habitación.

      Mats recorre el pasillo hasta la cocina, dejando que el sol ilumine sus pasos a medida que atraviesa la casa. Puede que el suyo sea uno de los pocos hogares con una sola planta en todo el distrito de Los Caminos, pero está seguro de que también es el más luminoso.

      El primer «buenos días» lo recibe de las noticias de la emisora, del olor a café y del entrechocar de los platos que su padre está fregando. El segundo se lo da Kai, su madrastra, el pelo recogido, los ojos azules despiertos y una sonrisa natural entre un firmamento de pecas. El tercero es un único gesto: la mirada fruncida de Rhys Ehart.

      —Has madrugado —comenta la mujer, bebe de una taza desportillada repleta de café humeante.

      —Tengo que adelantar la maqueta de Avances Mecánicos.

      —Claro, no estuviste en la Escuela para ello… —suspira su padre.

      —¿Es necesario que me lo recuerdes?

      —No es solo porque te saltases las clases por enésima vez. —Rhys hace una pausa mientras se seca las manos en el delantal—. Es por tu acto de bravuconería delante de mi alumnado para impresionar a Cassian Weiloch.

      —Ligaré con quien quiera.

      —Mats —lo advierte Kai, un tono semejante al de Aster.

      —Hay más cosas en la vida, hijo. ¿En serio quieres centrarte en vivirla así, como si el resto del mundo no te importara? Pues, al menos, sé cauto. Con Weiloch no.

      —Rhys. —Kai deja la taza sobre la mesa, ahora muy seria.

      —¿Por qué te molesta?

      —¡Es el hijo del Experto Superior! ¡No quiero que repitamos…!

      —Rhys. —La mujer no alza la voz, aunque esta vez sí mira a su pareja con una nota de desaprobación—. Ya basta. Creo que deberíamos estar más preocupados por lo que ocurrió el día de la Conmemoración, sinceramente.

      Ambos se sostienen la mirada. Mats no quiere parecerse a su padre, con esas gafas cuadradas que siempre le resbalan torpes por la nariz, la mirada teñida de un miedo constante e incomprensible y ese humor tan agrio. No lo admira, no lo entiende, no lo quie…

      —Cielo, ve a tu habitación, yo te llevo el almuerzo —intercede Kai, más relajada.

      —Gracias… —susurra el chico, aprieta los puños al marcharse de la cocina.

      —Lo siento. —La disculpa de Rhys llega tarde, quizá ni siquiera le pertenezca a su hijo, quien, pegado a la pared del pasillo, escucha antes de alejarse del todo—: Aquello que decidimos… Quiero protegeros…

      No entra enseguida en su habitación, Mats se detiene frente a la de Aster, quien está de espaldas a la entrada, una maleta a sus pies y una mochila colgando de la silla de ruedas. Debería pedirle perdón, porque su hermana ha intentado ayudarlo, pero el orgullo gana la batalla y se aleja más y más.

      Está hecho para eso.

      Con la puerta cerrada, el chico toma otra mala decisión, no la medita mientras se dirige a la ventana, no se arrepiente al abrirla. Entonces salta al otro lado y aterriza en el callejón sin mucho esfuerzo. Antes de cerrar la ventana desde fuera, coge un librito de tapas verdes y desgastadas que reposa sobre el escritorio.

      La brisa abre una página al azar de La rebelión silenciosa, de Kremir. Un seudónimo y una figura sin rostro que escribió el único libro que Mats lee una y otra vez desde que lo descubrió en la diminuta biblioteca de sus padres.

      Y, si fuera océano, no me gustarían las tormentas. Tampoco estar inundado de seres. Ser ellos, de alguna manera. Compartir mis secretos; una desnudez incómoda, casi peligrosa, totalmente devastadora. No somos espejos, y menos reflejos. No te gusta que naden en tus aguas, porque eres único. Sin embargo, no el único.

      Mats recorre las calles de Los Caminos sin apartar la vista de las líneas de Kremir. Hay alguien en Brisea capaz de recordarle que está vivo, que vale la pena estarlo. Entiende al milímetro esa sensación de pérdida, de no ser suficiente, porque no puede elegir. Y, como no puede elegir, decide quemar todo lo demás.

      Deja de leer para ayudar a la señora Poi a entrar unas cajas en su casa. Mats no acierta nunca con su edad, aunque sabe que es mayor, que, aun así, todavía la obligan a trabajar en la fábrica manufacturando piezas —tal vez sea necesario morir para librarse—, pues es de origen isleño. Él no conoce el sentimiento de estar lejos de su hogar, pero sí advierte un destello de su futuro en el cansancio de la anciana, en lo triste que debe ser vivir en esa fingida libertad.

      La caja está a punto de resbalársele de los dedos cuando se da cuenta de que Kremir no tiene razón: sí son espejos y reflejos, forzados a compararse, a verse idénticos en sus iguales. Peones de una cadena de montaje con el estigma impuesto de provocar el retroceso de todo un país.

      Los Caminos es un distrito sencillo, de calles amplias, rampas y apenas conexiones entre niveles superiores que necesiten de puentes o escaleras. Las manzanas siguen una estructura ordenada y, aunque es casi imposible perderse, es cierto que el barrio parece similar en cada esquina.

      La calma le pide ir a Las Fuentes, en cambio, Mats termina atravesando el límite suroeste de El Horno. El bullicio que no poblaba su distrito, callado y respetuoso por los días de luto, campa desenfrenado


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