La tierra de la traición. Arantxa Comes

La tierra de la traición - Arantxa Comes


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hay cosas más importantes, ¿no crees?

      Es un chiste, aun así, la sonrisa cae. Una disculpa a medias, Lewin se aparta dos pasos del piano, como si ardiera, como si la pintura, el cristal y la madera de la estancia se desmoronaran sobre él. Ese piano no solo hace música, ese lugar cobija más que muebles y recuerdos tenues.

      —Debo irme, seguro que la experta consejera Sige me está buscando.

      —No, papá, puedes…

      —Está bien, e irá a mejor.

      Padre e hijo se vuelven a estrechar, ojalá entre sus brazos murieran todos los males. Cassian observa cómo el hombre se marcha, ese último vistazo cálido que el chico atesora para enfrentarse a los peores momentos. Lewin Weiloch no es una mala persona, pero es el Experto Superior.

      De nuevo, Cassian se pierde en ese instrumento infinito, le dedica cada tecla a su pequeña familia, un mundo donde no duele vivir, donde no preguntan el apellido para entrar en él. Alguien llama otra vez, no a la puerta de la música, sino a la de la sala.

      —Adelante —repite.

      Esta vez la puerta se abre despacio, tímida. Cassian suspira, lo reconoce antes de que se asome, solo hay una persona que se mueve por la Casa Ilustre con la cautela de un cautivo. Por el resquicio, entonces, interrumpiendo la trayectoria de los inmaculados rayos matutinos, aparece una cabeza de pelo castaño revuelto y ojos muy verdes.

      —¿Cassian? —pregunta Frinn Derne, como si no supiera que está ahí dentro. En su rostro, esa expresión fingida, también chivata, que confiesa que los lamentos del piano han alcanzado incluso el piso inferior—. Perdona que te moleste, pero he encontrado a Purr merodeando por las cocinas y ya sabes la gracia que le hace al chef Rajú.

      —Ninguna, sí. —Cassian sonríe levemente, con Frinn se permite bajar la guardia.

      El chico entra y cierra la puerta mientras intenta que Purr, el gato negro de Cassian, no se le resbale de entre los brazos. Su pelaje es tan oscuro como el cabello de su dueño, y los ojos, azules, aunque de un tono más claro. Frinn siempre bromea con que Purr sería la perfecta reencarnación de su amigo. Igual de solitarios, igual de ariscos.

      El gato se retuerce y salta, se pasea por la sala entre las estanterías, la zona de los sofás, se frota el cuerpo con las pesadas cortinas de los amplios ventanales. Y quizá, solo después de su ritual, si le apetece, se acerque al piano en el que Cassian lo espera.

      —Está así de raro desde esta mañana —resopla Cassian enarcando una ceja—. ¿Cómo estás tú? Espero que mejor que mi gato. —Cruza las piernas al tiempo que se gira en la banqueta y apoya un codo en el instrumento para poder descansar la mejilla sobre la mano.

      —Una semana de reclusión obligatoria por el atentado en Los Llanos y mi primo ha aprovechado para aumentar mis horas de estudio. Qué ganas tengo de cumplir diecinueve y ser un experto de verdad.

      Frinn resopla y se sienta en el suelo, justo donde la luz incide más. Tiende a rehuir los asientos y a acomodarse en cualquier parte, y, si el sol puede calentarle las mejillas, mucho mejor. A Cassian no le importan las formalidades, aunque Corban Derne, como tutor y responsable del cargo de Frinn hasta que este cumpla la mayoría de edad, se pondría hecho una furia si viera cómo su primo pequeño se desabrocha el primer botón y se quita la cadena dorada, enganchada en cada pico del cuello de su camisa con la forma de dos soles: el distintivo del experto industrial y su familia.

      —He perdido mi broche —musita Cassian. Una cadena también dorada, pero rematada con dos cuervos; una concesión recelosa, más que un compromiso real, por ser un hijo prohibido.

      —¿En serio?

      —Sí… No lo encuentro en mi casa. He venido porque creía que lo habría perdido aquí cuando los jueces me trajeron por lo del cementerio.

      —Tampoco es un problema, te darán otro y ya está. —Frinn se encoge de hombros y Cassian se muerde el labio inferior, porque sí es un problema. Siempre que llama la atención, sea como sea, lo es.

      Purr se acerca con un ronroneo hasta el chico, que no insiste, y Cassian los observa en silencio. Solo tiene ganas de abandonarse otra vez a los deseos del piano, pese a que las armas, aunque tengan piel de música, no son las que piden ser disparadas.

      —Sabes que puedes contar conmigo, ¿no?

      —¿A qué viene eso, Frinn?

      —A que te estás cerrando de nuevo en ti mismo.

      —Venga, que solo tienes dieciséis años. No hables como…

      —Cassian.

      Frinn se levanta con los puños tensos e incluso a Purr se le eriza el lomo al notar que el ambiente se ha enrarecido. Sin embargo, sus miradas no llegan siquiera a hacer contacto, porque la puerta vuelve a resonar con dos toques contundentes.

      —¿Sí?

      —Señorito Weiloch… —Un sirviente abre la puerta—. Oh, señorito Derne, buenas tardes. Ha llegado una carta para usted, señorito Weiloch. —Sujeta una pequeña bandeja de plata en la que descansa un sobre.

      —¿Para mí? —Entonces sí, Cassian frunce el ceño y le dedica un gesto interrogante a su amigo, quien contesta con una negación apenas perceptible—. Déjela en la mesa, por favor. Gracias.

      Un tanto inquietos, contemplan cómo el hombre avanza lo justo para posar la bandeja sobre una mesita cercana al piano, sin provocar el más mínimo ruido. Se despide, adecuado en el tono, educado en las formas, sepulcral en su posible curiosidad, y el silencio, de nuevo, ata en corto la tensión dentro de la estancia.

      Cassian se incorpora, no sabe quién puede haberle enviado una carta. Tal vez sea de la Universidad Central, pero le extraña, porque no vive en la Casa Ilustre y en el sobre tampoco está escrito su nombre. Está a punto de cogerla cuando Frinn lo detiene por la muñeca, cierra los dedos con fuerza y le increpa:

      —¿Estás loco?

      —¿Y ahora qué pasa?

      —Hace menos de una semana que pusieron una bomba en el cementerio.

      —¿Estás insinuando algo? Aquello no fue un atentado directo contra nosotros, Derne.

      —La semana de luto ha sido decretada más por nuestra protección que por las víctimas. No creo que fuera un simple enfrentamiento entre los manifestantes y los jueces. No en el trigésimo aniversario del hundimiento de Brisea Isla. Hay que tomar precauciones.

      —¿Eso te lo ha dicho tu primo Corban?

      —No ha hecho falta. Dame un segundo.

      Frinn lo suelta con delicadeza, se lleva la mano al bolsillo y saca un mechero negro en cuya superficie están grabadas las iniciales «B. L.». Lo destapa, desliza el dedo por la rueda dentada y acerca la llama a una de las esquinas del sobre, pero entonces Cassian se interpone.

      —Eh, eh, para. ¿De dónde has sacado ese mechero?

      —Es de la vieja Lystou.

      —Si quieres conservar tu vida, nunca vuelvas a llamar «vieja» a la experta mecánica Bega Lystou —lo advierte Cassian intentando distraerlo, sin embargo, Frinn no cede.

      —Confía en mí. —No aparta la vista del fuego y el papel.

      Cassian suspira y Purr resopla —la coincidencia, que en otras circunstancias habría provocado sus risas, esta vez no lo consigue—, luego se aleja poco a poco. Con temor y mucho escepticismo, observa cómo Frinn arrima el mechero otra vez. Con asombro y la incredulidad diluyendo cualquier reticencia, descubre que el papel no prende. El fuego solo lo lame, una fuerza impermeable protege un sobre que ya debería ser pura ceniza.

      —Por la Arga…

      —Veneno.

      —¿Cómo que veneno?

      —No uno cualquiera. Bega es una apasionada de la botánica y le encanta


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