La tierra de la traición. Arantxa Comes

La tierra de la traición - Arantxa Comes


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ensucian la plataforma y crean un camino de huellas cada vez que retroceden o caen.

      Algunos espectadores se enfadan, tal vez porque han apostado por Ederle, que se cuelga de las cuerdas y se apoya en los postes con la respiración profunda y las heridas abiertas.

      —Que se acabe ya, por favor —pide Aster, aferra más fuerte la mano de Shay.

      Y, como un rezo, una petición con mucho poder, la adversaria de Garnet la golpea en pleno pómulo y la derriba. Todos cantan la cuenta regresiva, Garnet solo tiembla, un amasijo de restos y cansancio.

      —Ha perdido —musita Aster, sorprendida, al fin y al cabo, sabe que su amiga es una buena luchadora.

      —¿Qué hacemos?

      —¿Puedes pedirle que se acerque?

      —¿Estás bien?

      —No me gusta que participe en combates ilegales.

      —Ya estáis metidas de todas maneras, ¿no?

      —¿Shay?

      Pero la chica se queda sin respuesta, con el corazón golpeándole el pecho como esa boxeadora experta ha embestido contra el rostro de Garnet. Paciente y desde lejos, con las manos agarrando firmemente los reposabrazos de su silla, Aster es más que una espectadora al observar cómo la chica se levanta a duras penas, cómo Shay la ayuda a limpiarse, a beber agua. Comentan algo. Miran en dirección a los palcos. Aster admira a Garnet, pues, a pesar de que tiene la cara hecha un desastre y debe dolerle muchísimo, compone una sonrisa genuina que provoca otra en ella —aunque mucho más triste, más pesada—.

      —¡Amiga! —grita Garnet, poco afectada por la derrota.

      —Siento mucho… esto.

      Ambas se estrechan en un abrazo que no duele por mucho que aprieten.

      —No te preocupes.

      —¿Y la Realeza? —interviene Shay, también se angustia.

      —Yo me encargo —resuelve Garnet irguiéndose—. He ganado la mayoría de los combates.

      —¿No te basta con practicar en el gimnasio?

      —Te empiezas a parecer a mi hermano, Regnar. Y os quiero mucho, pero ya lo tengo a él y a mis tíos para poner límites. —Las palabras se convierten en una carcajada, porque la severidad nunca ha sido un rasgo en ella—. Bueno, ¿a qué debo este honor?

      —Me llamaste tú.

      —¡Ay, cierto! —Garnet se rasca la nuca y uno de los cortes en su rostro se abre, a la altura de la frente. Aster engancha los dedos en el top de su amiga y la obliga a agacharse para poder limpiarle la sangre con la manga de la camiseta.

      —Me alegra que hayas sobrevivido un día más.

      —Siempre fuerte —asiente Garnet, que agarra uno de sus atléticos bíceps.

      —De todas maneras, no solo vengo por lo que tú sabes.

      —Muy discreta —bromea Shay, se cruza de brazos y se aleja de las chicas.

      —¿Cuánto hace que no pisas Tawic, Garnet?

      —Solo unos cuantos días. Iba a regresar mañana después del torneo, pero como he perdido…

      —Ha llegado a mi casa una carta de tu hermano. —Aster saca un sobre blanco manchado de tierra del bolsillo trasero de su peto.

      Garnet mantiene el ceño fruncido mientras rompe el papel y lee el mensaje. Los mellizos Ederle se quieren, aunque no lo demuestren. No parecen llevarse muy bien, o mejor dicho, no se llevan. Son demasiado diferentes. Al menos, esa es la excusa, lo que los aleja es mucho más complicado. Algo que viene de familia.

      —¿Qué locura es esta? No tiene sentido.

      La expresión de Garnet no para de mutar entre el asombro, la confusión y una pizca de terror.

      —Lior dice que ha escondido un cadáver en casa de mis tíos.

      8

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      Distrito El Foco. Vala, capital de Brisea

      Tocar el piano no es un bálsamo, más bien un arma invisible con la que Cassian Weiloch dispara. Cada tecla, una detonación. No tiene por qué ser contra alguien, de hecho, suele hacerlo contra él mismo. Contra el pasado, las emociones y todo lo relacionado con el brillo dorado que lo envuelve. Contra los cuervos de picos afilados que le recuerdan que no es digno de su propia vida, un derecho que debe ganarse.

      Por eso Cassian Weiloch piensa que no sirve para nada.

      Ni siquiera para ser la marioneta o el paripé de la Arga.

      En dos días se reanudarán las clases, pero él se siente incapaz de volver a la Universidad Central. Está harto de verse rodeado de gente que lo rechaza o no se inmiscuye porque, al fin y al cabo, su padre sigue siendo el Experto Superior. Porque es el producto de una norma rota, que no debería estar vivo, que no hay opción, solo ese privilegio marchito adornado de mentiras. Porque es fruto de la desobediencia hacia la Arga: el único que no puede tener descendencia es el Experto Superior. Los siete restantes sí, pues sus cargos son hereditarios, de modo que también están obligados a procrear.

      El piano soporta la rabia del chico, los toques que son golpes. Una gota de sudor se desprende de su barbilla, impacta contra una tecla y uno de los dedos resbala, rompe la sonata, hace añicos la única forma de sentirse completo, aunque sea en medio del fuego cruzado en que siempre se convierte su música.

      Cassian se detiene del todo cuando llaman a la puerta de la sala. Claudicante y seco, baja la tapa del piano, entreabre los labios, pero el corazón habla antes y deja que insistan para darse tiempo. Porque, al menos, tiempo tiene.

      —Adelante.

      Un movimiento decidido, también suave. Podría ser Myllena Lievori-Rois, siempre un azote, al final, inmóvil. Es Lewin Weiloch. Su hijo se incorpora, un salto mortal como el que da su corazón.

      —Papá.

      —Buenos días. —No miran alrededor, más allá de las ventanas, no se esconden, nunca lo hacen, se abrazan—. He pasado por casa y, al no encontrarte, he supuesto que estarías aquí. He comprado algunas cosas, la nevera estaba muy vacía. Pan, café…

      —Ya sabes que no me gusta el café.

      —A mí sí.

      Lewin Weiloch no vive en esa casa, aunque habla como si así fuera. El chico no tiene permitido residir en la Casa Ilustre, la obligación de cualquier miembro de la Arga y sus familiares. Pero el hombre siempre se refiere a esas cuatro paredes que Cassian no decora, tan frías y solitarias, como «su casa». Al fin y al cabo, allí vive su hijo, él es el hogar.

      —Cuando creo que es imposible mejorar más al piano, entonces me sorprendes —comenta Lewin, que se arrima al instrumento, ni siquiera lo roza—. Siento haberte interrumpido, ¿por qué no tocas otra pieza?

      Las mejillas de Cassian se arrebolan un poco, vida en ellas, vida que la música le ofrece y le arrebata, depende de cómo toque, para quién. No duda en sentarse en la banqueta, en mirar a su padre con una pequeña sonrisa y expresarse una vez más. Ahora no hay guerras en sus dedos, tal vez un duelo que no se hunde en el corazón, sino que intercambia emociones intensas, colores en el aire, luciérnagas que alzan el vuelo y no se pueden atrapar sin red.

      —Es impresionante. —Con el final, Lewin posa las manos sobre el instrumento. En sus ojos azules, una nota larga que se vuelve inarmónica. Parpadea y, tras las pestañas, camufla los sentimientos—. Eres… eres impresionante, hijo.

      —¿Estás bien, papá?

      —Por supuesto. —El hombre se yergue, siempre vestido de negro a veces recuerda al cuervo que representa, a veces parece la sombra que anhela


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