La tierra de la traición. Arantxa Comes
brillando con intensidad, pero, al menos, el calor será menos sofocante.
A medida que se acercan a la planta industrial abandonada que va a albergar los combates de boxeo en los que Garnet Ederle nunca se cansa de participar, la multitud aumenta. Aster no puede evitar sentir miedo por un momento, ¿y si usan esa aglomeración para llevar a cabo otro atentado? Se obliga a no imaginar y se centra en lo que hay delante, porque en El Horno no escasean los embaucadores, ladrones y toda clase de maleantes capaces de convencer a cualquiera de vender su alma por cuatro rurias.
La gente se dispersa para entrar en el gigantesco edificio por lugares diferentes, de tal manera que no llaman la atención y aseguran las salidas de emergencia en caso de alguna redada judicial. Los pases no indican por dónde deben acceder: un papel rojo cuñado con el dibujo de una calavera. Muy sutil. Con el temor palpitando en las venas, se deciden por una de las puertas menos concurridas.
—¿Contraseña?
Shay y Aster balbucean mientras extienden las manos para entregarle sendas entradas a la vigilante de brazos fornidos y ceño sin vello. Sin embargo, la mujer se limita a cuadrarse frente a la entrada y observar sin tocarlas. Más malhumorada, insiste:
—¿Contraseña?
—Es que nos han vendido estos pases…
—¡Sin contraseña no podéis entrar!
—Sefira, déjalos pasar.
Detrás de ella, Nodin Montberg, la Realeza permanece en pie con una sonrisa de lobo astuto. Una capa azul turquesa cubre parte de un traje imposible, confeccionado con distintos tipos de tela, algunas brillan por sí mismas y otras, porque están decoradas con lentejuelas. El maquillaje acompaña a su vestuario y realza el color ambarino de las lentillas que lleva puestas.
El señor Montberg es tan extravagante como poderoso. El mafioso más peligroso, respetado y adinerado de toda Brisea. No saber sobre su persona es una condena, y Shay no puede creer que acabe de interceder para que puedan pasar.
—Regnar, no te esperaba hoy.
—Ha habido un cambio de planes.
Shay contiene el aliento cuando Aster empuja la silla con la barbilla bien alzada ante la vigilante, a quien solo le ha faltado sacar el arma y cumplir su amenaza. Aun así, no tarda en seguir a su amiga, incapaz de no alternar la mirada entre ella y la Realeza.
—¡Cierto! —exclama Montberg—. La señorita Ederle. Toda una fiera.
La planta industrial no tiene nada de peculiar, enorme, gris y coronada por decenas de focos deslumbrantes. Sin duda, un residuo de la Zona Industrial del sur que colinda con este distrito. El eco se esparce, intenso, guía a los espectadores hacia delante, donde no parece haber más: ni un cuadrilátero, ni combatientes.
—Si pudiera verla antes del combate, tengo un recado… —dice Aster.
—Oh, no, Regnar. Ahora gozáis de mi invitación personal y os quedáis hasta el final. —Es sabido que Nodin Montberg tiene un gusto especial por los riesgos y la autoridad—. Aunque no podéis acceder a mi palco, os asignaré un lugar excelente. ¡Y varias copas gratis!
—Muchas gracias, la Realeza. No sé cómo recompensar…
Entonces el hombre se detiene y se gira hacia Aster, esa sonrisa que no augura nada bueno, que reclama sangre como el líder de una manada famélica. Shay se estruja las manos con nerviosismo, pero la chica asiente con una expresión complaciente que solo entienden los implicados.
Y la planta industrial resulta ser la tapadera del verdadero lugar en el que se va a realizar el torneo. Atraviesan unas puertas anchas y rectangulares hasta una sala enorme modificada para convertirse en un graderío que desciende hacia el centro, donde se alza un cuadrilátero perfectamente iluminado. El resto se disfraza con la penumbra.
—Seguidme, por favor.
Jamás habrían imaginado que El Horno pudiera albergar un sitio cubierto tan descomunal. Montberg dirige muchos negocios, entre ellos, un hipódromo en el que organiza carreras ilegales de caballos de metal, pero Aster y Shay desconocían este.
Bajan varias rampas y se sitúan en un espacio despejado, parecido a los dos palcos que destacan en medio de las gradas, aunque sin butacas acolchadas, vistas privilegiadas y un servicio dedicado a proporcionar bebidas, tabaco y cada capricho que se les antoje a quienes han podido pagar por semejante posición.
—Disfruta del combate, querida. —Nodin le da un beso a Aster en la mano—. Y, por favor —esta vez se dirige también a Shay—, no volváis a caer en la artimaña de un ratero cualquiera. Hay muy poca clase en este distrito. —Y, con otro beso, este al aire, la Realeza se marcha.
Shay espera a que esté lo suficientemente lejos para preguntarle a Aster:
—¿De qué conoces a Nodin Montberg?
—No es nada… —murmura, los ojos azules fijos en el cuadrilátero.
—¿No es nada? Oye —Shay la mira de frente—, no tener «nada» con la Realeza es imposible. ¿Qué estáis haciendo Garnet y tú? Y no me mientas, Aster Regnar.
Ella, por su parte, aprieta los labios y sostiene esa mirada. No puede confesar la verdad, porque un día los problemas llamarán a todas las puertas, exigentes, y Shay no merecerá estar hasta el cuello de barro por implicarse demasiado.
—Olvídalo.
—No. Si te pasara algo, no me lo perdonaría.
—Lo mismo puedo decir, Shay —susurra Aster, harta del miedo dominante que ya no puede derrotar.
De pronto, los gritos y los silbidos exaltados devoran el eco en la gigantesca planta y se separan, descubren a la vez cómo las boxeadoras entran en la plataforma. Otra cosa buena de esa amistad es que los enfados se suelen diluir muy rápido, por eso sus manos se buscan hasta enredarse en un fuerte apretón.
Garnet Ederle, sobre el cuadrilátero, no parece asustada; Shay y Aster lo están por ella. La chica se recoge ese peinado imposible en un moño alto, en parte ondulado, trenzado, enredado entre cintas y decorado con algunos abalorios. Luego alguien le coloca los guantes que ella misma se asegura estirando varias tiras con los dientes.
Los asistentes que se congregan alrededor y jalean como si les fuera la vida en ello son de lo más variopintos: no solo destacan los colores llamativos y cortes asimétricos que suele vestir la clase baja, sino también los ocres, blancos, dorados, negros y plateados de la clase alta. Filigranas, delicadeza y telas carísimas que en los estratos favorecidos se premian por su elegancia.
—De todo hay… —murmura Aster.
—De todo hay cuando te lo puedes permitir —matiza Shay—. ¿Cómo lo hará Montberg para tener una iluminación de máxima potencia? Tanta energía precisa una alta concentración de argamea en una carga autónoma, pero eso la volvería inestable. Así que, o le han hecho un puente a la red argámica de la Casa Ilustre y El Foco, o cualquier variación en las cargas desestabilizará la argamea y nos hará volar por los aires.
Shay respira hondo y se gira con la voluntad de marcharse de inmediato. Sin embargo, no llega a decir nada, porque las luces se centran en el cuadrilátero con un chasquido y porque la mirada de Aster está impregnada de una culpabilidad que duele en el corazón.
El combate empieza casi sin avisar. La contrincante de Garnet le saca una cabeza y diez kilos, si bien esta consigue mantenerla a raya los primeros minutos. Aster se lleva las manos a la boca, alarmada, mientras se fija en cómo se tensan los perfilados músculos de su amiga, en el hilillo de sangre que le bordea la barbilla desde los labios después de recibir un contundente puñetazo. El resto disfruta entre risas y gritos.
Los golpes cortan el aire, un gancho de Garnet acierta en la barbilla de la otra, aunque no consigue tumbarla, y retrasa unos pasos para no quedar atrapada en las ofensivas que su contrincante ensambla de manera incansable.
Aster y Shay no aciertan cuántas veces suena la campana. Cuántas veces las separan y