La tierra de la traición. Arantxa Comes
que valga —interviene Myllena, cuya boca se ha desatado sola, y entiende que se ha equivocado en cuanto su madre le lanza una mirada tan frenética como late su corazón.
Se ha movido otra vez.
—Señorita Lievori-Rois, de momento, no es más que una aprendiza, así que le recomendaría que observara y acatara órdenes —la enfrenta Sarra Sige, esos ojos oscuros capaces de destriparla en un segundo—. Quizá todo esto tenga que ver con la nueva generación a la que usted pertenece.
—¿Me está culpando? —Myllena soporta un poco de vergüenza, pero su orgullo es intocable.
—Es imposible que nuestros detractores nos respeten, nos teman —nos teman—, con una futura Experta Superior que no se esfuerza por serlo, un experto industrial que todavía necesita de un adulto —señala a Corban Derne— para controlar su cargo y un hijo que no debería haber nacido.
Sarra Sige suena tan mordaz y directa que incluso Gery Kovatski se ha quedado mudo. Porque una cosa, aunque dolorosa, es que se recriminen entre los miembros del Gobierno cualquier actitud o decisión, y otra muy distinta es meterse con la familia del Experto Superior, por mucho que rompiera una norma. Nadie conoce a la mujer que lo concibió, pero Cassian Weiloch sí existe. Sí está.
—Será usted… —La palabrota ya resuena en la garganta de Myllena, sin embargo, el máximo dirigente levanta una mano para interrumpirla.
—Basta.
—Esto no habría sucedido con el antiguo Experto Superior Vyncis. La ley se cumple —prosigue la experta consejera, obviando la orden de su superior, en un tono tan destemplado como delator—. Y quien no la cumple termina al igual que Brisea Isla: en el fondo del mar.
5
Honingal. Sureste de Brisea
El caballo no relincha, no sufre, no se agota. Fabricado a base de filigranas y placas de metal con una precisión y una finura envidiables, cabalga por el camino de tierra sin sentir que lo persiguen, que se rendirá en el siguiente giro. Todo lo contrario que Eileen Cohan, a quien las lágrimas se le han resecado en las mejillas como grietas en la arcilla. La sangre de su amigo Adel y del juez, al que ha tenido que atacar con una navaja para robarle esa ostentosa montura, sigue fresca en su cuello y en los cuatro dedos que los guantes dejan al descubierto.
Ella ya no mira atrás, los oye pisarle los talones: dos o tres jueces que, desde el cementerio de Los Llanos, no le han perdido la pista. Su madre se lo había advertido, en pocas palabras, que la manifestación iba a ser violenta, y Eileen le ha dicho que no asistiría, ha mentido porque, en el fondo, no quería creerla.
Pero ha estallado una bomba.
En la tierra, los cuerpos de los manifestantes que han muerto a manos de la locura de otros.
Y ahora Eileen, en vez de escapar por el interior del país, sigue en dirección a Honingal, donde es fácil de rastrear. Donde se encuentra su madre enferma, quien apenas puede moverse por la delicadeza extrema de su estado. Si no cambia de rumbo, la chica convertirá su ciudad natal en una trampa y tiene miedo, pues ni Kenna ni Eileen Cohan existen para el mundo. Si descubren a esa mujer, ambas pueden copar las portadas de los periódicos al día siguiente. Acabar en la Prisión, un destino sin juicio.
Porque, en Brisea, los jueces se encargan de la seguridad y la justicia, un solo ente que es escudo, sentencia y resolución, y a la Arga le conviene: un mismo mando, mismos ojos, misma boca, que vigila las calles y las procesa.
—Vamos, vamos —insiste por ella, el caballo no atiende a los ánimos.
La argamea de la carga autónoma que el animal artificial tiene instalada está durando demasiado. Hace bastantes horas que avanzan al galope, sin pausa, la energía ya debería haberse agotado como la paciencia de los jueces.
Y, porque Eileen presiente que ha quemado la poca suerte con una mentira y su madre no merece pagarlo, acelera hacia la derecha. Las pezuñas del caballo rascan la tierra de una corta pendiente que conduce a las vías del viejo tren, descienden el desnivel por el otro lado y se adentran en un extenso campo de alta y densa hierba. Fuera de la ruta de Honingal, se dirigen al pueblo de Tawic, que linda con el Bosque de los Engaños. Eileen espera poder esconderse allí, a pesar de que no recibe tal nombre en vano: uno de sus límites termina de forma abrupta en el acantilado del golfo.
Empiezan a dolerle los muslos y la espesura de la vegetación le impide avanzar a la misma velocidad que antes, le golpea las piernas como latigazos. La desesperación empaña de lágrimas los ojos castaños de Eileen, echa un vistazo a sus espaldas. No ve nada, tampoco es necesario, aún escucha sin problemas el avance de los jueces a través del campo. Se quejan sin desistir.
Es una reacción inconsciente, su cuerpo ni siquiera le pertenece ya, la chica estira de las riendas, el caballo se detiene de golpe y aprovecha la gravedad que la arroja hacia delante para descender y continuar la huida a pie. Avanzar se vuelve mucho más complicado, el aire le aguijonea los pulmones, si bien se convence de que así podrá camuflarse mejor, despistarlos.
Eileen se agacha cada vez más, la hierba la devora y le permite escapar. Es un mar verde, interminable, asfixiante, húmedo, puede notar el sabor del pasto mezclado con su espesa saliva. Quizá ese lugar sea la telaraña que la atrape y la entregue a los jueces, arañas ciegas de hambre y justicia personal. Aun así, persiste en deshacerse de los obstáculos a manotazos y zancadas que le despellejan los talones y los dedos llenos de llagas.
El sol en lo alto se ríe de ella, ese calor sofocante poco digno de la primavera. Chasquidos, pisadas, gruñidos… Ruidos por todas partes que Eileen no distingue si le pertenecen al aire libre, a sus perseguidores o a ella misma. También le cuesta cerciorarse de que ha salido al exterior y ha dado con un camino secundario y polvoriento.
—¡Al fin!
Pronto, el propio panorama descompone la victoria al mostrarle que no se ha desviado mucho, pero que lo ha hecho y no consigue calcular cuántos metros la separan del Bosque de los Engaños, en el horizonte. Las rodillas le tiemblan al reparar en que, además, la distancia es un prado llano y despejado, limpio a la vista.
Un objetivo fácil.
—No, no…
¿Debería enfrentarse a los jueces? Pero Eileen ha perdido la navaja, está cansada y quien sabía pelear cuerpo a cuerpo era Adel, no ella. Se lleva las manos al pelo corto, se lo revuelve y estira para arrancarse las ideas, aunque entre los dedos permanece cada mechón como deseos atrapados en un diente de león.
Los jueces no tardarán en alcanzarla entonando en silencio el lema de Brisea, un grito de guerra al desplegar las alas negras: «Grazna la justicia de los cuervos».
—Más bien la muerte, hijos de…
Una sombra aparece en medio del camino. No es un juez, es un carro. Un carro tirado por un chaval en bicicleta. La última oportunidad de Eileen, quien busca la manera de explicar que necesita protección, temerosa de que decida entregarla. Pero esa zona está, en su mayoría, habitada por isleños y descendientes. No le puede denegar la ayuda, se podría considerar traición, si bien la traición es algo que se ha tergiversado demasiado en ese país.
Eileen echa a correr en dirección al carro, a medida que se aproxima, la figura que monta la bicicleta se torna más clara. El chico rondará su edad, de piel morena y rizos alborotados, tiene el ceño fruncido y ella no advierte el terror tatuado en ese rostro hasta que se detiene frente a él y lo obliga a dejar de pedalear.
—¡Me lleve la Isla con ella! —Una expresión que solo usa la gente más anciana de Honingal y que, pese a la situación, ha estado a punto de hacer reír a la chica—. ¿Qué te ocurre?
—Tienes que ayudarme. No alces la voz…
—¡Que te apartes! —insiste él, gira el manillar para intentar esquivarla.
—No.